Declive y caída (4)


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El último Gran Romano

            El dormitorio de Eugenio Pacelli tiene dos ventanas que dan a la Plaza de San Pedro. Aparte de la cabecera de bronce, hay poco más en la habitación: una alfombra sencilla, un armario con cajones, un espejo, un escritorio de caoba, un cuadro de la Virgen en la pared y unos visillos y cortinas blancos en las ventanas. El dormitorio tiene anexo un pequeño comedor donde hay una mesa pequeña con algunas sillas alrededor, dos armarios pequeños, cortinas blancas, un crucifijo y una estatua de Jesús. Durante los últimos veinte años, la mayor parte de la vida de Pacelli ha pasado entre estas dos estancias, su estudio privado, el salón de audiencias, su capilla privada y la Basílica de San Pedro. 

           Ahora está en la cama, exhausto, pero sin dormirse aún. Su criada, la Hermana Pasqualina, retira las ropas de Pacelli, comprueba que el pulsador de llamada está al alcance de la mano del Papa y se dispone a cerrar las cortinas. “Déjelas esta noche como están, hermana”, le dice Pacelli. Fuera, en la otra habitación, sus doctores mantienen una reunión de consulta en voz baja con los oficiales de Pacelli. Su conclusión es que el Papa Pío XII, sucesor de San Pedro Nº 261, se muere. 

           Es el día 1 de diciembre de 1954 y los médicos están profesionalmente seguros de que Pacelli no pasará estas Navidades sobre la tierra. Pío ha sobrepasado todas sus fuerzas hasta agotarlas. Él siempre dijo: “Un Papa debe trabajar hasta que muera”, pero no es el trabajo lo que ha llevado a Pío XII a la muerte. Otras tensiones han roto su resistencia. El secretario de Pacelli y el Cardenal Maglione, jefe ejecutivo del Papa, intercambian pesarosos movimientos de cabeza. Cuando muere un Papa se requieren importantes preparativos para la elección del siguiente. Ambos saben lo que hay que hacer. El último que abandona esta sala es el secretario. Una mirada a la puerta del dormitorio, el recuerdo de las palabras de Pacelli hace unos momentos: ”Después de esta noche, todo estará más claro”, y se retira a su vez. 

          Dentro de su dormitorio Pacelli espera. Ni siquiera intenta dormir. A sus oídos llegan ocasionales ruidos de tráfico desde la Plaza de San Pedro. Entre sí, los doctores están de acuerdo en una cosa: físicamente, el Papa está declinando  de forma rápida; la muerte aparecerá en un par de días. Pacelli se siente del mismo modo. Pero eso no es suficiente. Quiere saber, como siempre ha hecho. Está tranquilo, mirando el cielo estrellado a través de las cortinas abiertas. Durante todo el pasado otoño ha observado cómo se acortaban las horas de luz solar y cómo la oscuridad llegaba antes y más rápidamente, viendo en ello un reflejo de su personal declive hacia la muerte. Se ha repetido a sí mismo esto una y otra vez todo el otoño. No de forma triste ni morbosa ni con inquietud; ni siquiera con resignación. Más bien con el convencimiento de un anticipado regreso a casa desde el voluntario exilio en servicio a su amado Señor. 

          Pero esta noche desearía saberlo con seguridad, con la seguridad que siempre ha tenido en el pasado en momentos de crisis mortal, en las dos o tres ocasiones en que la muerte ha rozado sus mejillas, en Munich, en Roma o en cualquier otro lugar. En esas ocasiones, recuerda Pacelli, sintió que todo a su alrededor era transparente y que la luz de Jesús brillaba con claridad, reafirmándole en que todavía no era su hora, que debía seguir adelante. 

         La primera vez que le ocurrió fue hace 35 años, en abril de 1919, en Munich, cuando los comunistas alemanes proclamaron la República Socialista Bávara (de corta vida) como parte de la gran Alemania Soviética, cuando todos los edificios del gobierno en la ciudad estaban en manos de los Germano-Soviéticos y las calles de la ciudad estaban gobernadas por los representantes del partido. 

         Pacelli, que entonces era arzobispo y nuncio papal, regresaba a casa una tarde para encontrar que la fachada de su residencia de Briennerstrasse había sido ametrallada. Telefoneó al comandante jefe de los Comunistas Alemanes para expresarle su protesta, a lo que le contestaron cortésmente: “Abandona la ciudad esta noche o morirás”. A estas alturas, seis ciudadanos prominentes ya habían sido asesinados. No había clemencia. 

        Al día siguiente, a las 5 de la tarde, vinieron a por él siete de ellos, con revólveres, carabinas, dagas, rifles y con banderines adornados con la hoz y el martillo. 

      ¡Abre, en el nombre del pueblo!” gritaron antes de romper la puerta y subir a la carrera hasta el segundo piso en que estaba su estudio. Encontraron a Pacelli de pie junto a su escritorio, completamente vestido y con el crucifijo colgado sobre el pecho. Les miró de frente; él sabía que no era su hora. 

      ¿Porqué habéis venido armados? Esta es una casa de paz, no un cubil de asesinos”. Los hombres se detuvieron. “Éste no es territorio alemán sino propiedad de la Santa Sede”. 

       El líder del grupo se dirigió a él abruptamente: “Dadnos la comida y el dinero que haya en este edificio o, de lo contrario, os mataremos”. Pero Pacelli no se siente amenazado por el grupo de rifles, las altas botas militares ni las caras hoscas. Aquellos hombres no eran los dueños de la situación. 

      Bajo las leyes internacionales, esta casa es inviolable. Os pido que la abandonéis cuanto antes”. 

       Se marcharon, pero de nuevo ocurría lo mismo diez días después. Una multitud de varios centenares de personas esperaban a que su coche cruzara la entrada principal. 

      ¡Salid!” gritaban rodeando el coche, “¡Salid para que podamos mataros públicamente!”.

       Pacelli salió y se quedó de pie junto al coche abierto, mirándoles. De nuevo las armas apuntándole, las caras enfurecidas y los gritos. Pacelli también esta vez supo con certeza que no había llegado su hora. 

       Yo también tengo un arma que llevo siempre conmigo, amigos. Esta”, mostrando el crucifijo, “No soy un hombre corriente. Represento al Vicario de Cristo aquí en Alemania”. Realmente tenía presencia de ánimo este Pacelli.  

       Él recuerda ahora como quedaron en silencio, cómo las armas bajaron una a una, la confusión que creó cuando públicamente les bendijo. La multitud se apartó para que pasara el coche, atravesando el extraño silencio que siguió a sus palabras. 

       Aquel día solamente se sintió herido por una cosa: el odio impotente en los ojos del comisario que iba a la cabeza del grupo, un alemán fornido que se mantuvo aparte viendo todo el proceso. Era un odio hacia algo más que a su condición de nuncio papal, tal y como lo percibió Pacelli. Algo más personal; como si los dos hombres se conocieran, como si fueran antiguos enemigos. Pero en cada momento crucial, Pacelli supo que no moriría en aquel lugar. Incluso cuando, al día siguiente, una granada entró por la ventana de su estudio estallando y repartiendo una lluvia de cristal sobre su escritorio y sobre su persona. Incluso cuando el Partido Socialista Independiente recibió 4,896.095 votos y 81 asientos en el Reichstag en junio de 1920 y Pacelli estuvo de nuevo en peligro, supo que tampoco era su hora. 

       Lo mismo le ocurrió  cuando las bombas aliadas caían sobre Roma en 1943. Con lágrimas en los ojos, Pacelli vio el humo elevarse de los edificios. Mandó pedir su coche y partió con vendajes, alimentos y 2 millones de liras. Esa tarde, cuando terminó su recorrido entre los heridos, los agonizantes y los muertos, su túnica blanca era prácticamente roja de sangre. 

     También el 13 de agosto del mismo año, cuando cayeron bombas muy cerca de la Basílica Laterana; de nuevo el 4 de noviembre cuando cuatro bombas de fragmentación estallaron en la Ciudad del Vaticano; otra vez el 1 de marzo de 1944 cuando una bomba hizo explosión en el patio de San Dámaso a pocos metros de los aposentos de Pacelli. Siempre estuvo seguro. Los edificios desplomándose, los cráteres de las bombas, el estruendo, los cuerpos destrozados, los gritos de los heridos, el ruido tétrico de los bombarderos, las explosiones. Muchos perdieron la vida pero, de algún modo, Pacelli sabía que nada de esto era una amenaza para él. 

      Pero esta tarde (noche) en su cama, siente un extraño silencio y una calma anormal a su alrededor. No llega a entenderlo. 

      Un suave sonido le distrae. La hermana Pasqualina está de pie en la puerta. “¿Su Santidad ha llamado?”. Sí; seguramente ha accionado el pulsador. No ha sido consciente, pero deseaba hacerlo. 

      Llama al padre Bea”. Mientras espera al Jesuita, su confesor y cotidiano confidente, Pacelli repasa los detalles una y otra vez. Bea lo sabe todo; sabe lo que ensombrece a Pacelli y lo ha mantenido despierto horas y horas durante casi treinta años: la amenaza Soviética. No solamente la Rusia Soviética, sino la posibilidad de la “sovietización” de Europa occidental. No la toma Soviética por las armas, sino una lenta corrosión pacífica del Occidente Cristiano debida al Marxismo. Un Marxismo diplomático, sin amenazas. Un Marxismo tomando la postura de sufrir, comparándose al Cristianismo. 

      En la oscuridad de estos pensamientos nocturnos, Pacelli puede aún ver los ojos de aquel comisario de Munich, tratándole como a un antiguo enemigo: “Nos conocemos el uno al otro ¿verdad?. Siempre nos hemos conocido”. 

      Bea nunca se apresura, ni al caminar ni al hablar ni al pensar o sentir. No cesa de presentar su cara sin arrugas (excepto cuando ríe), sus ojos que todo lo ven pero sin escudriñar ni que parezca que observa. Bea es valiosísimo para Pacelli, tanto como un espejo o un intelecto incomparable. Bea comprendió a Pacelli en los momentos en que éste apoyó el Plan Marshall y la OTAN, le ayudó a sacar adelante la prohibición a los Cristianos de afiliarse al Partido Comunista y, cuando Pacelli estaba muy preocupado acerca de los Católicos Lituanos, Bielorrusos, Germanos del Volga, Ucranianos, Armenios, Húngaros, Eslovacos, Croatas, etc. todos ellos tragados por el Imperio Soviético, Bea supo consolarle. 

      Se saludan y comunican con gestos y sonrisas. Pacelli comienza: ¿Es consciente el padre Juan Bautista Janssens, general jesuita, de que sus teólogos franceses y belgas están flirteando con el Marxismo? Sí; es consciente, le responde Bea. Sí, y Janssens desea, por el amor de Cristo, que no se les aparte. ¿Y Torres, el padre Torres, el Jesuita chileno? Torres vino a Roma desde Chile hace unos seis años, habló con Pacelli y Janssens y obtuvo sus bendiciones para “un nuevo orden social”. 

      Ellos intentarán matarte, Padre”, le advirtió Pacelli, “pero solo si rehusas admitir el compromiso con el demonio del Marxismo”. 

      La respuesta de Torres fue lacónica: “Nosotros todos tenemos compromisos con Satán durante largo tiempo, Santo Padre …” y dejó la frase sin terminar. 

     Esperamos de vosotros, como hijos de Ignacio de Loyola, que seáis fieles a Pedro”, le dijo Janssens a Torres. 

      A Pacelli, el aristócrata, nunca le gustó Janssens, un plebeyo, acusado de no poder controlar a los teólogos Jesuitas de Europa del Norte. Una vez, a la vista del comportamiento de éste, Pacelli había utilizado con su secretario privado las mismas palabras de Herodes en la Biblia: “Traedme la cabeza de Juan Bautista (Janssens) en un plato”. 

      En cualquier caso, Torres regresó a Chile y se decía que estaba con la guerrilla cristiano-marxista, que era el fatal compromiso. 

      "No, -contesta Bea- No hay noticias de Torres." 

      Pacelli se siente incómodo. Si Jesús se lo lleva ahora, le pregunta a Bea, ¿ha hecho él todo lo posible para evitar ese fatal compromiso en la Iglesia? ¿habrá más como Torres? ¿se ha equivocado en su forma de tratar al Marxismo, no solamente al Marxismo Ruso? 

      Bea contesta “” a las dos primeras preguntas y “No” a la tercera. 

      Pacelli quiere decirle a Bea algo que nunca ha comentado con nadie. Todos los meses que él estuvo como nuncio en la antigua nunciatura de la Briennerstrasse de Munich desde 1919 a 1925, Pacelli fue acumulando información sobre el Marxismo y sobre Marx. Todo lo que iba aprendiendo le asustaba más y más. Hacia el final de su estancia en Munich, conocía la vida de Marx de cabo a rabo, había visitado su lugar de nacimiento en Trier y la Universidad de Bonn, donde Marx estudió durante un año (1835 a 1836). Incluso pudo hablar con familiares de Marx aún vivos y con Jerry von Westphalen, esposa de Marx. 

       Las cosas se volvieron incluso más claras cuando fue destinado a Berlín en 1925. Su misión oficial era conseguir un concordato con Prusia. A Pacelli le llevó varios años llevar al ánimo de los gobernantes el interés de un concordato; incluso entonces el acuerdo fue iniciado pero nunca firmado. Podría haberlo conseguido antes, pero no quiso. En el horizonte de Alemania veía dos espectros: la sovietización y el Nacional Socialismo. Uno de los dos tomaría Alemania. 

      Su retraso no fue debido a la aspiración diplomática de redondear la misión. Pacelli estaba muy seguro de su futuro como para detenerse en tan insignificantes logros personales. En lugar de esto, su decisión fue el resultado de su misión personal en Berlín: averiguar todo lo posible sobre Marx y el Marxismo, para adivinar quién de los dos ganaría: Marx o Hitler. Pacelli supuso que la victoria sería de Hitler y que los Soviéticos Alemanes retrocederían. A pesar de las victorias políticas de los Comunistas (que obtuvieron 1 millón de votos solamente en Berlín, justamente antes de que Hitler llegara al poder), Pacelli previó correctamente. Pero también supo ver que el Marxismo sería mucho más importante posteriormente; que unas elecciones no derrotarían a los Comunistas. Durante su estancia en Berlín, Pacelli leyó los registros de los estudios Marx en la Universidad de Berlín, visitó la pensión en que se alojó Marx en el Nº 1 de la antigua Leipzigerstrasse, incluso estuvo en el suburbio de Stralau donde Marx se unió al Doktor-Klub

      Pacelli recuerda con Bea “Lo encontré en esa calle, en la que Marx, a los 19 años de edad, se hizo miembro del Klub y comenzó a reunirse con los “Jóvenes Helegianos”, como Bruno Bauer, Karl Friedrich Koppen, Theodor Echetenmeyer, David Strauss, Arnold Ruge, además de los llamados “Grupo Alemán Joven”: Heine, Boerne y otros, lo que produjo un profundo cambio en él”. 

      Por ejemplo, en su primer escrito de juventud llamado “La unión de los creyentes con Cristo”, Marx escribió que “por medio del amor de Cristo, volvemos nuestros corazones a nuestros hermanos por los que Él se entregó como sacrificio”. Este estilo y estas creencias aparecen en todos sus escritos iniciales. Repentinamente todo eso cambia. Sus poemas se dirigen ahora a Oulanem, un nombre muy utilizado en las Misas Negras y en los himnos satánicos  para referirse al Diablo. Los poemas de Marx aparecen, de pronto, conteniendo un gusto claro por la destrucción de hombres y mujeres. Repite una y otra vez las palabras de Mefistófeles en el "Fausto” de Goethe, “Todo lo existente debe ser destruido” . Escribe palabras y sentencias que solamente son inteligibles para los dedicados y consagrados al Satanismo. 

      Un pareado del poema de Marx titulado “Oulanem” fascinó durante semanas a Pacelli:

     Mientras voy volviéndome loco y mi corazón va cambiando

     Mira mi espada, el Príncipe de las Tinieblas me la vendió”. 

     Antes de abandonar Berlín hacia Roma, Pacelli investigó incluso en los registros policiales. Sí; había registros (sin confirmar) de ocultas ceremonias celebradas por miembros del “Doktor-Klub”. Mucho antes de partir, Pacelli había llegado al convencimiento personal de que, detrás del Marxismo y su versión Soviética, había un moderno Satanismo. En cuarenta de los cuarenta y cuatro destinos como nuncio, Pacelli lanzó proclamas contra el Anticristo y advirtió de la gigantesca amenaza de la lucha entre Satán y Jesús por conseguir el alma de Europa y de todos los hombres. 

      Bea asiente. Es algo ya muy conocido para él, porque pudo ver el material al que se refiere Pacelli. También sabe que Bakunin y Proudhon, ambos amigos de Marx, se confesaron Satanistas. “Nunca olvidaré, Santidad, que el Generalísimo Stalin eligió en principio el seudónimo de “demonoshile” (“el demoníaco”)

      "¿Hemos hecho todo lo posible?”, pregunta Pacelli de nuevo. 

      Bea sabe lo que preocupa al Papa. En 1941-42, bajo la presión del presidente de los Estados Unidos, Roosevelt, entre otros, Pacelli ha colaborado en lanzar objeciones religiosas a la alianza Occidental con la Rusia Soviética en contra de Hitler. Se rindió al argumento de que Hitler era el mayor de los dos “diablos”. 

      Pero, ¿Qué habría pasado si no hubieran elegido a ninguno de los dos? Ahora Pacelli teme que quizá él hubiera ayudado al Marxismo a tomar Europa y el resto del mundo. Bea le consuela: ¿Quién habría pensado que los anglosajones iban a permitir a los Rusos ir tan lejos? 

      Deberíamos haberlo sabido”, continúa Pacelli “Debimos saberlo. Nuestra Señora nos lo dijo en Fátima”. 

      Se refiere a la creencia Católica Romana de que la Virgen en persona se apareció a los tres niños de la villa cercana a Fátima en Portugal durante el año 1917, y de que la aparición fue certificada por la milagrosa vuelta atrás del sol en el cielo, como lo atestiguaron muchos presentes, católicos y no católicos. Aquellos niños dijeron que la Virgen les relató tres secretos, que debían ser comunicados únicamente al Papa. En 1951, Pacelli recibió los tres secretos, e inmediatamente se dio cuenta de que no podía seguir adelante con sus viejos principios diplomáticos ni políticos. Él solía mantener que la Iglesia necesitaba poder político e incluso la protección de una alianza militar. Ahora comprende que todo era una ilusión. Una Europa poderosa era un mito muerto. Los anglosajones habían permitido al Marxismo Soviético continuar adelante. El futuro se presentaba muy negro para Europa. 

      Pacelli estaba impresionado. Su visión ingenua de Europa y el mundo había sido incorrecta, de acuerdo con los secretos de Fátima. No había, al parecer, demasiado peligro de que la guerra se generalizara en un futuro próximo. El peligro realmente estaba en el compromiso fatal: la aceptación del Marxismo, su penetración en la cultura Europea, su pensamiento de siglos, su política, su economía. Nada de lo que hizo, ahora lo reconoce, nada de lo que puede recordar, podía ser una respuesta adecuada a la nueva situación. Él consagró el pueblo Ruso a la Virgen en 1952. En el año 1050 la honró proclamando su privilegio especial: Ella estuvo en los Cielos en cuerpo y alma desde el momento de su muerte. Escribió una carta a todos los cristianos acerca de Nuestra Señora de Fátima y, en noviembre, comenzó a construir una basílica en su honor en Fátima. 

     Debimos saberlo”, -continúa diciéndole a Bea-, “Si no en 1948, cuando comenzó una persecución masiva de Católicos en el imperio de los campos de prisión de Stalin, cuando los Americanos, en 1952, no consiguieron ventaja en Corea y cuando los topos implantados por los Soviéticos en las altas esferas del Vaticano comenzaron su trabajo”. 

       Bea está cansado y descorazonado, pero recuerda las veces que el Papa le repitió el relato de lo que le había ocurrido: la visión en los jardines del Vaticano, por ejemplo, en los que vio una repetición de la que tuvieron los tres niños portugueses en octubre de 1917 en Fátima, en la que el sol comenzó a moverse de Oeste a Este, desde el zenit hasta el horizonte; el Papa dijo que había visto a la Virgen, a San José y a su hijo Jesús, consolándole, animándole. 

     Nosotros lo vimos”, -dice Pacelli-, “Nosotros la vimos, a Nuestra Señora”. 

      Bea se levanta. Advierte la fatiga en los ojos del Papa. “Santidad, ella obtendrá la protección de su hijo. Vuestra Santidad ha luchado la batalla correcta”. Besa el anilla papal y se inclina para salir. Una vez fuera de la habitación, se dirige a Pasqualina: “Llamadme, hermana. Avisadme si la situación empeora”. Ambos miran hacia el lecho papal a través de la puerta todavía abierta. Los ojos de Pacelli están cerrados. Su respiración es normal. La hermana Pasqualina dice: “Los hombres siempre se preocupan por el futuro. El Señor protegerá a Su Santidad. La Iglesia todavía le necesita. Y usted, padre, id a descansar”. 

      Unos cinco minutos después de que se marchan, Pacelli está aún despierto, su mente continúa viajando al pasado, y hacia el sueño, escuchando una voz que le dice “Avanti”, como él dice a sus visitantes. Entonces, sin provocarle sorpresa ni nerviosismo, como si ya lo hubiera escuchado antes, una voz que conoce le dice suavemente: “Habrá otra visión” y, tras una pausa, “Habrá otra visión”. Es entonces cuando se duerme con placidez. 

      Se despierta hacia las 6:15 de la mañana del 2 de diciembre de 1954. Todavía está oscuro. El cielo sin nubes y estrellado. Pacelli recuerda la voz que escuchó antes de dormir: “Habrá otra visión”.

      Todavía tiene dudas, pero ha obtenido la paz. Escucha las campanas de un cercano monasterio llamando a oración. ¿Cuándo va a morir? ¿Ahora? ¿Hoy? Comienza lentamente a recitar la antigua oración de San Ignacio de Loyola, el Anima CristiAlma de Cristo, santifícame … Cuerpo de Cristo, sálvame” recreándose en cada palabra y pensamiento. 

      Pero no concluye su oración. Como confirmaría Bea posteriormente, de pronto tuvo la sensación de que las paredes, el techo, los muebles, incluso su cama están iluminados por una luz que no asusta ni sorprende, simplemente le rodea, le envuelve, eliminando la apariencia sólida de las cosas, los colores, el fondo material de las cosas de la habitación, animando todo con una pureza transparente, todo alrededor de él y a través suyo, como convirtiendo todo en un espacio infinito, sin límites, eliminando las barreras de las paredes, el techo, la calle, la ciudad, la tierra misma. 

      Ahora, el dolor de las dudas ha desaparecido; ya no tienen nada que ver con Pacelli. Todo el temor hacia el futuro desconocido ha sido reemplazado por una gran tranquilidad. Está en el presente, como si el reloj hubiera detenido su marcha; ya no pasan los segundos. Todo el mundo de Pacelli es la presencia de su Señor y Dueño, una inmensa serenidad gobernando todo, la infinita seguridad, el poder sobre el dolor, todo amor y ternura. Se encuentra en el mismo estado que Pablo de Tarsus describió como el momento de estar en el Séptimo Cielo, y que Juan de la Cruz describía como el único éxtasis con el que nuestro ser podría sentirse satisfecho, cuando la mano de Dios seca todas las lágrimas y todos los fragmentos de la vida se reúnen en un solo conjunto. 

      Se siente animado “Mi querido sirviente, Eugenio”, respaldado “Mi vicario, mi representante”, reconfortado “Mi poder es tuyo”, consolado “Cree en mí sobre todas las cosas y siempresin miedo”, tranquilizado acerca de las caras que siempre habían preocupado a Pacelli, todas las caras de aquellos que podrían haber sido salvados y no lo fueron. 

      Todos han cesado de sufrir. Todos en conjunto aparecen sin sufrimiento, ese sufrimiento que él temía haber sido incapaz de evitar: ahora ve ojos sonrientes en las vacías cuencas de aquel sacerdote que le envió Pío XI a Munich, para ser consagrado obispo secretamente y enviado a Rusia, donde la policía secreta de Stalin le capturó y torturó. Ahora ve a los niños sonrientes y vivos, que fueron destrozados por las bombas en San Lorenzo. Al español José Antonio Primo de Rivera, su amigo, sin los agujeros de bala que le atravesaron en 1936. Los millones de personas que él no había salvado durante la Segunda Guerra Mundial. Las decenas de millones que nunca supo que debían ser salvados. 

      Esta fue su visión, y mucho más, que Pacelli no comunicaría a Bea y Pasqualina hasta tres años más tarde. 

     A las 6:25 de la mañana, se oyen unos golpes en la puerta de Pacelli. La hermana Pasqualina está allí para prepararle para la visita de los médicos. Cuando llegan no encuentran a un hombre agonizando “Buenos días, caballeros. Me alegro de verles” es el firme saludo que les dirige. Se ha recuperado y vivirá otros 4 años más. 

      En junio de 1958 (fallecerá en octubre de ese año), cuando comenta con Bea la visión de aquella mañana, éste asiente, así como cuando le dice que todo irá bien. La revolución Marxista es peligrosa. Atravesará toda Europa occidental, llegará a los Estados Unidos y alcanzará a América Central, aislando a Canadá y Estados Unidos de la América del Sur. Pero todo está bien. “Si Satán tiene su proyecto, Nuestro Señor Jesús sabrá cómo vencerle”. 

      Esta vez Bea comprende: el viejo Papa está muriendo. Los doctores lo confirman. También Pacelli lo sabe. Ya ha comenzado la búsqueda de su sucesor y Bea, como asistente y secretario está participando. No considera prudente llenar la cabeza de Pacelli con los detalles y los hechos que traen la nueva revolución y las dificultades inherentes. Para Bea, el Marxismo es solamente una cuestión temporal; la revolución más importante está aún pendiente, está en lo más profundo de las almas de las naciones. ¿Cómo va a enturbiar los últimos meses de vida del último de los grandes papas, diciéndole que la idea de grandeza y hegemonía de Roma está pasada de moda y en vías de extinción? Una vez que Pacelli ha visto la cara de Jesús en el Cielo, como referiría Bea más tarde, el Papa lo comprendería todo dentro de su alcanzada paz total y su santidad conseguida. Pero, en favor de Pacelli, diremos que, al igual que todos los romanos, él era el primero de ellos en reconocer que esa revolución estaba cerca, aunque él lo comprendiera solo parcialmente. 

 


Toda la documentación utilizada en esta página está basada en la obra "The decline and fall of the roman church" (1981) del escritor y sacerdote Malachi Martin, en la traducción al castellano de Ignacio Solves.