El último Gran
Romano
El dormitorio de Eugenio Pacelli tiene dos ventanas
que dan a la Plaza de San Pedro. Aparte de la cabecera de bronce, hay
poco más en la habitación: una alfombra sencilla, un armario con
cajones, un espejo, un escritorio de caoba, un cuadro de la Virgen en la
pared y unos visillos y cortinas blancos en las ventanas. El dormitorio
tiene anexo un pequeño comedor donde hay una mesa pequeña con algunas
sillas alrededor, dos armarios pequeños, cortinas blancas, un crucifijo
y una estatua de Jesús. Durante los últimos veinte años, la mayor parte
de la vida de Pacelli ha pasado entre estas dos estancias, su estudio
privado, el salón de audiencias, su capilla privada y la Basílica de San
Pedro.
Ahora está en la cama, exhausto, pero sin dormirse
aún. Su criada, la Hermana Pasqualina, retira las ropas de Pacelli,
comprueba que el pulsador de llamada está al alcance de la mano del Papa
y se dispone a cerrar las cortinas. “Déjelas esta noche como están,
hermana”, le dice Pacelli. Fuera, en la otra habitación, sus
doctores mantienen una reunión de consulta en voz baja con los oficiales
de Pacelli. Su conclusión es que el Papa Pío XII, sucesor de San Pedro
Nº 261, se muere.
Es el día 1 de diciembre de 1954 y los médicos
están profesionalmente seguros de que Pacelli no pasará estas Navidades
sobre la tierra. Pío ha sobrepasado todas sus fuerzas hasta agotarlas.
Él siempre dijo: “Un Papa debe trabajar hasta que muera”, pero no
es el trabajo lo que ha llevado a Pío XII a la muerte. Otras tensiones
han roto su resistencia. El secretario de Pacelli y el Cardenal Maglione,
jefe ejecutivo del Papa, intercambian pesarosos movimientos de cabeza.
Cuando muere un Papa se requieren importantes preparativos para la
elección del siguiente. Ambos saben lo que hay que hacer. El último que
abandona esta sala es el secretario. Una mirada a la puerta del
dormitorio, el recuerdo de las palabras de Pacelli hace unos momentos: ”Después
de esta noche, todo estará más claro”, y se retira a su vez.
Dentro de su dormitorio Pacelli espera. Ni siquiera
intenta dormir. A sus oídos llegan ocasionales ruidos de tráfico desde
la Plaza de San Pedro. Entre sí, los doctores están de acuerdo en una
cosa: físicamente, el Papa está declinando de forma rápida; la muerte
aparecerá en un par de días. Pacelli se siente del mismo modo. Pero eso
no es suficiente. Quiere saber, como siempre ha hecho. Está
tranquilo, mirando el cielo estrellado a través de las cortinas
abiertas. Durante todo el pasado otoño ha observado cómo se acortaban
las horas de luz solar y cómo la oscuridad llegaba antes y más
rápidamente, viendo en ello un reflejo de su personal declive hacia la
muerte. Se ha repetido a sí mismo esto una y otra vez todo el otoño. No
de forma triste ni morbosa ni con inquietud; ni siquiera con
resignación. Más bien con el convencimiento de un anticipado regreso a
casa desde el voluntario exilio en servicio a su amado Señor.
Pero esta noche desearía saberlo con seguridad, con
la seguridad que siempre ha tenido en el pasado en momentos de crisis
mortal, en las dos o tres ocasiones en que la muerte ha rozado sus
mejillas, en Munich, en Roma o en cualquier otro lugar. En esas
ocasiones, recuerda Pacelli, sintió que todo a su alrededor era
transparente y que la luz de Jesús brillaba con claridad, reafirmándole
en que todavía no era su hora, que debía seguir adelante.
La primera vez que le ocurrió fue hace 35 años, en
abril de 1919, en Munich, cuando los comunistas alemanes proclamaron la
República Socialista Bávara (de corta vida) como parte de la gran
Alemania Soviética, cuando todos los edificios del gobierno en la ciudad
estaban en manos de los Germano-Soviéticos y las calles de la ciudad
estaban gobernadas por los representantes del partido.
Pacelli, que entonces era arzobispo y nuncio papal,
regresaba a casa una tarde para encontrar que la fachada de su
residencia de Briennerstrasse había sido ametrallada. Telefoneó al
comandante jefe de los Comunistas Alemanes para expresarle su protesta,
a lo que le contestaron cortésmente: “Abandona la ciudad esta noche o
morirás”. A estas alturas, seis ciudadanos prominentes ya habían
sido asesinados. No había clemencia.
Al día siguiente, a las 5 de la tarde, vinieron a
por él siete de ellos, con revólveres, carabinas, dagas, rifles y con
banderines adornados con la hoz y el martillo.
“¡Abre, en el nombre del pueblo!” gritaron
antes de romper la puerta y subir a la carrera hasta el segundo piso en
que estaba su estudio. Encontraron a Pacelli de pie junto a su
escritorio, completamente vestido y con el crucifijo colgado sobre el
pecho. Les miró de frente; él sabía que no era su hora.
“¿Porqué habéis venido armados? Esta es
una casa de paz, no un cubil de asesinos”. Los hombres se
detuvieron. “Éste no es territorio alemán sino propiedad de la Santa
Sede”.
El líder del grupo se dirigió a él abruptamente: “Dadnos
la comida y el dinero que haya en este edificio o, de lo contrario, os
mataremos”. Pero Pacelli no se siente amenazado por el grupo de
rifles, las altas botas militares ni las caras hoscas. Aquellos hombres
no eran los dueños de la situación.
“Bajo las leyes internacionales, esta casa es
inviolable. Os pido que la abandonéis cuanto antes”.
Se marcharon, pero de nuevo ocurría lo mismo diez
días después. Una multitud de varios centenares de personas esperaban a
que su coche cruzara la entrada principal.
“¡Salid!” gritaban rodeando el coche, “¡Salid
para que podamos mataros públicamente!”.
Pacelli salió y se quedó de pie junto al coche
abierto, mirándoles. De nuevo las armas apuntándole, las caras
enfurecidas y los gritos. Pacelli también esta vez supo con certeza que
no había llegado su hora.
“Yo también tengo un arma que llevo siempre
conmigo, amigos. Esta”, mostrando el crucifijo, “No soy un hombre
corriente. Represento al Vicario de Cristo aquí en Alemania”.
Realmente tenía presencia de ánimo este Pacelli.
Él recuerda ahora como quedaron en silencio, cómo
las armas bajaron una a una, la confusión que creó cuando públicamente
les bendijo. La multitud se apartó para que pasara el coche, atravesando
el extraño silencio que siguió a sus palabras.
Aquel día solamente se sintió herido por una cosa:
el odio impotente en los ojos del comisario que iba a la cabeza del
grupo, un alemán fornido que se mantuvo aparte viendo todo el proceso.
Era un odio hacia algo más que a su condición de nuncio papal, tal y
como lo percibió Pacelli. Algo más personal; como si los dos hombres se
conocieran, como si fueran antiguos enemigos. Pero en cada momento
crucial, Pacelli supo que no moriría en aquel lugar. Incluso cuando, al
día siguiente, una granada entró por la ventana de su estudio estallando
y repartiendo una lluvia de cristal sobre su escritorio y sobre su
persona. Incluso cuando el Partido Socialista Independiente recibió
4,896.095 votos y 81 asientos en el Reichstag en junio de 1920 y Pacelli
estuvo de nuevo en peligro, supo que tampoco era su hora.
Lo mismo le ocurrió cuando las bombas aliadas
caían sobre Roma en 1943. Con lágrimas en los ojos, Pacelli vio el humo
elevarse de los edificios. Mandó pedir su coche y partió con vendajes,
alimentos y 2 millones de liras. Esa tarde, cuando terminó su recorrido
entre los heridos, los agonizantes y los muertos, su túnica blanca era
prácticamente roja de sangre.
También el 13 de agosto del mismo año, cuando
cayeron bombas muy cerca de la Basílica Laterana; de nuevo el 4 de
noviembre cuando cuatro bombas de fragmentación estallaron en la Ciudad
del Vaticano; otra vez el 1 de marzo de 1944 cuando una bomba hizo
explosión en el patio de San Dámaso a pocos metros de los aposentos de
Pacelli. Siempre estuvo seguro. Los edificios desplomándose, los
cráteres de las bombas, el estruendo, los cuerpos destrozados, los
gritos de los heridos, el ruido tétrico de los bombarderos, las
explosiones. Muchos perdieron la vida pero, de algún modo, Pacelli sabía
que nada de esto era una amenaza para él.
Pero esta tarde (noche) en su cama, siente un
extraño silencio y una calma anormal a su alrededor. No llega a
entenderlo.
Un suave sonido le distrae. La hermana Pasqualina
está de pie en la puerta. “¿Su Santidad ha llamado?”. Sí;
seguramente ha accionado el pulsador. No ha sido consciente, pero
deseaba hacerlo.
“Llama al padre Bea”. Mientras espera al
Jesuita, su confesor y cotidiano confidente, Pacelli repasa los detalles
una y otra vez. Bea lo sabe todo; sabe lo que ensombrece a Pacelli y lo
ha mantenido despierto horas y horas durante casi treinta años: la
amenaza Soviética. No solamente la Rusia Soviética, sino la posibilidad
de la “sovietización” de Europa occidental. No la toma Soviética por las
armas, sino una lenta corrosión pacífica del Occidente Cristiano debida
al Marxismo. Un Marxismo diplomático, sin amenazas. Un Marxismo tomando
la postura de sufrir, comparándose al Cristianismo.
En la oscuridad de estos pensamientos nocturnos,
Pacelli puede aún ver los ojos de aquel comisario de Munich, tratándole
como a un antiguo enemigo: “Nos conocemos el uno al otro ¿verdad?.
Siempre nos hemos conocido”.
Bea nunca se apresura, ni al caminar ni al hablar
ni al pensar o sentir. No cesa de presentar su cara sin arrugas (excepto
cuando ríe), sus ojos que todo lo ven pero sin escudriñar ni que parezca
que observa. Bea es valiosísimo para Pacelli, tanto como un espejo o un
intelecto incomparable. Bea comprendió a Pacelli en los momentos en que
éste apoyó el Plan Marshall y la OTAN, le ayudó a sacar adelante la
prohibición a los Cristianos de afiliarse al Partido Comunista y, cuando
Pacelli estaba muy preocupado acerca de los Católicos Lituanos,
Bielorrusos, Germanos del Volga, Ucranianos, Armenios, Húngaros,
Eslovacos, Croatas, etc. todos ellos tragados por el Imperio Soviético,
Bea supo consolarle.
Se saludan y comunican con gestos y sonrisas.
Pacelli comienza: ¿Es consciente el padre Juan Bautista Janssens,
general jesuita, de que sus teólogos franceses y belgas están flirteando
con el Marxismo? Sí; es consciente, le responde Bea. Sí, y Janssens
desea, por el amor de Cristo, que no se les aparte. ¿Y Torres, el padre
Torres, el Jesuita chileno? Torres vino a Roma desde Chile hace unos
seis años, habló con Pacelli y Janssens y obtuvo sus bendiciones para
“un nuevo orden social”.
“Ellos intentarán matarte, Padre”, le
advirtió Pacelli, “pero solo si rehusas admitir el compromiso con el
demonio del Marxismo”.
La respuesta de Torres fue lacónica: “Nosotros
todos tenemos compromisos con Satán durante largo tiempo, Santo Padre …”
y dejó la frase sin terminar.
“Esperamos de vosotros, como hijos de Ignacio de
Loyola, que seáis fieles a Pedro”, le dijo Janssens a Torres.
A Pacelli, el aristócrata, nunca le gustó Janssens,
un plebeyo, acusado de no poder controlar a los teólogos Jesuitas de
Europa del Norte. Una vez, a la vista del comportamiento de éste,
Pacelli había utilizado con su secretario privado las mismas palabras de
Herodes en la Biblia: “Traedme la cabeza de Juan Bautista (Janssens)
en un plato”.
En cualquier caso, Torres regresó a Chile y se
decía que estaba con la guerrilla cristiano-marxista, que era el fatal
compromiso.
"No, -contesta
Bea- No hay noticias de Torres."
Pacelli se siente incómodo. Si Jesús se lo lleva
ahora, le pregunta a Bea, ¿ha hecho él todo lo posible para evitar ese
fatal compromiso en la Iglesia? ¿habrá más como Torres? ¿se ha
equivocado en su forma de tratar al Marxismo, no solamente al Marxismo
Ruso?
Bea contesta “Sí” a las dos primeras
preguntas y “No” a la tercera.
Pacelli quiere decirle a Bea algo que nunca ha
comentado con nadie. Todos los meses que él estuvo como nuncio en la
antigua nunciatura de la Briennerstrasse de Munich desde 1919 a 1925,
Pacelli fue acumulando información sobre el Marxismo y sobre Marx. Todo
lo que iba aprendiendo le asustaba más y más. Hacia el final de su
estancia en Munich, conocía la vida de Marx de cabo a rabo, había
visitado su lugar de nacimiento en Trier y la Universidad de Bonn, donde
Marx estudió durante un año (1835 a 1836). Incluso pudo hablar con
familiares de Marx aún vivos y con Jerry von Westphalen, esposa de
Marx.
Las cosas se
volvieron incluso más claras cuando fue destinado a Berlín en 1925. Su
misión oficial era conseguir un concordato con Prusia. A Pacelli le
llevó varios años llevar al ánimo de los gobernantes el interés de un
concordato; incluso entonces el acuerdo fue iniciado pero nunca firmado.
Podría haberlo conseguido antes, pero no quiso. En el horizonte de
Alemania veía dos espectros: la sovietización y el Nacional Socialismo.
Uno de los dos tomaría Alemania.
Su retraso no fue debido a la aspiración
diplomática de redondear la misión. Pacelli estaba muy seguro de su
futuro como para detenerse en tan insignificantes logros personales. En
lugar de esto, su decisión fue el resultado de su misión personal en
Berlín: averiguar todo lo posible sobre Marx y el Marxismo, para
adivinar quién de los dos ganaría: Marx o Hitler. Pacelli supuso que la
victoria sería de Hitler y que los Soviéticos Alemanes retrocederían. A
pesar de las victorias políticas de los Comunistas (que obtuvieron 1
millón de votos solamente en Berlín, justamente antes de que Hitler
llegara al poder), Pacelli previó correctamente. Pero también supo ver
que el Marxismo sería mucho más importante posteriormente; que unas
elecciones no derrotarían a los Comunistas. Durante su estancia en
Berlín, Pacelli leyó los registros de los estudios Marx en la
Universidad de Berlín, visitó la pensión en que se alojó Marx en el Nº 1
de la antigua Leipzigerstrasse, incluso estuvo en el suburbio de Stralau
donde Marx se unió al Doktor-Klub.
Pacelli recuerda con Bea “Lo encontré en esa
calle, en la que Marx, a los 19 años de edad, se hizo miembro del Klub y
comenzó a reunirse con los “Jóvenes Helegianos”, como Bruno Bauer, Karl
Friedrich Koppen, Theodor Echetenmeyer, David Strauss, Arnold Ruge,
además de los llamados “Grupo Alemán Joven”: Heine, Boerne y otros, lo
que produjo un profundo cambio en él”.
Por ejemplo, en su primer escrito de juventud
llamado “La unión de los creyentes con Cristo”, Marx escribió que “por
medio del amor de Cristo, volvemos nuestros corazones a nuestros
hermanos por los que Él se entregó como sacrificio”. Este estilo y
estas creencias aparecen en todos sus escritos iniciales. Repentinamente
todo eso cambia. Sus poemas se dirigen ahora a Oulanem, un nombre muy
utilizado en las Misas Negras y en los himnos satánicos para referirse
al Diablo. Los poemas de Marx aparecen, de pronto, conteniendo un gusto
claro por la destrucción de hombres y mujeres. Repite una y otra vez las
palabras de Mefistófeles en el "Fausto” de Goethe, “Todo lo
existente debe ser destruido” . Escribe palabras y sentencias que
solamente son inteligibles para los dedicados y consagrados al
Satanismo.
Un pareado del poema de Marx titulado “Oulanem”
fascinó durante semanas a Pacelli:
“Mientras voy volviéndome loco y mi corazón va
cambiando
Mira mi espada, el Príncipe de las Tinieblas me la
vendió”.
Antes de abandonar Berlín hacia Roma, Pacelli
investigó incluso en los registros policiales. Sí; había registros (sin
confirmar) de ocultas ceremonias celebradas por miembros del “Doktor-Klub”.
Mucho antes de partir, Pacelli había llegado al convencimiento personal
de que, detrás del Marxismo y su versión Soviética, había un moderno
Satanismo. En cuarenta de los cuarenta y cuatro destinos como nuncio,
Pacelli lanzó proclamas contra el Anticristo y advirtió de la gigantesca
amenaza de la lucha entre Satán y Jesús por conseguir el alma de Europa
y de todos los hombres.
Bea asiente. Es algo ya muy conocido para él,
porque pudo ver el material al que se refiere Pacelli. También sabe que
Bakunin y Proudhon, ambos amigos de Marx, se confesaron Satanistas. “Nunca
olvidaré, Santidad, que el Generalísimo Stalin eligió en principio el
seudónimo de “demonoshile” (“el demoníaco”).
"¿Hemos hecho todo lo posible?”,
pregunta Pacelli de nuevo.
Bea sabe lo que preocupa al Papa. En 1941-42, bajo
la presión del presidente de los Estados Unidos, Roosevelt, entre otros,
Pacelli ha colaborado en lanzar objeciones religiosas a la alianza
Occidental con la Rusia Soviética en contra de Hitler. Se rindió al
argumento de que Hitler era el mayor de los dos “diablos”.
Pero, ¿Qué habría pasado si no hubieran elegido a
ninguno de los dos? Ahora Pacelli teme que quizá él hubiera ayudado al
Marxismo a tomar Europa y el resto del mundo. Bea le consuela: ¿Quién
habría pensado que los anglosajones iban a permitir a los Rusos ir tan
lejos?
“Deberíamos haberlo sabido”, continúa
Pacelli “Debimos saberlo. Nuestra Señora nos lo dijo en Fátima”.
Se refiere a la creencia Católica Romana de que la
Virgen en persona se apareció a los tres niños de la villa cercana a
Fátima en Portugal durante el año 1917, y de que la aparición fue
certificada por la milagrosa vuelta atrás del sol en el cielo, como lo
atestiguaron muchos presentes, católicos y no católicos. Aquellos niños
dijeron que la Virgen les relató tres secretos, que debían ser
comunicados únicamente al Papa. En 1951, Pacelli recibió los tres
secretos, e inmediatamente se dio cuenta de que no podía seguir adelante
con sus viejos principios diplomáticos ni políticos. Él solía mantener
que la Iglesia necesitaba poder político e incluso la protección de una
alianza militar. Ahora comprende que todo era una ilusión. Una Europa
poderosa era un mito muerto. Los anglosajones habían permitido al
Marxismo Soviético continuar adelante. El futuro se presentaba muy negro
para Europa.
Pacelli estaba impresionado. Su visión ingenua de
Europa y el mundo había sido incorrecta, de acuerdo con los secretos de
Fátima. No había, al parecer, demasiado peligro de que la guerra se
generalizara en un futuro próximo. El peligro realmente estaba en el
compromiso fatal: la aceptación del Marxismo, su penetración en la
cultura Europea, su pensamiento de siglos, su política, su economía.
Nada de lo que hizo, ahora lo reconoce, nada de lo que puede recordar,
podía ser una respuesta adecuada a la nueva situación. Él consagró el
pueblo Ruso a la Virgen en 1952. En el año 1050 la honró proclamando su
privilegio especial: Ella estuvo en los Cielos en cuerpo y alma desde el
momento de su muerte. Escribió una carta a todos los cristianos acerca
de Nuestra Señora de Fátima y, en noviembre, comenzó a construir una
basílica en su honor en Fátima.
“Debimos saberlo”, -continúa
diciéndole a Bea-, “Si no en 1948, cuando
comenzó una persecución masiva de Católicos en el imperio de los campos
de prisión de Stalin, cuando los Americanos, en 1952, no consiguieron
ventaja en Corea y cuando los topos implantados por los Soviéticos en
las altas esferas del Vaticano comenzaron su trabajo”.
Bea está cansado y descorazonado, pero recuerda las
veces que el Papa le repitió el relato de lo que le había ocurrido: la
visión en los jardines del Vaticano, por ejemplo, en los que vio una
repetición de la que tuvieron los tres niños portugueses en octubre de
1917 en Fátima, en la que el sol comenzó a moverse de Oeste a Este,
desde el zenit hasta el horizonte; el Papa dijo que había visto a la
Virgen, a San José y a su hijo Jesús, consolándole, animándole.
“Nosotros lo vimos”, -dice
Pacelli-, “Nosotros la vimos, a Nuestra
Señora”.
Bea se levanta. Advierte la fatiga en los ojos del
Papa. “Santidad, ella obtendrá la protección de su hijo. Vuestra
Santidad ha luchado la batalla correcta”. Besa el anilla papal y se
inclina para salir. Una vez fuera de la habitación, se dirige a
Pasqualina: “Llamadme, hermana. Avisadme si la situación empeora”.
Ambos miran hacia el lecho papal a través de la puerta todavía abierta.
Los ojos de Pacelli están cerrados. Su respiración es normal. La hermana
Pasqualina dice: “Los hombres siempre se preocupan por el futuro. El
Señor protegerá a Su Santidad. La Iglesia todavía le necesita. Y usted,
padre, id a descansar”.
Unos cinco minutos después de que se marchan,
Pacelli está aún despierto, su mente continúa viajando al pasado, y
hacia el sueño, escuchando una voz que le dice “Avanti”, como él
dice a sus visitantes. Entonces, sin provocarle sorpresa ni nerviosismo,
como si ya lo hubiera escuchado antes, una voz que conoce le dice
suavemente: “Habrá otra visión” y, tras una pausa, “Habrá otra
visión”. Es entonces cuando se duerme con placidez.
Se despierta hacia las 6:15 de la mañana del 2 de
diciembre de 1954. Todavía está oscuro. El cielo sin nubes y estrellado.
Pacelli recuerda la voz que escuchó antes de dormir: “Habrá otra
visión”.
Todavía tiene dudas, pero ha obtenido la paz.
Escucha las campanas de un cercano monasterio llamando a oración.
¿Cuándo va a morir? ¿Ahora? ¿Hoy? Comienza lentamente a recitar la
antigua oración de San Ignacio de Loyola, el Anima Cristi “Alma
de Cristo, santifícame … Cuerpo de Cristo, sálvame” recreándose en
cada palabra y pensamiento.
Pero no concluye su oración. Como confirmaría Bea
posteriormente, de pronto tuvo la sensación de que las paredes, el
techo, los muebles, incluso su cama están iluminados por una luz que no
asusta ni sorprende, simplemente le rodea, le envuelve, eliminando la
apariencia sólida de las cosas, los colores, el fondo material de las
cosas de la habitación, animando todo con una pureza transparente, todo
alrededor de él y a través suyo, como convirtiendo todo en un espacio
infinito, sin límites, eliminando las barreras de las paredes, el techo,
la calle, la ciudad, la tierra misma.
Ahora, el dolor de las dudas ha desaparecido; ya no
tienen nada que ver con Pacelli. Todo el temor hacia el futuro
desconocido ha sido reemplazado por una gran tranquilidad. Está en el
presente, como si el reloj hubiera detenido su marcha; ya no pasan los
segundos. Todo el mundo de Pacelli es la presencia de su Señor y Dueño,
una inmensa serenidad gobernando todo, la infinita seguridad, el poder
sobre el dolor, todo amor y ternura. Se encuentra en el mismo estado que
Pablo de Tarsus describió como el momento de estar en el Séptimo Cielo,
y que Juan de la Cruz describía como el único éxtasis con el que nuestro
ser podría sentirse satisfecho, cuando la mano de Dios seca todas las
lágrimas y todos los fragmentos de la vida se reúnen en un solo
conjunto.
Se siente animado “Mi querido sirviente, Eugenio”,
respaldado “Mi vicario, mi representante”, reconfortado “Mi
poder es tuyo”, consolado “Cree en mí sobre todas las cosas y
siempre … sin miedo”, tranquilizado acerca de las caras que
siempre habían preocupado a Pacelli, todas las caras de aquellos que
podrían haber sido salvados y no lo fueron.
Todos han cesado de sufrir. Todos en conjunto
aparecen sin sufrimiento, ese sufrimiento que él temía haber sido
incapaz de evitar: ahora ve ojos sonrientes en las vacías cuencas de
aquel sacerdote que le envió Pío XI a Munich, para ser consagrado obispo
secretamente y enviado a Rusia, donde la policía secreta de Stalin le
capturó y torturó. Ahora ve a los niños sonrientes y vivos, que fueron
destrozados por las bombas en San Lorenzo. Al español José Antonio Primo
de Rivera, su amigo, sin los agujeros de bala que le atravesaron en
1936. Los millones de personas que él no había salvado durante la
Segunda Guerra Mundial. Las decenas de millones que nunca supo que
debían ser salvados.
Esta fue su visión, y mucho más, que Pacelli no
comunicaría a Bea y Pasqualina hasta tres años más tarde.
A las 6:25 de la mañana, se oyen unos golpes en la
puerta de Pacelli. La hermana Pasqualina está allí para prepararle para
la visita de los médicos. Cuando llegan no encuentran a un hombre
agonizando “Buenos días, caballeros. Me alegro de verles” es el
firme saludo que les dirige. Se ha recuperado y vivirá otros 4 años
más.
En junio de 1958 (fallecerá en octubre de ese año),
cuando comenta con Bea la visión de aquella mañana, éste asiente, así
como cuando le dice que todo irá bien. La revolución Marxista es
peligrosa. Atravesará toda Europa occidental, llegará a los Estados
Unidos y alcanzará a América Central, aislando a Canadá y Estados Unidos
de la América del Sur. Pero todo está bien. “Si Satán tiene su
proyecto, Nuestro Señor Jesús sabrá cómo vencerle”.
Esta vez Bea comprende: el viejo Papa está
muriendo. Los doctores lo confirman. También Pacelli lo sabe. Ya ha
comenzado la búsqueda de su sucesor y Bea, como asistente y secretario
está participando. No considera prudente llenar la cabeza de Pacelli con
los detalles y los hechos que traen la nueva revolución y las
dificultades inherentes. Para Bea, el Marxismo es solamente una cuestión
temporal; la revolución más importante está aún pendiente, está en lo
más profundo de las almas de las naciones. ¿Cómo va a enturbiar los
últimos meses de vida del último de los grandes papas, diciéndole que la
idea de grandeza y hegemonía de Roma está pasada de moda y en vías de
extinción? Una vez que Pacelli ha visto la cara de Jesús en el Cielo,
como referiría Bea más tarde, el Papa lo comprendería todo dentro de su
alcanzada paz total y su santidad conseguida. Pero, en favor de Pacelli,
diremos que, al igual que todos los romanos, él era el primero de ellos
en reconocer que esa revolución estaba cerca, aunque él lo comprendiera
solo parcialmente.
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