El Cónclave

 


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Cómo inventaron el Cónclave

 Los hechos más relevantes acerca del sistema de cónclave para la elección de papa, son los menos obvios para nuestra mentalidad moderna. Los laicos, no los clérigos, fueron los inventores del cónclave, y las razones que llevaron a su invención no fueron religiosas ni espirituales, sino políticas y económicas. De hecho, hubo que expulsar a clérigos que protestaban y, literalmente, gritaban y golpeaban las mesas, de los primeros cónclaves. Pero una vez demostrada la validez y eficacia del sistema, un papa hizo del cónclave el método oficial y definitivo de elección.

 Recordemos que Europa estaba dominada por el papado en el siglo XIII. La legitimidad de los gobernantes de aquella Europa dependía de su relación con el papa de Roma. La vida política y por lo tanto el bienestar económico de todos los pueblos europeos de entonces, giraban alrededor del único obispo de Roma, su conducta, sus preferencias, sus intereses familiares y las dinastías que soportaba y representaba personalmente. Cuando la silla de San Pedro quedaba vacante (algunas veces durante meses, incluso años, entre la muerte de un papa y la elección del siguiente), las relaciones políticas, el comercio internacional y el orden civil se resentían. Tenía que haber un papa válidamente elegido para que la vida diaria de Europa siguiera adelante sin grandes problemas. 

De finales del siglo XII a comienzos del XIII, las condiciones políticas de Europa eran inestables y las lealtades personales de los cardenales estaban tan divididas, que era muy difícil que se pusieran de acuerdo entre ellos, sobre todo para la elección de un nuevo papa. Las presiones políticas que sufría cada uno de ellos eran tremendas, los vaivenes de las tensiones civiles, económicas, las disputas territoriales y militares alcanzaban niveles casi insalvables, de modo que los propios laicos tomaron la ley por su cuenta: literalmente encerraron a los cardenales en una habitación (“cónclave” significa bajo llave), evitando presiones y comunicados del exterior y, una vez agotados (y quizá desesperados), los cardenales eligieron un papa. Había nacido el Cónclave.

 No era una idea nueva. Los lombardos, que invadieron Italia en los siglos VI y VII, encerraban a sus jefes hasta que se ponían de acuerdo para elegir un nuevo mandatario y, en el 644, los musulmanes mantuvieron encarcelados a seis de sus oficiales hasta que eligieron a un sucesor del Califa Omar.

 El primer cónclave papal tuvo lugar después del 16 de julio de 1216, el día que el papa Inocencio III falleció de malaria en la ciudad italiana de Perugia. Durante su ocupación del trono de San Pedro, Inocencio llevó al papado a la cima de su poder. Restableció la autoridad de Roma sobre las iglesias ortodoxas de Oriente. Impuso patentes feudales de nobleza y poder a una enorme y exhaustiva lista de reyes, príncipes, condes, obispos, ciudades, señores y nobles, por toda Europa. Como escribió en su momento el mismo Inocencio al Rey Juan de Inglaterra: “Como las Tablas de la Ley fuerzan su cumplimiento desde el Arca del Señor, así permanece el terrible poder de destrucción y de perdón en el pecho del papa.”

 Las palabras del papa eran más que meras metáforas. Los hechos eran brutalmente obvios para sus contemporáneos. A la muerte de Inocencio, el trono de Pedro en Roma no era solamente la máxima autoridad dogmática y canónica para los pueblos de Europa. Era el único y supremo tribunal político. No había habitante, socialmente alto o bajo, de aquella lejana Europa que no reconociera que el papa y su Iglesia contenían el centro de gravedad de los órdenes políticos y morales de sus vidas. Sin un papa, Europa habría sido imposible; se habría deshecho en pedazos.

 A los pocos días del entierro de Inocencio, los cardenales se reunieron en Perugia para elegir su sucesor. Cuando se vio claro que los reverendos prelados disputaban entre sí, las autoridades civiles y los ciudadanos de Perugia cerraron con llave las puertas de la casa en que aquellos estaban deliberando. Atemorizados por esta acción, los cardenales eligieron rápidamente a un cardenal de avanzada edad, un ciudadano de Roma llamado Cencio Savelli, como papa Honorio III. No fue un cónclave formal, pero la semilla ya se había plantado.

 Cuando Honorio III murió en 1227, los electores eligieron (rápidamente) a su sucesor, Gregorio IX, aunque nadie había pensado en encerrarles de nuevo. Pero Gregorio, con su débil carrera llevó a la Iglesia, y por tanto a Europa, a una gran crisis de la que salió por medio del Cónclave.

 Por una serie de enfermizas decisiones políticas y militares, Gregorio perdió pronto la autocracia que Inocencio había forjado. Gregorio se hizo mortal enemigo del ambicioso emperador de Alemania, Federico II, que invadió Italia con sus ejércitos, ocupando la mayoría de las ciudades principales y puso sitio a Roma. Gregorio también envileció sus relaciones con España, Francia e Inglaterra. Incluso en casa, en los propios estados papales de Italia, estropeó sus relaciones con familias nobles poderosas y, en algunas ciudades-estado, con los propios ciudadanos. El imperio de Inocencio III era un conjunto de facciones divididas y Gregorio perdió el control sobre estas y no supo recuperarlo. Desde el mirador de la historia, ahora comprendemos que estos problemas eran inevitables. La tarta del poder papal era muy grande y apetecible. Los reyes, príncipes y nobles ya eran conscientes de que sus tierras, sus palacios, su riqueza y poder dependían de quién era el papa.

 Inevitable era, también, la falta de unidad entre los cardenales electores y sus “patrocinadores”. Algunos respaldaban a Gregorio; otros veían sus intereses en las vindicaciones francesas, alemanas o españolas. Algunos ambicionaban el papado para sí mismos. Cuando murió Gregorio el 21 de agosto de 1241, a la edad de 100 años, dejó una triste herencia de odios y separatismos a la Iglesia, a sus doce cardenales y a los gobernantes de Europa. El emperador alemán Federico había invadido Italia, capturado y encarcelado a dos cardenales en la ciudad de Capua, en el Norte, y acampado con sus tropas en Tivoli, a pocos kilómetros de Roma.

 Roma era también una ciudad dividida. Además de los cardenales individualmente, sus vastas propiedades, sus ejércitos y seguidores, las familias nobles y el populacho estaban divididos en campos tan opuestos como los diez cardenales. Las calles y plazas de la ciudad se convirtieron en extremadamente peligrosas durante el día y letales durante las horas de oscuridad. Los mercados populares, las transacciones comerciales, la sanidad, la jurisdicción civil, la adoración religiosa, todo empezó a fallar y desaparecer. El caos presente en los estados papales se filtró a la ciudad.

 Sobreviviendo, a duras penas, estaba el poderoso gobernador de Roma, el senador Mateo Rosso Orsini, el hombre laico más poderoso de la organización papal. Su poder y prestigio estaban ahora en duda. Mateo se dispuso a que se eligiera un papa cuanto antes, aunque era consciente de que su propia integridad física y la de su familia estaban en juego, así como de la amenaza exterior, casi con toda certeza germana, que se cernía sobre Roma e Italia. Se dispuso a domar a los cardenales y sus facciones.

 Lo primero fue castigar brutalmente a los cardenales por medio de sus propios hombres. Cada cardenal fue atado de pies y manos, arrojado al suelo frente a testigos oculares (para aumentar la humillación), golpeado y maltratado como si fueran malhechores condenados, pisoteados por los soldados y provocados con el peor lenguaje: “Sacco di mierda, Reverendissimo Cardinal!” era la expresión que cada cardenal escuchaba mientras una bota militar le mantenía la cabeza contra el suelo.

 Desatados y desnudados, fueron arrojados al suelo del salón del Septizodium, una estructura columnar construida al final de la Via Apia mil años antes por un emperador romano, Septimio Severo. Mateo ordenó que las puertas de esta gran sala fueran cerradas con llave y las ventanas bloqueadas. Nadie estaba autorizado a entrar o salir. Guardias armados fueron dispuestos alrededor de este edificio y sobre el tejado. El senador dio órdenes públicas de que mataran a cualquiera que intentara salir o entrar. Una vez completada esta preparación, ordenó a los diez cardenales que eligieran un nuevo papa. El primer cónclave oficial de la historia había comenzado.

 Las condiciones de vida eran abominables. Solamente tenían algunos asientos, no había suficientes ropas en las camas. No se hicieron excepciones para enfermos o ancianos cardenales. No se permitió que doctor alguno entrara ni que se entregara comida especial alguna. Las letrinas primitivas estaban en el interior, pero no se limpiarían hasta que se eligiera un nuevo papa.. Solamente se permitió una frugal ración de agua fresca para beber, pero nada de agua caliente ni cambio de ropas ni sábanas. El calor del verano estaba todavía en su apogeo y el aire interior era húmedo y lleno de fétidos olores.

 Cuando un cardenal entró en agonía, se le colocó dentro de una caja alargada y, aún vivo, escuchó como el resto de cardenales cantaban los rezos e himnos latinos que solamente se utilizaban en los servicios funerarios después de la muerte. Sobre el tejado, los guardias armados, a quienes el Senador había prohibido abandonar sus puestos, utilizaban sus posiciones como letrinas y basurero. Cuando aparecían las frecuentes tormentas de verano en Roma, los tejados filtraban los detritus de los guardias dentro del recinto. Sobre los cardenales y sus camas.

 A pesar de todo esto, los cardenales no llegaron a efectuar un esfuerzo real de elegir papa hasta finales de septiembre. Estaban divididos en dos facciones: una pretendía imponer al candidato de Federico; la otra quería elegir un papa que estuviera a favor de los franceses, españoles y sicilianos, que harían la guerra a Federico. Tras todas las deliberaciones y disputas, los cardenales llegaron al acuerdo de elegir como candidato al cardenal Humberto Romano, que no se había enfrentado a ninguna de las dos facciones representadas allí, con la condición de que abdicara tan pronto como recobraran la libertad. Pero el Senador no mordió el anzuelo. ¿Pensaban que era lo suficientemente estúpido para no comprender el juego? “Esto es lo que sus eminencias van a hacer “, les dijo en correcto latín “elegiréis a otro candidato”.

 Si no lo hacían, mandaría desenterrar al cardenal fallecido y lo instalaría en medio de la sala que ocupaban. Así, podrían vivir, dormir, comer, hablar, mientras miraban y olían el cadáver en descomposición. Si, a pesar de todo, persistían en eludir sus responsabilidades, ajusticiaría a todos ellos. Los cardenales Sinibaldo y Ricardo del Santo Ángel estaban ya bastante enfermos. “Continuarán enfermos hasta la muerte si no tenemos un nuevo papa pronto”, dijo el Senador mientras abandonaba el pestilente recinto.

 A pesar de todo, llevó a los cardenales más de tres semanas (hasta el 25 de octubre) elegir al gentil Godfrey, de Milán, obispo de Santa Sabina. Mateo acudió y el primer cónclave se dio por finalizado. Los cardenales habían permanecido 55 días en aquella habitación.

 Algunos días después, Godfrey, que escogió llamarse Celestino IV, cayó enfermo. Dos semanas después, el 10 de noviembre, falleció (fue un papa electo que nunca fue consagrado realmente). Mientras, los cardenales habían escapado en busca de refugio, algunos a Anagni, a unos kilómetros de Roma y otros a sus propias fortalezas y palacios. Desde estos lugares, se comunicaban por medio de mensajeros para elegir nuevo papa. Ocasionalmente se reunieron, pero no tuvieron éxito en la elección. El tiempo pasaba. En febrero de 1242 aún no habían alcanzado un acuerdo sobre el próximo papa. Aparentemente no habían aprendido la lección.

 Pero, entonces, fue el emperador Federico de Alemania el que quería tener un nuevo papa. Desde su campamento de Tivoli envió un mensaje a los cardenales de Anagni: ”Os enviamos a los dos cardenales que capturamos en Capua y a los otros que estaban en sus palacios o fortalezas. ¡Trabajad juntos! La Iglesia necesita otro papa”.

 Pasó otro año y, en abril de 1243, el emperador decidió utilizar medidas violentas. Sus ejércitos redujeron a cenizas las propiedades de los cardenales y envió un cuerpo de ejército a sitiar Roma. La mayoría de los cardenales huyeron buscando refugio en Nápoles. Hacia principios de junio, la devastación era enorme, las cosechas se perdieron por sequía. Desesperados, los cardenales pidieron audiencia a Federico, con el resultado de que el 25 de junio de 1243, en Anagni, los once cardenales electores eligieron a Sinibald Fieschi como el papa Inocencio IV. La espada de Federico había servido de llave para este especial cónclave. A partir de esta fecha, transcurrió una década de paz.

 Inocencio IV murió en Nápoles, en la casa de un tal Pedro di Vinea, el 7 de diciembre de 1254. De acuerdo con la regla antigua, los cardenales electores deberían haber permanecido en la misma ciudad en que falleció el papa pero, temiendo por su seguridad, planearon abandonar Nápoles en secreto. El gobernador de la ciudad, Bartolomeo Tavernano, terminó con estos planes. Él, junto a un caballero germano, Bertoldo von Vohburg-Hohenburg, cerraron y bloquearon las puertas de Nápoles y, el 10 de diciembre, los dos nobles encerraron a los cardenales en la casa de Pedro di Vinea (eso sí; se había retirado el cuerpo del papa fallecido) y se anunció que los cardenales saldrían de allí solamente cuando tuvieran un nuevo papa. Así comenzó el segundo cónclave oficial.

 Ahora había trece cardenales: siete italianos, dos franceses, un inglés, un español, un borgoñés y un húngaro. Solamente once de los trece estuvieron en este segundo cónclave.

 Los once cardenales no estaban dispuestos a exponerse a todas las calamidades que sufrieron sus predecesores en Roma. Al cabo de un par de días, eligieron al obispo de Ostia, Rainaldo, como Alejandro IV, el sábado 12 de diciembre. Cuando falleció Alejandro IV en Viterbo, siete años más tarde, el 25 de mayo, los ocho cardenales electores casi inmediatamente eligieron al patriarca Santiago Pantaleón, un francés, como papa Urbano IV. No hubo tiempo (ni necesidad) de encerrar a los cardenales en cónclave.

Pero cuando Urbano IV murió el 2 de octubre de 1264, los 21 cardenales presentes no pudieron llegar a un acuerdo durante seis meses. Urbano había ordenado a 14 de ellos (7 italianos, 6 franceses, y un borgoñés). Pero la cuestión del futuro político de Sicilia les dividió. Algunos estaban a favor de las vindicaciones del emperador germano sobre Sicilia, otros compartían los puntos de vista de España, Francia o Italia. Pasaron seis meses antes de que el poderoso emperador germano tomara su espada y gritara la temida palabra “¡Cónclave!”. Inmediatamente las dos principales facciones (los pro-franceses y los pro-germanos) acordaron delegar en tres cardenales compromisarios por facción, que elegirían a dos candidatos. Los cardenales elegirían al papa entre estos dos candidatos.

            Este compromiso dio como resultado la elección de Guido di Fulcodi, cardenal de Santa Sabina, como Clemente IV, el 5 de febrero de 1265. Eran malas noticias para el emperador. Guido alimentaba un rencor tremendo y una única obsesión: ver muertos a todos los componentes de la familia del emperador, los Hohenstaufen, que intentaban quedarse con las posesiones materiales del papado. El “patrimonio de San Pedro” estaba en peligro, dijo Guido. Así, durante los tres años y medio que duró su reinado, trabajó continuamente para ver cumplida su obsesión.

Cuando falleció en Viterbo en las primeras horas del 29 de noviembre de 1268, los cardenales se reunieron en el palacio arzobispal de esta ciudad, donde había muerto. Eran dieciocho cardenales. Once del partido italiano, que eran patrocinados por el emperador alemán. Siete eran del partido francés que querían un papa francés y estaban respaldados por el Rey Carlos de Sicilia y el Rey Felipe III de Francia. La reunión de las Iglesia Católica Romana y la Ortodoxa Griega estaba también sobre el tapete.

 No había forma de que estos 18 cardenales se pusieran de acuerdo. Entre ellos estaban los más duros prelados de la historia de la Iglesia (Juan de Toledo, Allobuoni, Oddo de Tusculum, Gaetano Orsini, Hugo de Santa Sabina, Ricardo del Santo Ángel, Esteban de Palatine). Ellos, así como el resto de los cardenales, habían vivido con éxito, sin peligro alguno, eran tremendamente ricos y amantes del placer y del poder. Eran príncipes en su medio, debían favores de una u otra clase a los mandatarios, familias nobles y casas reales de Europa. Estaban convencidos de su inmunidad a los poderes terrenales, orgullosos de su poder sobre sus vasallos, soberbios sobre su correcto y único punto de vista. Los temas que los dividían en dos facciones concernían a los centros de poder del mundo conocido: ¿Quién gobernará Sicilia? ¿Quién será el emperador de Alemania? ¿Quién de ellos podrá ir más lejos en su ambición o sus celos? ¿Quién de ellos llegará a Sumo Pontífice? Y complicando todo esto, estaban los lazos familiares que cada uno tenía con las familias más poderosas del entorno, así como sus propios intereses económicos, políticos y de influencia por toda Italia, Francia, España, Alemania e Inglaterra.

Pasaron casi tres años y, hacia enero del 1271, para las tres partes mayoritarias (Carlos de Sicilia, el emperador alemán y Felipe de Francia) estaba claro que los cardenales no iban a poder ponerse de acuerdo. Cierto; en diciembre de 1270, acordaron elegir a un hombre santo conocido de todos, Filipo Beniti, un clérigo no cardenal y cabeza de la Orden de los Servites. Pero se le insinuó que no sobreviviría mucho a su elección. Muy prudentemente, rehusó aceptar el honor de ser el elegido de la Iglesia universal. Para enfatizar su decisión de rechazo, huyó al anonimato y seguridad de las montañas cercanas.

 En este punto, los reyes y príncipes empezaron a preocuparse. Carlos, que estaba en Roma desde el febrero, se trasladó a Viterbo, llegando allí a principios de marzo de 1271 acompañado del príncipe Enrique, hijo del Rey Ricardo de Cornualles. Pronto, el Rey Felipe de Francia acompañado de su virrey de Toscana, Guido de Montfort, llegaron desde Túnez con el cuerpo del Rey Luis IX que había fallecido durante una cruzada. Guido, un hombre alto, temperamental, con un cierto gusto por la sangre, tenía una disputa personal pendiente con el príncipe Enrique. El padre de Guido, Simon de Leicester y Montfort, había sido asesinado por la familia de Enrique y su cuerpo mutilado y desfigurado.

 Carlos, Felipe y los demás intentaron persuadir a los cardenales de cumplir sus obligaciones. No funcionó. Ellos y la ciudadanía de Viterbo detuvieron toda actividad. La ciudad quedó tomada por dos ejércitos y los alrededores se convirtió en algo más peligroso que "andar entre musulmanes en África", como se decía entonces. El techo del palacio arzobispal, donde los cardenales estaban reunidos, fue ocupado por guardias de los magistrados de Viterbo. Cada mañana aparecían litros de sangre y pedazos de cuerpos mutilados en los alrededores del palacio, para intimidar a los cardenales, recordándoles las posibles represalias.

 Para intimidar a los cardenales al máximo, les dieron una lección de cómo morir en público de forma sangrienta y dolorosa, sin la menor posibilidad de recibir ayuda. El 13 de marzo, en la catedral de Viterbo, Carlos y Felipe con su séquito y sirvientes estaban en misa en presencia de todos los cardenales y clérigos de la ciudad, junto a los magistrados y nobles con sus esposas. El toro poderoso que era Guido se percató de que se encontraba detrás de Enrique de Cornualles, que estaba a punto de levantarse hacia el altar mayor para recibir la Eucaristía. Aquello fue demasiado para él. Saltó hacia delante, extrajo una daga de su cinturón, se puso delante de Enrique y le hundió la hoja once veces, dibujando manchas de sangre de color rojo oscuro en sus ropas, en el suelo, y en los espectadores más cercanos, mientras gritaba “con la voz de una loba que defiende a sus crías”, como citan las crónicas. Todo ocurrió en segundos: Guido arrastró por los cabellos el cuerpo inerme de Enrique hacia la escalinata principal, atravesando entre los orantes, empujó la puerta principal hacia fuera y arrojó a lo que quedaba de Enrique a la parte exterior del pórtico, rodando en el polvo y bajo la brillante luz del sol, sobre su propia sangre. Los cardenales y reyes, con sus séquitos, solamente tuvieron tiempo de agruparse y lamentarse de su falta de protección.

 A pesar de que el rey Carlos retiró a Guido del puesto de Virrey de Toscana, doce años más tarde el papa Martín IV hizo a Guido (“nuestro más amado hijo”) comandante en jefe de todos los ejércitos del papado. El futuro papa Martín IV era uno de los cardenales que estaba presente en el asesinato de Enrique aquel 13 de marzo. Al menos Guido era decidido y eficiente, razonó Martín, y eso era lo que los gobernantes necesitaban: combatientes valientes, decididos, eficientes, para hacerles jefes de sus ejércitos.

 Pero aquel incidente no influyó lo suficiente en la elección de papa. Los cardenales se volvieron más temerosos, divididos y asustados. No importa lo que decidieran, alguien poderoso podía amenazarles. El pueblo llano de Viterbo intervino. Su gobernador, Alberto de Montebuono, junto a los magistrados y las familias de los Savelli y de Ramiro Galli, capitán de la milicia de Viterbo, encerraron a todos los cardenales con sus sirvientes en una habitación del palacio arzobispal. Así comenzó el tercer Cónclave oficial. Ataron fuertes cuerdas de pared a pared, de las que colgaron sábanas para crear cubículos para los cardenales. Se efectuaron agujeros por los que observar a los cardenales, que son aún visibles en las paredes de aquel edificio de Viterbo. Las autoridades de Viterbo se negaron a enviar alimentos a los cardenales, salvo pan y vino, como constaba en las Sagradas Escrituras.

 Al ver que esto no inducía a los cardenales a elegir papa, pasaron a suministrarles solamente agua, desmontando el tejado para que recibieran directamente el calor del día y el frío nocturno, así como las ocasionales lluvias. Juan de Toledo aún bromeaba con estos actos “Muy bien. Han retirado el techo y el tejado. ¿Cómo mejor podríamos recibir al Espíritu Santo?”.

 Nadie reía. En su lugar, los cardenales se quejaban continuamente. Intentaron amenazar con excomunión a los carceleros, a los habitantes de Viterbo, a los que negarían los Sacramentos, misa, bautismo, matrimonio, confesión, bendición, si no establecían una comunicación entre ellos y el mundo exterior. El tejado debía ser repuesto, los cerrojos debían abrirse y los cardenales debían recibir alimento.

 Pero las cosas habían ido demasiado lejos. Los miembros de la familia Savelli  se presentaban a sí mismos como “vigilantes del cónclave” y amenazaron con degollar a cualquiera que intentara abrir las puertas o reponer las cubiertas o suministrar alimento a los cardenales. Los Savelli, junto al gobernador Alberto, los magistrados y los habitantes de la ciudad, dijeron a los cardenales: “Nosotros viviremos excomulgados y sin bendición apostólica. Pero sus eminencias morirán, con toda seguridad, de hambre, enfermedad o condiciones adversas de intemperie. ¡Elegid papa!”. Dice bastante de la falta de cordura de los cardenales y de su obstinación, el que no se hubiera elegido papa aún en septiembre del mismo año. Muchos de ellos abrigaban la esperanza de que quienes les respaldaban acudieran con sus ejércitos a liberarles de su encierro, rompiendo el cónclave.

 Fue un sermón hacia ellos, el 1 de septiembre de 1271, por un tal Padre Buenaventura (más tarde canonizado por la Iglesia como San Buenaventura) lo que influyó en los cardenales. Buenaventura fue uno de los que insistió ante las autoridades civiles sobre la necesidad de encerrar a los cardenales. Ahora les decía que las necesidades de la Iglesia eran enormes. Subrayó, en términos medievales, los castigos eternos que estaban previstos para los que dejaran de creer en Cristo obedeciendo a poderes terrenales. ¿Querían todos ellos quemarse en el fuego del infierno cuando murieran (y seguramente morirían en ese palacio si no elegían papa)?. Los cardenales no tardaron en reaccionar: inmediatamente después del sermón de Buenaventura, señalaron a seis compromisarios. La noche siguiente los compromisarios habían elegido a un clérigo que no era cardenal, un arcipreste de 61 años de edad, Teobaldo Visconti, del Norte de Italia, con gran reputación de santidad y, por supuesto, con un diagnóstico de muy mala salud (una de los parámetros que decidían a los electores bajo presión). El tercer cónclave terminó.

 No hubo papa durante 2 años, 9 meses y 2 días. Cuando finalizó en cónclave, el papa elegido, Teobaldo, oficialmente archidiácono de Lieja (Bélgica), estaba de cruzada en palestina con el Rey Eduardo I de Inglaterra. Los mensajeros alcanzaron a Teobaldo en noviembre y, el 13 de marzo del año siguiente, llegó a Roma para ser consagrado como papa Gregorio X el 27 de marzo.

 El acto más destacable de este papa Gregorio fue la llamada general a concilio de la Iglesia en Lyon, en Francia. Quería introducir reformas en la Iglesia. Al final del concilio, dejó caer las condiciones bajo las que se debía elegir papa en el futuro. Este fue el primer ceremonial detallado para elección papal. El “Cónclave” (Gregorio X fue el primer papa en utilizar este término oficialmente), el arma que usaron los desesperados laicos, airados príncipes y reyes, fue consagrado ahora como el método oficial de la Iglesia para elegir al sucesor de San Pedro.

Gregorio ordenó: cuando un papa muera, todos los cardenales quedaban bajo las órdenes del cardenal de cámara (chambelán) que presidirá y dirigirá la Iglesia hasta que se elija a un nuevo papa. Los cardenales presentes en el lugar de la muerte del papa enterrarán al mismo con la debida ceremonia y esperarán diez días hasta la llegada de los otros hermanos cardenales. Todos ellos entrarán entonces en un palacio papal. Cada cardenal tendrá solamente un sirviente personal y, si algún cardenal miembro enfermaba, tendría derecho a un asistente más. Todos los cardenales entrarán “en cónclave”: las puertas serán cerradas y bloqueadas, todas las ventanas cerradas y atrancadas y no habrá comunicación verbal ni escrita entre ellos y el mundo exterior.

 Gregorio dio a la familia Savelli el derecho perpetuo de ser custodios de los Cónclaves. Ese derecho pasó a la familia Chigi en 1712, cuando el último Savelli falleció, permaneciendo en poder de esta última familia hasta nuestros días. La custodia obligaba a vigilar el exterior del cónclave. El chambelán papal tenía que vigilar el interior. Ambos debían garantizar el secreto de las deliberaciones de los cardenales en cónclave. Durante el periodo en que no hubiera papa, todas sus posesiones eran confiscadas: ningún cardenal podía recibir dinero ni comunicación; los asuntos papales, cortes, tribunales, misiones, envíos, arreglos bancarios, dispensas, concilios estatales, todo debía cesar.

 Gregorio estableció todo esto con sumo rigor, sin dudas ni concesiones. Los cardenales y sus sirvientes debían discutir candidaturas, comer, dormir, hacer sus necesidades, y elegir un nuevo papa, dentro de una habitación grande pero única. Nadie podía tener una celda propia ni un rincón ni un cubículo de su propiedad. La comida pasaba a través de una ventana fuertemente vigilada y sería examinada minuciosamente, antes de ser entregada a los cardenales.

 Gregorio quería evitar lo que tantas veces había visto: mensajes escondidos en el pan, venenos dentro de las frutas, estiletes dentro de filetes de carne, comunicaciones escritas entre los cardenales y los gobernantes exteriores interesados.

 Ningún cardenal podía tocar el plato o la comida de otro cardenal. Cada uno de ellos debía comer a solas su ración. Los primeros tres días la comida podía ser tan abundante como los cardenales pidieran, necesitaran o fueran capaces de pagar. Si no había elección válida en esos primeros tres días, durante los siguientes cinco días los cardenales recibirían solamente una comida diaria (como Gregorio no especificó cuántos platos debían constituir esta única comida, los cardenales podía subsistir pidiendo una comida al día, compuesta por hasta nueve platos).

 Si se sobrepasaban estos cinco días sin resultado positivo, los cardenales solamente recibirían pan, agua y vino. Si continuaban sin cumplir ni concluir sus obligaciones, se les retiraría el tejado para dejarles expuestos a las inclemencias del tiempo, tanto de día como de noche.

 Gregorio estableció también un sistema de votación y de escrutinio de los votos. Para ser elegido, un candidato tenía que recibir al menos dos tercios de la votación total. Habría dos votaciones, una de día y otra vespertina. En cada ocasión, los cardenales podían variar su voto si la mayoría así lo decidía. Tres cardenales, elegidos cada vez, leerían los votos (escritos) y otros tres, también elegidos, vigilarían el escrutinio de los primeros. Si un cardenal recibía los dos tercios de la votación, los cardenales vigilantes debían asegurarse de que no había votado por sí mismo. Si fuera así, la votación sería anulada y tendría que comenzar de nuevo.

Gregorio delegó la responsabilidad de la vigilancia general de todas estas reglas en los magistrados de la ciudad en la que se celebrara el cónclave, siempre bajo la custodia de los Savelli.

 Él nunca estableció que la elección debía efectuarse en Roma, como posteriormente quedó fijado. Continuó la costumbre largamente establecida de que se celebrara en la ciudad en que fallecía el papa anterior. Los teólogos insistieron en que la elección debía efectuarse en Roma: “Ningún otro lugar en el mundo, salvo Roma, deberá acoger la elección de papa”, escribió Pedro Damien en 1057. Pero durante seis siglos, del IX al XV, la localidad varió dentro de Italia y de Francia. Solamente ya adentrado 1431 la elección pasó a efectuarse  regularmente en Roma.

La severidad de las reglas de Gregorio, por supuesto, estaban en completa sintonía con el carácter del papa. Al final de su vida, un incidente demostró su forma de ser, mejor que la edición de las reglas para el cónclave. Cuando volvía del concilio de Lyon de 1275, llegó a las afueras de Florencia en diciembre. El clima había sido extremadamente duro en las últimas semanas. El río Po, que quedaba entre él y el Sur de Italia, inundaba las riberas y las tierras cercanas. Gregorio podía haber pasado este río con solo descender hacia el Sur y cruzar la ciudad de Florencia. Pero, debido a una disputa entre él y los florentinos acerca del gobierno civil de la ciudad y el pago de unos tributos, había excomulgado a toda la ciudad y prohibido a todos el paso por ella, así como la entrada en la misma. Pasar por Florencia habría supuesto desdecirse de su propio edicto. No tenía elección, de modo que levantó la excomunión y las prohibiciones que pesaban sobre Florencia. Atravesó la ciudad y, cuando cruzó el río Po y alcanzó la puerta principal sobre la ribera Sur del río, hizo girar en redondo a su caballo, levantó la mano y lanzó de nuevo la excomunión y las prohibiciones sobre la ciudad y sus habitantes. No hay otro retrato más elocuente del carácter de los papas de aquella época, que la imagen de Gregorio sobre su caballo, con sus ojos llenos de odio, la mano levantada, girando su cabeza hacia las murallas de Florencia bajo los cielos oscuros, y lanzando la ciudad, sus murallas y sus habitantes de vuelta hacia el reino de las tinieblas, una vez que hubo pasado a la orilla Sur del río. Cuando llegó a Arezzo el 10 de enero, Gregorio se puso repentinamente enfermo y murió. El Cónclave con sus reglas fue su mejor monumento.

 

 Para un observador exterior parecería que el sistema de Cónclave, como sistema de elección papal, debería eliminar todos los peligros derivados de las ambiciones humanas y de los celos que representaba la posesión del poder del papado. La historia no revelada demuestra que no fue tan importante ni tan útil. El Cónclave, después de todo, fue diseñado como una forma muy humana de recordar a ciertos hombres (los electores) sus responsabilidades y obligaciones y exigir de ellos, que habían sido ordenados y consagrados como hombres de la Iglesia, que cumplieran con sus deberes eclesiásticos. Esta debió ser la mentalidad de Gregorio X cuando canonizó el Cónclave como método oficial de elegir papa.

 La historia real muestra que el resultado no fue exactamente el esperado. El Cónclave simplemente puso un foco de luz sobre una pequeña zona de la arena de contiendas. Mientras el poder terrenal continuaba envolviendo el oficio de papa, las elecciones por cónclave se iban convirtiendo en ejemplos visibles de lo que son capaces los hombres para obtener o aumentar su poder. Dos papas, cómo llegaron a ser elegidos y lo que hicieron con el poder que recibieron, ilustra la corrosiva influencia que el poder terrenal y temporal puede ejercer sobre el papado. Realmente, el cónclave pasó a ser el deporte preferido de los príncipes de la Iglesia: los cardenales.

 El papa Celestino V no pudo asumir sus responsabilidades y renunció al papado. Juan XXIII, en el siglo XV,  deseó tomar estas responsabilidades pero, enjuiciado por la Iglesia de aquellos días, fue incapaz de asumir sus deberes espirituales y fue depuesto. En el siglo XX otro papa retomó el nombre de Juan XXIII para recuperar como santo a aquel nombre.

Entre Celestino y Juan, las elecciones por Cónclave llegaron a ser una arena de importantes luchas y competiciones, hasta el punto de que los papas abandonaron Roma y vivieron en Francia bajo la protección de los reyes franceses.

 


Toda la documentación utilizada en esta página está basada en la obra "The decline and fall of the roman church" (1981) del escritor y sacerdote Malachi Martin, en la traducción al castellano de Ignacio Solves.