De los harapos a la riqueza (1)


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Ponciano, el que esperaba a Jesús

 Si se desea saber cómo era la iglesia de Jesús entonces (y podría volver a ser) y lo que ocupaba toda la atención de los sucesores de Pedro, echemos una ojeada sobre un hombre llamado Ponciano. 

Doscientos años después de que Jesús presentara su iglesia y nombrara a Pedro su líder, los cristianos de Roma esperaban y creían en que Jesús reaparecería, triunfaría sobre sus enemigos y les bendeciría con la felicidad eterna. Creyeron firmemente en este triunfo y su bendición, y lo consideraron como una deuda pendiente. 

Porque Pedro les había dicho: “El fin del mundo está cerca ... preparad vuestras almas para el momento en que Jesús regrese”. También recordaban que Pedro, a punto de morir, había designado a un esclavo, Linus, como su sucesor y les expuso: “Seréis recordados por lo que yo os he enseñado”. Y cuando Linus iba a morir señaló a un hombre llamado Cletus con el consentimiento de todo el grupo de Cristianos. Así continuó la historia. Hubo siempre un hombre encargado de continuar el trabajo de Pedro, denominándose “papa”: abreviatura de “pater patruum”, padre de padres o padre principal

En algún momento de la historia, entre el sucesor de Clemente (Evaristo) y un papa llamado Higinio (el octavo sucesor de Pedro), el grupo de cristianos romanos al completo eligió al sucesor, probablemente porque el actual líder o papa habría sido encarcelado o asesinado sin previo aviso. Cuando esto ocurrió (era la primera vez que no estaba presente el papa en funciones) y ocurrió posteriormente muchas veces; los cristianos hicieron lo mismo que los primeros seguidores de Jesús hicieron cuando Judas Iscariote les abandonó: se reunieron, rezaron un poco y votaron para reemplazar al suicida, aceptando la elección como decisión de Jesús, porque Él les había dicho a través de Pedro: “Lo que ates en la tierra será atado en el Cielo”. De modo que el proceso de elección para el grupo de cristianos romanos fue igualmente simple, con solamente dos condiciones: solamente ciudadanos romanos (hombres y mujeres) podrían votar y el elegido debería ser, así mismo, ciudadano de Roma. Este proceso electivo se mantuvo durante los primeros siglos, cuando un papa moría sin designar sucesor. 

Cuando se elegía un nuevo sucesor de Pedro, por designación directa o por elección, se hacía saber al resto de cristianos, bien por cartas o de viva voz: “Clemente ha muerto. Evaristo es nuestra elección” ... “Sixto ha muerto. Telesforo es nuestra elección”. Las otras comunidades cristianas del Mediterráneo debían ser informadas, porque todos ellos miraban al grupo de Pedro como detentadores de ese poder especial que Jesús había prometido a Pedro cuando le habló, cerca de Hermon, en Tierra Santa. Su esperanza y fe se apoyaban en ese poder. No tenían ningún otro poder a su alcance. De este modo, en el año 230, el mensaje fue: “Urbano ha muerto. Ponciano es nuestra elección”. 

Desde el principio, Ponciano tenía las manos llenas. Personalmente, por supuesto, como cristiano su apariencia fue de desolación. En cualquier momento del día o la noche, podía instantáneamente ser asesinado. La ley de Roma autorizaba esto. O también podía ser arrestado, encarcelado y muerto en prisión o lanzado a la arena del estadio de Roma para ser comido por animales salvajes, para delicia de 80.000 fans gritando o también ser enviado (para siempre) a trabajar en alguna lejana mina romana en algún punto del Mediterráneo. Pero, quitando algún corto periodo, su vida había sido así ya, pues nació en el seno de una familia de esclavos. Entrenado como secretario escribiente, obtenida la libertad gracias a un amo generoso, convertido al Cristianismo cuando era adolescente, ordenado sacerdote a los veinte años, trabajó bajo 4 papas (Víctor, Zefrino, Calixto y Urbano), vio a cada uno de ellos ser cortado en pedazos hasta morir. Sí. La mayor preocupación de Ponciano no era la posibilidad permanente de muerte repentina y violenta, sino otro cristiano llamado Hipólito.

Los dos hombres no podían ser más diferentes. Ponciano era alto, grueso, lento, seguro, prudente, no muy bien educado, poco imaginativo, pero con toda certeza un cristiano convencido y compasivo con sus semejantes y, como la mayoría de los hombres píos, de una voluntad obstinada e indestructible. Hipólito, tres años mayor que Ponciano, era un griego nacido en Alejandría (Egipto) educado en Atenas y Roma, de pequeña estatura, fiero y combativo en sus maneras, con una gran imaginación y una mente sutil, muy leído, políglota, con poca comprensión para los débiles o los menos favorecidos, y movido por una profunda convicción de su misión. Ponciano estaba hecho por la naturaleza para aparecer como sospechoso ante un hombre como Hipólito. El conflicto entre ellos era casi inevitable. Cuando tuvo lugar, nos recuerda mucho al conflicto entre el papa Pablo VI y el Arzobispo tradicionalista francés Marcel Lefevbre en el siglo XX, quien denunció a Pablo como corrupto e indigno, pues la Roma del tiempo de Ponciano era tan sospechosa como la Roma de Pablo VI de nuestros días.

En los tiempos de Ponciano, el viejo mundo Romano se moría y también el ideal de la “Pax Romana”, creada por la aplicación universal de la ley de Roma. Pablo VI fue uno de los primeros en señalar que para las fechas del final del siglo XX o siguientes se vería la desaparición del monolítico mundo del Catolicismo Romano cuando sus sólidas amarras dentro de la Europa occidental y capitalista fueran cortadas. El mundo romano de Ponciano, al igual que el mundo Católico Romano de final del siglo XX, moría en una confusión de credos nuevos, mesías recién fabricados, exóticos deseos, crisis económica, disturbios ciudadanos y revoluciones políticas, y un maremagnum de teorías conflictivas y nuevas alternativas para los Cristianos. 

Nos asombra hoy la mezcla de ideas, filosofías, locuras y movimientos liderados por extraordinarias figuras, que rodea al mundo. Pero el mundo de Ponciano y su Roma era igualmente confuso. Desde Egipto, Siria, Persia, Palestina, Mesopotamia, Grecia, Galia, Inglaterra, Alemania y África (desde todas las colonias de Roma y más allá) llegaban continuamente busca-fortunas, astutos, astrólogos exóticos, herboristas, magos, literatos, músicos, teólogos, teósofos, médicos. Cultos públicos y secretos, nuevas doctrinas, grupos que aparecían y desaparecían cada día. 

La religión antigua romana establecida y la religión cristiana se vieron afectadas. Los antiguos dioses romanos hicieron sitio en sus panteones a nuevas figuras: Júpiter, Apolo y Hera con dioses faunos de Frigia, diosas-gatas del Nilo, seres Gnósticos, leopardos subsaharianos, demonios indios con forma de elefante, hadas y seres mágicos Celtas, dioses Germanos como aves y diosas asiáticas con cientos de brazos y piernas. La ley cívica romana fue distorsionada. Escuelas nuevas, disputas públicas, grupos de estudio, panfletos, juegos, poemas, libros, historias, sectas, lecturas, místicos, guerreros, transformaron el antiguo y sólido orden en una masa viscosa siempre fermentando, siempre en ebullición, siempre difundiéndose. 

Inflación descontrolada, precios fijos desde los gobiernos, balances desequilibrados en importación y exportación, impuestos altos, desempleo, alta criminalidad, todo ello exacerbaba las condiciones de vida. Los Cristianos del tiempo de Ponciano no pudieron escapar de ser afectados por todo esto. Estaba en el aire. 

Incluso en el pequeño cosmos de Roma, y cuando los Cristianos no sumaban más allá de 70.000 en todo el mundo, la Cristiandad fue atacada por teorías conflictivas, teólogos y mesías recientes, lo mismo que (en nuestros días) la antigua enseñanza Romana está siendo diseccionada y transformada por los “nuevos” teólogos, grupos “renovadores” y, simplemente, por los cambios de la sociedad. Igual que hoy, no parecía haber respuestas en el tiempo de Ponciano; solamente los conflictos de mentes extraordinariamente activas y personalidades carismáticas: Valentiniano, el gran predicador de conciencia cósmica, Hegisipo (el primero de los Judíos por Jesús), Marcion el ferocísimo Unitario, el cínico escolar semítico Tatiano, Justino el filósofo griego, Arístides el humanista ateniense, Tertuliano el carismático, Ireneo el polemista ... y montones más, todos disputando, rezando, despreciando y anametizando al resto, pero todos en peligro de muerte real, pues todos eran cristianos. Hans Küng, Malcom Boyd, Andrew Greeley, Billy Graham, Marcel Lefevbre, Teilhard de Chardin, todos habrían estado como en su casa en el caldo de esta olla de la antigua Cristiandad. 

Los conservadores en tiempos de Ponciano, liderados por Hipólito, fueron muy severos en cuanto a la moralidad, inamovibles en la lógica e intolerantes con cualquier oposición.

Lucharon contra cualquier cambio de pensamiento y forma de vida. Otro grupo más progresivo no vio nada malo en acercar a Jesús al elenco de dioses africanos o egipcios, trasladando las enseñanzas de los Evangelios hacia la creación de grupos sociales, de libertad sexual o de filosofías esotéricas. 

En medio de todo esto resistían papas como Ponciano y sus inmediatos antecesores Calixto, Urbano y Víctor. No permitieron desviación alguna de la creencia básica en Jesús como único salvador y en su iglesia como único medio de salvación. Pero continuamente adaptaron la iglesia y la idea de la salvación por Jesús a las cambiantes circunstancias. 

Fue en una de esas supuestas adaptaciones cuando Ponciano e Hipólito entraron en conflicto. Todo empezó antes de que Ponciano fuera elegido papa. Originalmente, cualquiera culpable de pecados como renegar de la fe, fornicación o adulterio, habría sido inmediatamente expulsado de la Iglesia, en la base de que (como Pedro había dicho) Jesús vendrá pronto y el cuerpo de la Iglesia debe mantenerse totalmente puro y limpio en espera de su regreso. Pero Calixto, como otros papas anteriores a él, decidió que estos pecados no forzaban la exclusión perpetua. Después de todo, han pasado más de 200 años; el regreso de Jesús puede no ser tan inminente como todo eso. Habría tiempo de arrepentirse. Es más, según el ejemplo propio, Jesús deseaba la salvación de todos los pecadores, incluso de los cristianos que hubieran pecado, de manera que Calixto tomó sus decisiones. 

“¡Blasfemia!”, tronó Hipólito, “¡Cuando has pecado, ya estás fuera!”

Cuando Calixto decretó la absolución para prostitutas arrepentidas y para adúlteros, Hipólito escribió sarcásticamente en un panfleto “¿Dónde va a llegar con su absolución? ¿A la puerta de los burdeles?”. Hipólito y sus seguidores estaban tan seguros de que Calixto era corrupto y estaba equivocado que declararon que no lo admitían ya como papa, eligiendo como nuevo papa ¿a quién?. Sí. Al propio Hipólito. Aparece en la historia como el primer anti-papa de una serie de hombres que, según la Iglesia, no fueron válidamente elegidos. 

La masa de Cristianos, sin embargo, acepta a Calixto y, cuando éste falleció en un altercado entre cristianos y paganos, su sucesor (Urbano I) fue arrestado rápidamente y asesinado por las autoridades romanas, Ponciano fue elegido papa. Hipólito persiguió con palabras como martillos y lenguas envenenadas a Ponciano, del mismo modo que vilipendió y atacó a Calixto. La respuesta de Ponciano habría sido, sin duda alguna, muy simple y similar a “Jesús dijo a Pedro: ‘Eres Piedra y sobre ti construiré mi Iglesia’, ¿Cómo puedes tú, Hipólito, proclamar que eres creyente y pertenecer a la Iglesia de Jesús si estás atacando a la piedra sobre la que Él la construyó?”. 

Esta agria disputa fue abruptamente interrumpida por un suceso familiar a todos los cristianos de aquellos tiempos: una persecución repentina por las autoridades romanas. El 27 de septiembre del año 235, aparece un edicto del nuevo emperador Maximino: Arrestar a todos los líderes cristianos: predicadores, sacerdotes, diáconos, escolares, obispos, ¡a todos!. Quemar sus edificios, cerrar sus cementerios, confiscar sus riquezas personales (durante periodos de tolerancia, los cristianos estaban autorizados a enterrar a su muertos en ciertos lugares especificados e, incluso, vivir en sociedad, pero no tener propiedades). 

Maximino, de Tracia, era un pastor rural sin educación que había trepado hasta arriba siendo sargento en el ejército romano. Sus motivos contra los cristianos eran múltiples. Necesitaba soldados y los cristianos se negaban a luchar junto a él. Algunos cristianos tenía importantes riquezas y él necesitaba todo cuanto pudiera obtener. Necesitaba también “cabezas de turco” porque habían asesinado al emperador anterior, Alejandro y a la madre de Alejandro  (Mamea) provocando un tremendo furor. Maximino necesitaba culpar a alguien y los cristianos estaban muy a mano. 

Ponciano fue arrestado por los guardias de Maximino en aquel 27 de septiembre del 235 y arrojado a prisión. El día siguiente, Ponciano, de 67 años abdicó a favor de un hombre llamado Antero que, automáticamente fue papa, de acuerdo con la costumbre vigente. Mientras, Hipólito, de 70 años, como antiguo y prominente cristiano, fue también arrestado el 29 de septiembre del mismo año, e inmediatamente enviado a las minas de plomo de Cerdeña. En Roma, Ponciano fue torturado durante unos 10 días, en la esperanza de que denunciara a otros líderes cristianos (cosa que no hizo) y después condenado y enviado a las mismas minas de Cerdeña, a las que llegó el 12 de octubre. Era su primer (y único) viaje por mar. Además del hambre y la sed, tuvo que sufrir por las heridas de la tortura anterior, un horrible mareo, la humillación de sus cadenas y la casi animal desesperación de sus compañeros convictos. Pero Cerdeña era su final. 

Considerando todos los hechos, el año 235 no era lo peor para que un papa y su anti-papa tuvieran, por fin, un encuentro cara a cara y una reconciliación, que la propia isla de Cerdeña. Un terreno llano con un monte en el centro de 3.000 metros. Al Norte, Nordeste y Noroeste de la montaña había tierra fértil, rica vegetación y condiciones aceptables. Pero hacia el Sudoeste de la montaña, queda un siniestro arco, de forma triangular, de ochenta kilómetros en la parte más ancha entre los golfos de Oristano y Cagliari. 

Aquí la situación es diferente. Caluroso y húmedo en verano, frío y ventoso en invierno. Sin árboles; una planicie basáltica impensable para la ganadería, pastoreo o agricultura, pero rica en minas de plomo. Es precisa y únicamente en esta área donde se permite venir a los cristianos desde Roma. De hecho, no tenían elección: las autoridades romanas los trasladaban allí como criminales condenados “in metallum” (a las minas), del mismo modo que los ingleses deportaban a sus indeseables a Australia y los franceses a su Isla del Diablo. 

Había tres clases de seres humanos en Cerdeña en aquellos momentos. Las guarniciones romanas de Caralis (actualmente Cagliari) y de Othoca (hoy Oristano) con sus familias y esclavos. También había nativos, una mezcla de Fenicios, Asiáticos, Griegos, Bereberes y Palestinos, que se escondían en las colinas y vivían para matar o ser muertos por los romanos. Y, cómo no, los prisioneros políticos y criminales sentenciados a trabajos forzados en las minas. En el lenguaje popular de Roma, decirle a alguien “vete in metallu” equivalía a nuestro “vete al infierno”. La sentencia mínima era de 10 años y muy pocos duraron tanto. Todavía menos prisioneros pudieron escapar. Ni Ponciano ni Hipólito vivieron tanto. Desde sus comienzos eran ya hombres marcados. 

Cuando Ponciano y sus convictos compañeros llegaron a Othoca una mañana temprano, fueron reunidos en la playa y llevados a marchas forzadas al área de las minas cercana al pueblo de Metalla. La tierra de alrededor era estéril, pelada, con cientos de torres de piedra, menhires, dólmenes, reliquias de culturas anteriores. Las ciudades más cercanas, Sulcis y Nápoles, estaban a 45 Km a ambos lados de Metalla. 

Aquí estaban todos: hombres y mujeres convertidos en mineros esclavos; el ojo izquierdo era reventado con una daga y la cuenca del mismo cauterizada con hierro fundido; las articulaciones del pie izquierdo eran quemadas y se les cortaba un nervio de la parte posterior de la rodilla derecha. Todos los hombres con menos de 30 años eran castrados. Así, una vez que eran marcados con su número en la frente, se les esposaba al estilo minero: se soldaban anillos de hierro alrededor de los tobillos, unidos entre sí por una cadena de 40 cm de largo, con una cadena alrededor de la cintura (los prisioneros perdían peso rápidamente, quedando este cinturón apoyado en el hueso de la cadera); esta cadena se soldaba a la que unía los tobillos, de manera que los prisioneros no pudieran nunca enderezarse del todo. De todos modos tenían que estar agachados 20 de las 24 horas del día. No se usaban candados ni cerraduras: todas las cadenas quedaban soldadas de forma permanente. 

Inmediatamente de ser marcados y encadenados, eran atados a una de las piedras, recibían una tanda de 60 latigazos, se les entregaba un pico y una pala y eran enviados a trabajar a la mina. El sistema funcionaba como estaba previsto: esa misma noche los débiles habían muerto y solamente los más fuertes sobrevivían. Unos dos tercios de los esclavos llegados no pasaban de la primera noche. 

Nunca se lavaban, cortaban el pelo o se afeitaban, no podían cortarse las uñas de las manos ni de los pies; no se les entregaba más ropa; una comida (pan y agua) al día, trabajaban en turnos de cinco horas, tenían una cantidad de material que extraer establecida por día y dormían sobre sus propios detritus. Algunos prisioneros sorprendían cuando vivían entre 5 y 14 meses, después de lo cual morían de enfermedad (artritis, tuberculosis, fallos cardiacos, eran las causas de muerte más comunes), malnutrición, debilidad, por los golpes o por infecciones de todo tipo. Otros morían a manos de otros convictos, como es natural. Otros se suicidaban (normalmente llenándose las ventanas de la nariz y la garganta con tierra, durante los descansos de una hora que tenían asignados). Otros enloquecían con miedos supersticiosos cuando sus guardias los introducían en las “casas de las brujas”, como llamaban a las cuevas donde dormían. Estas eran grutas artificiales, excavadas en la roca por antiguos sicilianos, adornados con rústicas figuras humanas por las paredes. Los guardias eran mercenarios romanos, principalmente asiáticos, que no hablaban latín, griego, arameo, gaélico, alemán ni lengua alguna del imperio de Roma. La comunicación entre amos y esclavos era solamente en una dirección y bastante violenta. Los prisioneros debilitados, locos o enfermos eran ejecutados sin piedad. Era un sistema perfecto para embrutecer y deshumanizar. La producción minera continuaba así a muy bajo coste y con buen rendimiento. 

Solamente una noche se encontraron Ponciano e Hipólito. Su primera impresión fue de gran sorpresa, pues cada uno pensaba que el otro había muerto. Esta reunión debió tener lugar entre la llegada de Ponciano en octubre y enero siguiente en que ambos fueron ajusticiados. Pero es virtualmente cierto que se encontraron, porque la reconciliación con Ponciano fue posteriormente confirmada cuando la Iglesia declaró santo a Hipólito.

Evidentemente Ponciano debió ser capaz de persuadir a Hipólito de que él, Ponciano, era el auténtico sucesor de Pedro y el único con autoridad para readmitir a Hipólito en el cristianismo oficial, le gustara o no. 

A finales de enero del 236, seguramente les llegaron rumores de que ambos iban a ser ejecutados. Los cristianos que iban llegando decían que el papa Antero había sido martirizado y enterrado en el cementerio de Calixto. A su muerte, se reunieron para elegir sucesor. Un trabajador ordinario, un hombre liberado en Ostia, llamado Fabián, estaba en Roma comprando estiércol para su señor. Entró en la reunión, como cristiano que era, y todo el mundo vio que una paloma blanca voló sobre su cabeza. Tomando esto como un signo de la voluntad del Señor, todos confirmaron a Fabián como nuevo papa. Fabián era seglar, de manera que le ordenaron sacerdote y le consagraron, enseguida, como obispo. 

Unos días después, Ponciano e Hipólito fueron ajusticiados. Debió suceder así: ambos fueron separados del grupo al que pertenecían y arrojados al suelo. Después de maltratados, un guardia les golpeó con su espada corta entre la cabeza y los hombros. El golpe se daba siempre en el lado izquierdo, contra la yugular. Los perros estuvieron encantados de tener carne fresca para comer y sangre caliente que beber. Cuando todos los esclavos estuvieran de vuelta al trabajo, se les ofrecería un entierro digno. Sus huesos, ya limpios, puestos sobre una tabla, arrojados a un pozo ciego y cubiertos de arena. 

Unos 10 días después, a principios de febrero, llegaron tres romanos con el transporte matinal. Eran hombres libres, insolentes, con la soberbia de los típicos ciudadanos romanos. Trataban a los oficiales de las minas con el mismo desdén y desprecio que unos romanos decentes tratando a sirvientes civiles exiliados a trabajar en Cerdeña. Eran cripto-cristianos que traían documentos para liberar a los esclavos Ponciano e Hipólito, que quedarían al cuidado de los portadores de dichos documentos. El sello y la firma de los papeles parecía oficial. En cualquier caso ¿a quién le importaba? Los restos fueron sacados del pozo al que fueron arrojados, lavados, envueltos en lona y cargados en el barco de la tarde. Para finales de febrero los restos de Hipólito fueron enterrados en un cementerio romano de mártires. Los de Ponciano lo fueron con los de otros papas en el cementerio de Calixto en la Via Apia. 

La vida, el pontificado y la muerte de Ponciano concluyeron (estamos seguros que así lo creyó Ponciano) en la forma tradicional de Pedro. Él había reconciliado a un individuo, Hipólito (y con él a todos sus seguidores) con la unidad cristiana. Él habría considerado esto como un ejercicio del poder espiritual y la autoridad de Pedro: prohibir, perdonar y permitir en la dimensión espiritual. Después de todo, Ponciano siempre estuvo preocupado por la unidad y la integridad de la Iglesia y la salud espiritual de sus seguidores, como responsabilidad propia y únicamente de él.

 


Toda la documentación utilizada en esta página está basada en la obra "The decline and fall of the roman church" (1981) del escritor y sacerdote Malachi Martin, en la traducción al castellano de Ignacio Solves.