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		Esperando en la 
		encrucijada     
		Cuando el Papa Juan Pablo II viajó a Puebla, 
		Méjico, en enero de 1979, tenía la mente muy clara acerca de la 
		geografía interna de su Iglesia y había condenado “la separación que 
		algunos han establecido entre la Iglesia y el Reino de Dios”. No 
		podría haberse dirigido más clara y directamente a ciertos campeones del 
		concepto de Iglesia Romana “popular” que allí le escuchaban. Juan Pablo 
		no dudó un instante en reafirmar que la Iglesia estaba organizada 
		jerárquicamente por los obispos y sacerdotes bajo la obediencia directa 
		al Papa.      
		Ningún amigo ni enemigo del presente Papa pudo 
		abrigar ilusión alguna sobre este punto. Para él, “el pueblo de Dios” 
		siempre formaría parte del “reino de Dios” tradicional. Tanto 
		verbalmente como por sus acciones, antes y después de su discurso en 
		Puebla, Juan Pablo II siempre ha dicho y continuado diciendo que, tal y 
		como él lo ve, la Iglesia nunca ha sido, es, ni será jamás una 
		democracia en su funcionamiento interno. La Iglesia tiene tratos ahora 
		con cosas que no tienen nada que ver con su misión espiritual; pero su 
		fundador estableció una jerarquía, y su vicario tiene la obligación de 
		mantenerla en ese camino, aunque tenga que desprenderse de cualquier 
		otra cosa.      
		Wojtyla no escatima nada para hablar con total 
		claridad. “No necesitamos ni deseamos”, dijo tajantemente en 
		Puebla, “ningún sacerdote que sea político ni que tome las armas en 
		movimientos revolucionarios”. Cuando alguien señaló la creciente 
		popularidad del teólogo rebelde Hans Küng, Juan Pablo respondió 
		pacientemente: “Bien; pero yo soy el Papa”.      
		“Nadie puede crear una teología”, escribió 
		en marzo de 1979, con un ojo puesto sobre algunos teólogos alemanes y 
		franceses, “basada en una simple colección de ideas personales”. 
		Y cuando oyó hablar de ciertos profesores de la Universidad Católica de 
		Washington, dejó claro que: “es un derecho de los creyentes no ser 
		perturbados por teorías o hipótesis sobre las que no son expertos ni 
		pueden juzgar”.      
		Estas declaraciones provocaron duras reacciones 
		hacia Juan Pablo II. Para muchos conservadores es “simpático” pero 
		“alejado” de materias como el amor marital, contracepción, aborto y 
		homosexualidad. Para muchos tradicionalistas es un “actor” ante las 
		masas pero sin reflejos suficientes para deshacer todas los males que 
		Pablo VI dejó en la Iglesia. Para progresistas y liberales del mundo 
		occidental, es un demagogo, una especie de emigrante polaco que se 
		construyó su camino hasta el Vaticano y seguramente será seguido por una 
		banda de pseudopolíticos polacos; un eslavo que no comprende el estado 
		de avance que tiene el intelectualismo occidental, que pretende imponer 
		de nuevo el “catolicismo puro y duro” de la antigua Polonia a una mente 
		religiosa occidental mucho más evolucionada.      
		Un diario progresista francés vio en el estilo de 
		Juan Pablo II “un renacimiento del triunfalismo de Roma” y “una 
		excesiva personalización del papado”. El autor del artículo, con un 
		“claro y obvio acercamiento democrático a la Iglesia”, argumentaba que 
		nadie debía ser recibido ni aclamado en lugar alguno como lo es el Papa 
		en sus viajes.      
		Ninguno de estos epítetos y descripciones de Karol 
		Wojtyla como Papa Juan Pablo II afectaron realmente al hombre. Se podría 
		pasar largo tiempo  describiendo a este hombre como intelectual, 
		humanista, administrador, teórico, viajero incansable, políglota, 
		luchador en las calles, pensador político progresista, negociador duro. 
		Muy pocas de las ácidas críticas vertidas sobre él encajarían en su 
		verdadera personalidad.      
		Hay un motivo que es la razón fundamental por la 
		que es objeto de tales críticas. Pero, antes de examinar esta razón, 
		debemos conocer las circunstancias actuales en que Wojtyla está inmerso.     
		Llegó a Papa en octubre de 1978, cabeza titular de 
		una organización mundial estructurada esencialmente alrededor de 
		sacerdotes y obispos, centrada en el Vaticano con sus ministerios 
		subordinados, que son las congregaciones.      
		Durante los quince años anteriores, mientras 
		reinaba el Papa Pablo VI, de los seminarios católicos de todo el mundo 
		salieron generaciones de sacerdotes jóvenes, con veintitantos años, que 
		se graduaron y fueron ordenados todos los años. Fueron enseñados por 
		profesores que menospreciaban o rechazaban los dogmas católicos de 
		moralidad y de fe que Juan Pablo II considera esenciales; la 
		infalibilidad del Papa y su jurisdicción sobre todos los obispos fueron 
		dos de ellos. Sobre estos dos dogmas reposa la institución monárquica y 
		la vieja idea de la Iglesia Romana. Sin ellos, la Iglesia de Roma poco 
		tiene que hacer, tal y como la conocemos.      
		Gradualmente, los jóvenes sacerdotes fueron 
		llenando los distintos rangos del sacerdocio romano: unos llegaron a 
		obispos, otros se hicieron profesores, otros misioneros en África, Asia 
		y América Latina, otros escalaron puestos en parroquias, universidades, 
		institutos, medios católicos de influencia y ministerios vaticanos, 
		además de las múltiples actividades que el sacerdocio católico lleva a 
		efecto por todo el mundo, como instituciones científicas, legislaturas 
		locales, servicios sociales, etc. El efecto total, en su conjunto, 
		empezó a notarse precisamente cuando Juan Pablo II fue elegido: la 
		noción tradicionalista católica romana de jerarquía mundial de los 
		obispos, todos ellos bajo la autoridad papal, que es quien decidía sobre 
		todas las materias concernientes a fe y práctica moral, ahora estaba en 
		entredicho y en discusión frontal.      
		Una mirada al conjunto de obispos romanos católicos 
		y profesores de teología de la Europa occidental y América Latina, 
		muestra que posiblemente más de los dos tercios de estos no sienten 
		necesidad religiosa alguna de estar de acuerdo con los principios de 
		Juan Pablo II, en cuanto a las creencias y las reglas de moral que 
		proclama. En un país como Holanda, una mayoría de obispos junto a su 
		único cardenal, Jan Willebrands, de sacerdotes y de laicos, se proclaman 
		a sí mismos rebeldes y en contra de la autoridad papal. Los obispos de 
		Irlanda y España, anteriormente bastiones de la autoridad de Roma, 
		también están imbuidos de total independencia del Vaticano. La mayoría 
		de los obispos católicos de Estados Unidos escuchan las directrices de 
		Juan Pablo II, pero dejan muy claro, a través de sus actos, que no 
		esperan que sus sacerdotes, sus profesores de seminarios, etc. tomen muy 
		en serio la autoridad del Papa. Por América Latina, en materia de 
		Comunismo, Juan Pablo ha fallado en dos ocasiones (incluso con sus 
		visitas personales allí) en cuanto a conseguir la alianza de los 
		cardenales, así como la de los dos tercios de los obispos, sacerdotes y 
		monjas. Estos no ven alternativa posible a la forma de gobierno 
		Comunista y economía Marxista, que no sea lo que denominan “socialismo 
		democrático”. El distanciamiento con la Roma de Juan Pablo II se 
		extiende y crece.      
		Ahora están instalados en seminarios, universidades 
		y diócesis una nueva generación de jóvenes obispos, sacerdotes y monjas 
		que comparten este distanciamiento, que además están “produciendo” 
		nuevas generaciones de religiosos con estas ideas cada año. Ojeando 
		papeles diocesanos, escuchando los sermones dominicales en las 
		parroquias, revistas y publicaciones diocesanas, leyendo los libros 
		recomendados por el clero católico, en todas partes se observa el 
		reflejo de una nueva teología que no tiene en cuenta a la autoridad 
		romana y que parece proclive a la continua experimentación. Los viajes 
		de Juan Pablo II por Europa y América Latina solamente han servido para 
		subrayar y hacer más patente esta divergencia. En todas partes es 
		aclamado por las multitudes, pero ha rezado utilizando antiguas 
		doctrinas que han sido ya abandonadas o criticadas por los sacerdotes y 
		obispos que son sus anfitriones.      
		En casa, en la burocracia del Vaticano, Juan Pablo 
		se enfrenta a los empleados que, en situaciones normales, tenían 
		asegurado su puesto de trabajo durante diez o veinte años antes de 
		jubilarse. Fueron contratados por Pablo VI. No tienen simpatía alguna 
		por el nuevo Papa y sus ideas, además de que comparten las creencias que 
		se establecieron en la Iglesia durante el papado de Pablo VI. Juan Pablo 
		II no puede controlar ni siquiera su propia burocracia vaticana. Esta es 
		la institución católica romana cuya estructura jerárquica defiende Juan 
		Pablo.      
		Bajo esta dividida y fracturada institución, está 
		todo un mundo laico con fuerzas disonantes animando a la población a 
		pensar que la nueva civilización está basada únicamente en la ciencia y 
		en la tecnología. La antigua civilización que la Iglesia creó ha muerto; 
		no hay probabilidad de que esta Iglesia pueda florecer en esta era 
		tecnológica, cuyos efectos más importantes están empezando a herir a la 
		Iglesia de Roma donde más le duele al Catolicismo.      
		Por todo el mundo, hombres y mujeres están 
		aceptando los nuevos avances como lo más normal y natural: aborto, 
		contracepción, divorcio, libertad de conciencia en materias religiosas, 
		educación laica, homosexualidad, todo aparece ya como obvio. El futuro 
		inmediato promete cosas como la ingeniería genética y la  eutanasia y, 
		al menos en Estados Unidos y Holanda, se puede predecir con certeza que, 
		durante el papado de Juan Pablo II, aparecerán sacerdotes femeninos y 
		casados que impartirán doctrina sin tener en cuenta a Juan Pablo y su 
		Vaticano. No hay posibilidad de que Wojtyla pueda detener estos avances. 
		Una ojeada a la actitud de los obispos de Irlanda, Inglaterra y los 
		Estados Unidos, por ejemplo, lleva a la conclusión de que ellos ven 
		estos hechos como inevitables y que están intentando acomodarse a la 
		nueva situación. Por el momento estos obispos no están en contradicción 
		con el “Romanismo” tradicional de Juan Pablo II, pero no hay duda de que 
		se están preparando para lo que venga. En una palabra: quieren 
		sobrevivir.      
		Para recuperar la situación a su estado tradicional 
		anterior, elegir obispos y profesores de seminario que compartan sus 
		ideas, reemplazar a los burócratas medios en los ministerios del 
		Vaticano, obtener una generación de sacerdotes con ideas 
		tradicionalistas, retirar a los que no comparten estas ideas, etc. todo 
		esto llevará más que la vida entera de Juan Pablo, suponiendo que 
		pudiera efectuar estos cambios...      
		De hecho, la visión de Juan Pablo II, aunque se 
		estremezca al considerarla, es que en diez o veinte años más la 
		religión, como él la entiende, dejará de tener influencia y efecto en 
		los asuntos públicos. Todo su intento de restablecer la jerarquía 
		tradicional responde solamente a sus convicciones, no a su 
		razonamiento.      
		Separada de su influencia política y poder 
		financiero, la iglesia que quedará será una autoridad espiritual la 
		cual, por supuesto, es todo lo que su fundador prometió. Desde hace 
		mucho tiempo, Wojtyla y todos lo saben, que los cristianos ya no se 
		basan en una autoridad exclusivamente espiritual. De hecho, desde los 
		tiempos de Silvestre I. Desde entonces, la historia del Cristianismo 
		demuestra que su mensaje espiritual ha sido siempre distorsionado por la 
		espada dorada que enarbola la Iglesia. Esto es cierto, incluso en épocas 
		de reformas. El esfuerzo de Lutero, por ejemplo, en el siglo XVI, se 
		basaba en medios políticos y militares. En casos como este, los papas 
		comprendieron que la mejor forma de avanzar era retroceder. Hace 
		muchísimo tiempo que la humanidad no ve un ejercicio de pura 
		espiritualidad aunque, si lo vieran, tampoco lo podrían reconocer como 
		tal, sobre todo los Católicos Romanos. Las manifestaciones espirituales 
		públicas del siglo XX han sido básicamente sociológicas, como los 
		aumentos de fanatismo islámico, las teorías de “volver a nacer” 
		(reencarnación, etc.), las agitaciones públicas de organizaciones “por 
		la vida” o el judaísmo americano, los mormones, la Conferencia del 
		Liderazgo Cristiano del Sur o las repelentes sectas con su exclusivismo 
		hacia otras razas (Guayana, etc.).      
		Lo que pueda aparecer de espiritual en esos 
		movimientos, es rápidamente adulterado y utilizado por fuerzas y poderes 
		políticos. El resultado directo de todo esto es el miedo genuino que los 
		grupos religiosos generan en la población, porque suelen estar en contra 
		del proceso civil y político.      
		La posición enfrentada de Juan Pablo II y la gran 
		mayoría de sus obispos, así como la existente entre intelectuales y 
		teólogos de su Iglesia, surge de una diferencia fundamental de 
		planteamiento. Durante mucho tiempo  fue aceptable, para los oponentes 
		de este Papa, considerar como positivas las nuevas “creaciones” e ideas 
		nacientes de la tecnología científica actual. Ellos intentaron 
		actualizar a los cristianos (y más expresamente a los católicos) 
		modificando las materias que se enseñaban, para hacerlas más acordes con 
		los tiempos de hoy, aunque se apartaran de las tradiciones seculares 
		puras. No han considerado la posibilidad de que el Cristianismo y, por 
		supuesto, el Catolicismo, tuvieran su propia forma de pensar y 
		comportarse con respecto a la humanidad y el mundo.      
		Wojtyla, como pensador y como Papa, mantiene una 
		postura muy diferente. Buscar la “iluminación” religiosa partiendo de 
		fuentes seglares es, para él, atrapar al hombre en este universo 
		material. Desde su punto de vista, el hombre fue creado por Dios para 
		ser dueño del mundo material, no para estar sujeto a él. La humanidad 
		debe tener una escala de valores, una espiritualidad, que trascienda el 
		universo material.      
		Así pues, Wojtyla condena a un Hans Küng por 
		sujetar la revelación cristiana a la antropología y a la sicología 
		contemporáneas; a un Raymond Brown por sujetar los Evangelios a los 
		descubrimientos lingüísticos y arqueológicos; a los defensores del 
		control de la natalidad, de la homosexualidad y de las tolerancias 
		sexuales, por sujetar a hombres y mujeres a valores de utilidad 
		material; a cualquier Marxismo por sujetar a la humanidad a valores 
		exclusivamente materiales y económicos; a cualquier forma de Capitalismo 
		por sujetar a la humanidad a imperiosas demandas de mercado, de 
		producción, de consumo, de acumulación de riqueza.      
		Wojtyla insiste en que la enseñanza Católica 
		tradicional tiene suficiente estructura ética y contenido propio, de las 
		que emerge la respuesta a los reproches del Ayatollah Jomeini. En esa 
		respuesta residen los comentarios que se pueden hacer sobre la pasada 
		carrera de la Iglesia de Roma en el terreno político.      
		No hay nada que objetar a que exista un 
		Cristianismo involucrado en política y en campos sociales, siempre y 
		cuando que esto sea en términos puramente religiosos y de que no se 
		convierta en una ideología laica. De un plumazo Wojtyla niega cualquier 
		validez a los “teólogos de la liberación” que han adoptado en teoría y 
		en la práctica el “socialismo democrático”, también a los obispos que 
		forman parte de juntas capitalistas, a los intelectuales que buscan 
		explicar la revelación Cristiana en ciencias seglares y laicas, así como 
		a los teóricos éticos que desean “modernizar” la moralidad Cristiana 
		para acomodarla a “la liberación sexual” de estas décadas. Juan Pablo, 
		además, enjuicia duramente (aunque en silencio) a muchos de sus 
		predecesores en la silla de Pedro. Aquellos también estaban inmersos en 
		asuntos terrenales en su conducta y el gobierno de la Iglesia. Él no lo 
		olvida.      
		Estos puntos de vista ponen a Wojtyla en colisión 
		directa con las opiniones y creencias de la mayoría de los componentes 
		de su Iglesia. También explicarían lo vertiginoso de sus viajes. A toda 
		costa intenta llegar a la mente de todas las burocracias clericales y a 
		las mentalidades congeladas de muchos intelectuales, por todo el mundo, 
		Cristianos y no Cristianos. Su mensaje es muy claro.     
		Hemos ido demasiado lejos por el camino del 
		conformismo y adaptación a los valores seglares, dice, no hay ya razones 
		obvias ni apremiantes para que los hombres y las mujeres de nuestro 
		mundo puedan reconocer en la Iglesia la apariencia ni la actividad ni 
		signo alguno que indique que ésta representa el camino de la salvación 
		de Jesucristo y la divinidad de Dios, que siguen siendo las enseñanzas 
		esenciales para la humanidad de estos días y de todos los tiempos. 
		Ejemplos importantes, pero unitarios, son la entrega de la Madre Teresa 
		de Calcuta, la labor humanitaria de algunos servicios de la Iglesia, la 
		escolarización y los aportes científicos de miembros solitarios de la 
		Iglesia, todos ellos reconocidos, admitidos y aclamados por una 
		humanidad agradecida. Ninguno de ellos se toman como signo de lo 
		sobrenatural, sino como meros Cristianos que intentan aliviar las 
		miserias humanas. Nada, realmente nada sustancial, del núcleo de las 
		enseñanzas de la Iglesia Romana sobre moralidad o creencias es aceptado 
		por las masas de nuestros contemporáneos.      
		Tal y como están las cosas hoy, ni siquiera la 
		posible aparición de algún signo tan impresionante como la cruz que el 
		Emperador Constantino creyó ver en la puesta de sol de la víspera de una 
		batalla decisiva, hace unos 1.600 años, funcionaría como truco válido. 
		La humanidad actual no parece interesada, solamente atemorizada quizá, 
		llena de dudas que no llevan a la inspiración. En estas condiciones, 
		nada apunta a la Iglesia Romana como la institución que enseña el único 
		camino de salvación para la raza humana. Dejando aparte a individuos 
		aislados y a pequeñas comunidades, una persona no creyente es imposible 
		que vea mensaje alguno acerca del valor del sacrificio Cristiano, del 
		principio cristiano de pobreza ni del compromiso de la fe Cristiana con 
		la humanidad. De hecho, una gran mayoría de los humanos de hoy 
		describiría al clero Católico que conocen como hombres de carrera que 
		viven más o menos como el resto, actuando aproximadamente con los mismos 
		principios de los demás, inmersos en las mismas confusiones, 
		impresionados por los mismos peligros actuales, tan desamparados como el 
		resto de la humanidad.      
		Esto aparece mucho más claro si fijamos nuestra 
		atención en el impresionante número de Católicos Romanos (clero y 
		seglares) que trabajan en el Tercer Mundo y en ghettos urbanos, 
		conviviendo con los habitantes locales. Es de notar que sus 
		contribuciones en nada difieren de las que aportan sus contemporáneos no 
		creyentes. Clínicas dentales, leche en polvo, métodos de granja, 
		cooperativas, escuelas técnicas, conducciones de agua potable, ropa, 
		asistencia médica, educación política, sindicalismos, todos estos campos 
		y muchos más son sumamente normales tanto para la Iglesia actual como 
		para los no creyentes. En nada se distingue a ateos, Católicos, 
		Cristianos, en cuanto al tipo de ayuda que se entrega a los oprimidos, 
		los míseros, los pobres. Por el contrario, en muchas áreas, los 
		trabajadores Católicos se identifican a sí mismos con causas populares, 
		con “socialismo democrático”, con Comunismo, incluso con las acciones 
		armadas de guerrillas y revoluciones. El mensaje es que no se puede 
		acometer misión espiritual alguna hasta que se recupere el nivel 
		material de dignidad humana. Más y más altos miembros de la Iglesia se 
		vuelven cada día contra el Capitalismo. “Las prácticas de 
		corporaciones multinacionales traen el hambre y la miseria al pueblo de 
		este continente (África) y al resto del Tercer Mundo”, dijo el 
		Cardenal Pablo Zoungrana, arzobispo de Ouagadougou, Alto Volta, el 7 de 
		octubre de 1980.      
		Puede que sea así. La conclusión a la que llegan 
		muchos de los cristianos actuales es que obispos, teólogos e 
		intelectuales de la Iglesia Católica Romana no tienen respuestas 
		cristianas ni específicamente religiosas para las cuestiones que 
		torturan al mundo actual; cuando la Iglesia intervino en el pasado en 
		asuntos políticos y sociales, aportó solamente soluciones laicas; y hoy, 
		habiendo perdido la mayor parte de su poder en cuestiones materiales, 
		una buena parte de sus miembros se está haciendo adicto a alguna forma 
		de socialismo, mientras que el Vaticano y sus patrocinadores promueven 
		causas capitalistas y declaradamente de derechas.      
		Lo más cruel en la vida del papa Juan Pablo II es 
		que, con toda probabilidad, no tendrá tiempo de formular las adecuadas 
		respuestas a la cuestión más candente: ¿Cuál es el papel de la 
		Iglesia Romana en los asuntos políticos y sociales? No tendrá tiempo 
		por dos razones: la condición en que se encontró la Iglesia, esa 
		institución que él se creía elegido por la divinidad para su gobierno, 
		además de la vorágine de circunstancias y hechos que traen consigo los 
		últimos años, que reclaman soluciones inmediatas, sin posibilidad de 
		reflexión y a una velocidad que no le permite, simultáneamente, la 
		reordenación de su institución.      
		En menos de los primeros tres años de su papado, 
		Juan Pablo ha colocado al Vaticano, su administración y a sí mismo, en 
		una nueva dimensión siendo ambos el objetivo primordial de aquellos que 
		pretenden la destrucción de las instituciones políticas y religiosas 
		vitales para la supervivencia del modo de vida del mundo occidental. En 
		este contexto, no hablamos necesariamente de organizaciones terroristas 
		o revolucionarias que se adjudican la autoría de atentados y acciones 
		destructivas en las últimas décadas. El antecesor de Juan Pablo, Pablo 
		VI, movió al Vaticano y a la Iglesia Romana en la dirección inversa, es 
		decir, haciendo estos elementos lo más aceptables posible para el orden 
		mundial que encontró, pues lo creía inevitable. Juan Pablo II no lo cree 
		así, así que trabaja para deshacer el dudoso avance del papa Pablo VI.      
		Juan Pablo está influido por estos hechos tanto 
		como por la fuerza de su propia personalidad. Comenzando en noviembre de 
		1978, pocos días después de su proclamación como Papa, provocó 
		reacciones de respeto, incluso admiración, en los representantes de los 
		gobiernos que fueron enviados para entrevistarle, así como en los 
		miembros principales de los gobiernos que le visitaron. Las nuevas 
		instrucciones que fueron enviados en las 78 misiones diplomáticas 
		papales por todo el globo, también produjeron las mismas reacciones. Por 
		primera vez en unos veinte años, surgió la convicción en oficinas 
		gubernamentales y en cancillerías diplomáticas por todo el mundo de que 
		el Vaticano estaba ahora gobernado por un hombre de Iglesia que tenía la 
		capacidad diplomática de Pío XII, el atractivo público de Juan XXIII, 
		además de otras cualidades personales que fuerzan, a aquellos con los 
		que entra en contacto, a revisar sus prejuicios acerca del papel de la 
		Iglesia oficial y su Vaticano en las crisis de los años ochenta. Los 
		juicios y opiniones de Juan Pablo dieron la vuelta al mundo de 
		cancillería en cancillería. Tras una visita oficial del soviético Andrei 
		Gromyko, en diciembre de 1978, Juan Pablo fue preguntado sobre cómo 
		compararía al diplomático ruso con otros colegas suyos que hubiera 
		conocido antes. “Gromyko”, respondió utilizando una popular 
		expresión polaca, “es el único caballo que se apoya sobre las cuatro 
		patas”.      
		Dentro de las ramificaciones de las relaciones 
		internacionales y de las comunicaciones entre gobiernos, este prestigio 
		personal conseguido por un estadista es en sí mismo una fuerza poderosa 
		y decisiva. Por todo esto, las actitudes, las convicciones y las 
		intenciones de tal estadista deben y han de ser tenidas en cuenta, 
		además de que modificarán necesariamente (o al menos afectarán en alguna 
		medida) la conducta de los gobiernos laicos. En este corto periodo de 
		tiempo, Juan Pablo II y su administración Vaticana han pasado a ser 
		vistas como uno de los pilares importantes del mundo occidental y una de 
		las instituciones necesarias para su propia supervivencia.      
		El éxito de sus viajes papales, medido por medio de 
		las reacciones del pueblo llano allá donde ha llegado, no hace más que 
		afirmar su prestigio y su profunda influencia en las mentes y corazones 
		de sus contemporáneos. De hecho, él es el único líder mundial que puede 
		viajar a cualquier continente y provocar reacciones emocionales tanto en 
		Cristianos como en no Cristianos.      
		Su papel y su conducta en la crisis polaca de 
		finales de 1980 y principios de 1981 pertenecen a un caso particular. La 
		historia “real” de aquellos acontecimientos todavía está por escribir. 
		Desde el principio, Juan Pablo supo lo que ocurría: la carencia de 
		alimentos básicos estaba deliberadamente provocada; la Unión Soviética 
		nunca enviaría tropas atravesando la frontera de Polonia hasta que 
		hubiera estacionado en ella suficiente número de hombres y materiales 
		que pudieran controlar cualquier reacción popular o política; también 
		sabía que cualquier crisis en Polonia estaría iniciada desde el partido 
		Marxista de la propia Polonia.      
		Ya en noviembre y diciembre de 1980, cuando la 
		gente que estaba en contacto con el Departamento de Estado de los 
		Estados Unidos y las agencias europeas y norteamericanas extendía la 
		noticia de que una invasión rusa era inminente, Juan Pablo sabía que 
		dicha invasión era un hecho improbable. También sabía que un conflicto 
		entre Polonia la Unión Soviética favorecería, a corto plazo, a los 
		intereses occidentales. Para él estaba claro que la ascensión de 
		Solidaridad, la organización de trabajadores encabezada por Lech Walesa, 
		se hizo posible gracias a la habilidad y las intenciones del “Komitet 
		Obrony Robotnikow, más conocido en el Oeste como KOR, el Comité de 
		Defensa de los Trabajadores, de inspiración Trotskista, liderado por el 
		polaco Adam Michnick, un miembro devoto del Partido Comunista Polaco.      
		El sueño de Michnick y su KOR era forjar una 
		alianza entre la izquierda polaca y la Iglesia Católica de Polonia, 
		provocar una invasión Soviética o una entrada militar en el país, 
		consiguiendo así un desmembramiento de la Iglesia Católica en Polonia.      
		Que los Soviéticos no se asustaran ante las semanas 
		iniciales de la “crisis”. Que las maquinaciones del KOR, escondido tras 
		la fachada de Solidaridad fueran condenadas públicamente por la 
		jerarquía de la Iglesia Católica Polaca. Que los gobiernos occidentales 
		fueran informados de la decisión de Juan Pablo II de denunciar en 
		público a los que tenían interés en promover el conflicto 
		Polaco-Soviético. Que no se derramara sangre en Polonia.     
		Estos y algunos otros fueron los logros de Juan 
		Pablo durante los primeros meses de 1981.      
		Pero estos esfuerzos y su papel en estos hechos, 
		dejando aparte el perjuicio que provocó en los que esperaban 
		enriquecerse con la crisis polaca, también perjudicó a una estrategia 
		muy bien planeada para una revolución social. Así pues, en la primavera 
		de 1981, como persona, se convirtió en un elemento indeseable en la vida 
		internacional. Hay que añadir a sus acciones durante la “crisis” polaca, 
		su firmeza ante el terrorismo vasco (ETA) en España, el IRA en Irlanda 
		del Norte, el lenguaje categórico que utilizó al responder al PLO y las 
		decisiones administrativas hacia aquellos sacerdotes, monjas y obispos 
		en América Latina cuyas simpatías Marxistas y revolucionarias ya no 
		podían ser excusadas.      
		Así que el primer intento de eliminarle por medio 
		de un asesinato público en mayo de 1981 por el turco Mehmet Ali Agca, un 
		asesino profesional empleado para este propósito por unos desconocidos, 
		fue impactante (uno de los propósitos de este acto era el de 
		desmoralizar, como lo fue el asesinato de J.F. Kennedy) pero fue 
		totalmente predecible, inevitable, como lo fueron los intentos 
		sucesivos. Para aquellos que pretenden deshacer el equilibrio y la paz 
		en España, Irlanda, Italia, América Latina, Medio Oriente y cualquier 
		otro lugar, molestan las advertencias de Juan Pablo II, su prestigio 
		personal y la influencia de su Vaticano y su Iglesia contra el intento 
		de fuerzas privilegiadas de deshacer las instituciones vitales del mundo 
		occidental que lo hacen posible en estos días.      
		Pero los logros de Juan Pablo en actualizar su 
		Iglesia, a la velocidad que cambia la situación internacional, teniendo 
		en cuenta el intento de acabar con su vida, se ven reducidos ante el 
		dilema en el que el Papa y su Institución están prisioneros. Por el 
		momento, como líder espiritual, no presenta una amenaza importante para 
		los que atentaron contra su vida. El Dalai Lama, el Arzobispo de 
		Canterbury o Bill Graham tendrían un destino similar. Aunque ellos no se 
		preocupen como lo hace Juan Pablo.      
		Por los datos que tenemos a nuestra disposición, la 
		influencia de este Papa y su Vaticano supera a la de la mayoría de los 
		poderes de la clase media de nuestro mundo (digamos Francia, Alemania o 
		Brasil), y modifica, unas veces complacientemente y otras con disgusto, 
		las conductas de las dos grandes potencias. Incluso el innatamente 
		hostil Politburo Comunista de Peking empieza a sentir su influencia y la 
		necesidad de entrar en contacto con él. En este contexto de poder, es 
		importante subrayar la sólida posición de Juan Pablo II y su Vaticano 
		como importante miembro de la comunidad de los financieros 
		internacionales. Los movimientos que influyen en la aparición de guerras 
		están construidos con dinero, así como los que intentan conseguir la paz 
		posterior. Cualquier poder que esté en alto grado relacionado con los 
		mercados internacionales queda, inevitablemente, arrastrado a este tipo 
		de diplomacia económica. En principio es cierto que la responsabilidad 
		final de las instrucciones sobre la influencia financiera del Vaticano, 
		está basada en la firma de Juan Pablo y su bendición papal. Pero como 
		hay tantos asuntos que atender en el Vaticano, el control preciso de 
		esta institución y sus financias no está siempre ejercido por el papa.      
		Cierto que el Vaticano de Juan Pablo II ya no posee 
		todas las tierras y propiedades, los estados papales que se extendían 
		por toda Italia. Estos y su gobierno central en el Palacio Quirinal de 
		Roma fueron expropiados en 1870. Los ejércitos, flota, arsenales, 
		fortalezas, artillería y fuerza policial que el Vaticano poseía hace 110 
		años han desaparecido. Ya no tiene alianzas ofensivas y defensivas con 
		gobierno alguno. Ni gobernante que hoy tenga autoridad que dependa de 
		los acuerdos con el papado, como era normal en los gobernantes de Europa 
		no hace mucho tiempo.      
		Pero, en términos de estado papal o pertenencias, 
		el Vaticano tiene por todo el mundo más de lo tuvo jamás. Su liquidez 
		económica y sus inversiones han sobrepasado en mucho cualquier suma que, 
		proporcionalmente, tuviera nunca el papado clásico. Al principio de los 
		años ochenta (a la publicación de este libro) el Vaticano tiene un papa 
		que sabe cómo utilizar el poder material de su Institución, así como la 
		intangible, pero no menos poderosa influencia religiosa y poder 
		espiritual. Karol Wojtyla, como Papa Juan Pablo II, parece haber nacido 
		para esta misión. Se sienta en el pináculo de su doble poder, espiritual 
		y material, y ha aprendido cómo utilizarlos para obtener y mantener su 
		posición de influencia privilegiada en el mayor centro de poder del 
		mundo.      
		Pero él y su Vaticano e Iglesia están aprisionados 
		en el dilema que, como ocurrió una y otra vez con papas anteriores, está 
		destinado a provocar una disminución de la “estatura” espiritual de Papa 
		e Iglesia. Sus mayores males surgen de la influencia privilegiada que se 
		basa en sus poderes material y espiritual. Porque, en cuanto a su 
		influencia en lo material, al menos algunas de sus acciones han sido, 
		necesariamente, políticas y por lo tanto representan un compromiso de lo 
		espiritual con el ejercicio de actividad política.      
		Algunas de las acciones de Juan Pablo II en esta 
		categoría: su papel en la “crisis” polaca; el envío del secretario papal 
		Magee a visitar a Bobby Sands, activista del IRA en huelga de hambre, 
		seguida inmediatamente de la visita a las autoridades británicas en el 
		Ulster; su advertencia al primer ministro español, Adolfo Suárez, de 
		que, si su proyecto sobre el aborto se convertía en ley, se suspendería 
		su visita a España (la renuncia de Suárez en enero de 1981 fue 
		parcialmente causada por la actitud del Papa); su disposición a mediar 
		en el conflicto del Canal Beagle entre Chile y Argentina (al menos se 
		impidió un derramamiento de sangre); su firme actitud frente a lo que se 
		consideró políticamente inaceptable por los gobiernos de Francia y 
		Méjico como condición necesaria para su visita a estas naciones; incluso 
		su encuentro con el muy progresista y teológicamente “liberacionista” 
		Don Gerardo Majela Reis, arzobispo de Diamantina en el Brasil central. 
		¿Había otra salida para Juan Pablo, que declarar, como su conciencia le 
		dictaba, durante el odiado debate sobre el aborto en Italia en 1981, que 
		declarar que “toda legislación favorable al aborto es una muy grave 
		ofensa a los derechos humanos y a los mandamientos divinos”?. Los 
		legisladores Italianos, el Partido Democristiano, así como los votantes 
		italianos, tuvieron que verse influidos por su voz, puesto que estaban 
		en lo que fue, formalmente, un acto político.      
		Los hechos actuales, la vida de hoy, han colocado a 
		Juan Pablo II en una posición en la que no puede ejercer su autoridad 
		espiritual ni llevar a cabo su misión papal sin, automáticamente, pasar 
		al plano de los asuntos civiles, de la política nacional o 
		internacional, o de los intereses financieros. La rueda ha dado una 
		vuelta completa. Los peligros que ensombrecieron a los papas anteriores 
		en el ejercicio de su oficio supremo, ahora son la base de Juan Pablo. 
		La clase de  mundo que habita es la fuente de sus dificultades. Lo 
		diferente de esta situación es que el mundo ya no reclama territorios, 
		sino recursos naturales; sin dogmas religiosos. En su lugar, este mundo 
		se convertirá en una especie de comunidad humana envuelta en sus 
		circunstancias. El mundo de Juan Pablo está polarizado entre dos 
		sistemas económicos contendientes, comunista y capitalista, basado en 
		dos ideologías excluyentes, Capitalismo y Marxismo, ambos poderosos y 
		muy fuertemente armados. La organización de su Iglesia se rompe. Sus 
		obispos, sacerdotes y creyentes en todo el mundo están polarizados del 
		mismo modo. La mitad de los aproximadamente 740 millones de Católicos 
		pertenecen a una de las dos ideologías.      
		Juan Pablo, por lo tanto, es y no puede ser otra 
		cosa que un Papa de transición, un Papa apresado entre el final de una 
		era y los inicios de otra. No pertenece a ninguna de ellas. No puede 
		cambiar la era que termina. No encajaría en la que viene. Debe 
		mantenerse y presidir el declive y la caída de su organización 
		eclesiástica, intentando que las doctrinas básicas de su fe se trasladen 
		intactas a la nueva era en la que la sociedad humana de cualquier parte 
		de la tierra no será comunista ni capitalista, inmersa en un sistema de 
		gobierno no inspirado en ideología ni filosofía alguna, sino organizado 
		en base a una tecnología universal.      
		Juan Pablo II no tiene opción real y la pierde de 
		día en día: no puede dar respaldo al Comunismo Marxista; cuando actúa 
		políticamente, debe optar por un capitalismo modificado como medida 
		provisional, sabiendo que no puede tampoco reformar ese Capitalismo en 
		su raíz, que no puede detener la lenta caída de esta tendencia política, 
		sabiendo también que en el largo camino que queda por delante, deberá 
		oponerse al consumismo capitalista que sujeta a hombres y mujeres a 
		valores puramente materialistas. Sea por causas naturales o por la bala 
		de algún asesino comprado, dejará algún día la escena humana cuando los 
		asuntos humanos (intereses cívicos de pequeñas ciudades así como los 
		temas nacionales de las grandes comunidades) se deciden en las gradas de 
		supranacionales burocracias cuidadosamente guiadas, en sus órbitas 
		alrededor de este universo humano, por un palco más alto lleno de 
		directores e intereses.      
		Dentro de su corto recorrido por la vida, puede 
		solamente seguir recordando, a sus seguidores y contemporáneos, lo que 
		escribió a los obispos brasileños el 10 de diciembre de 1980:      
		“Tenemos una misión esencialmente religiosa que 
		no tiene como primer objetivo la construcción de un mundo material 
		mejor, sino de un reino que empieza aquí y será totalmente realizado en 
		el Cielo …”.      
		La tensión en la actitud de Wojtyla aparece porque 
		está compitiendo, no contra el tiempo en sí, sino contra la 
		profundización de determinadas ideologías en los asuntos humanos, a las 
		que gobiernos asustados, con la connivencia pasiva de sus pueblos, están 
		entregándose en una política de supervivencia basada en la posesión de 
		tecnología, al mismo tiempo que la sociedad humana de todo el mundo se 
		transforma hacia un sistema mundial estructurado jerárquicamente. Este 
		desterrará al Cristianismo actual (y a cualquier religión) de todos los 
		círculos de poder y de influencia sobre la conducta humana. Juan Pablo 
		no espera vivir lo suficiente para ver estos cambios ni llegar a ver 
		cómo la oscuridad envuelve las vidas diarias de hombres y mujeres. Pero 
		espera que surja una brisa fresca entre los hombres a favor de una 
		autoridad moral y espiritual, en la larga noche presente. Él entrevé un 
		mundo en el que la superficie está congelada con las frías losas del 
		nacimiento por decreto, vida por computador, felicidad electrónica, 
		conducta condicionada y muerte de acuerdo con ciertas tablas. Nos 
		recuerda, en contra de este futuro propio de Orwell, las bases más 
		antiguas de la memoria Cristiana Romana: Se os dará lo que deis, se 
		perdonará lo que perdonéis, morirás porque has nacido para la vida 
		eterna. “Si no estoy preparado para morir, lo vale la pena vivir”, 
		dice repetidamente.      
		Juan Pablo y su Iglesia ha alcanzado la misma 
		encrucijada que el resto de la humanidad de hoy. Nadie, ni él ni nadie, 
		puede predecir con exactitud qué camino de esta encrucijada eligirá la 
		familia de naciones. Pero él no necesita saber tanto. Pero él y su 
		Iglesia debe continuar recordando a todos aquellas palabras de despedida 
		de Cristo la noche anterior a su muerte, cuando señaló las dos 
		condiciones necesarias para el éxito … “si me amas obedecerás mis 
		mandamientos … y no te dejaré sin protección … mi Padre y yo te daremos 
		el espíritu de la vida … estará permanentemente a tu lado … estará 
		siempre contigo … porque estoy vivo, y tú también lo estarás”. La 
		continuidad de la Iglesia de Juan Pablo II depende, final y únicamente, 
		en esa obediencia y esa fe. Todo lo demás, desde el punto de vista de la 
		religión, no importa en absoluto. 
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