Declive y caída (6)


 


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Esperando en la encrucijada

     Cuando el Papa Juan Pablo II viajó a Puebla, Méjico, en enero de 1979, tenía la mente muy clara acerca de la geografía interna de su Iglesia y había condenado “la separación que algunos han establecido entre la Iglesia y el Reino de Dios”. No podría haberse dirigido más clara y directamente a ciertos campeones del concepto de Iglesia Romana “popular” que allí le escuchaban. Juan Pablo no dudó un instante en reafirmar que la Iglesia estaba organizada jerárquicamente por los obispos y sacerdotes bajo la obediencia directa al Papa. 

     Ningún amigo ni enemigo del presente Papa pudo abrigar ilusión alguna sobre este punto. Para él, “el pueblo de Dios” siempre formaría parte del “reino de Dios” tradicional. Tanto verbalmente como por sus acciones, antes y después de su discurso en Puebla, Juan Pablo II siempre ha dicho y continuado diciendo que, tal y como él lo ve, la Iglesia nunca ha sido, es, ni será jamás una democracia en su funcionamiento interno. La Iglesia tiene tratos ahora con cosas que no tienen nada que ver con su misión espiritual; pero su fundador estableció una jerarquía, y su vicario tiene la obligación de mantenerla en ese camino, aunque tenga que desprenderse de cualquier otra cosa. 

     Wojtyla no escatima nada para hablar con total claridad. “No necesitamos ni deseamos”, dijo tajantemente en Puebla, “ningún sacerdote que sea político ni que tome las armas en movimientos revolucionarios”. Cuando alguien señaló la creciente popularidad del teólogo rebelde Hans Küng, Juan Pablo respondió pacientemente: “Bien; pero yo soy el Papa”. 

     Nadie puede crear una teología”, escribió en marzo de 1979, con un ojo puesto sobre algunos teólogos alemanes y franceses, “basada en una simple colección de ideas personales”. Y cuando oyó hablar de ciertos profesores de la Universidad Católica de Washington, dejó claro que: “es un derecho de los creyentes no ser perturbados por teorías o hipótesis sobre las que no son expertos ni pueden juzgar”. 

     Estas declaraciones provocaron duras reacciones hacia Juan Pablo II. Para muchos conservadores es “simpático” pero “alejado” de materias como el amor marital, contracepción, aborto y homosexualidad. Para muchos tradicionalistas es un “actor” ante las masas pero sin reflejos suficientes para deshacer todas los males que Pablo VI dejó en la Iglesia. Para progresistas y liberales del mundo occidental, es un demagogo, una especie de emigrante polaco que se construyó su camino hasta el Vaticano y seguramente será seguido por una banda de pseudopolíticos polacos; un eslavo que no comprende el estado de avance que tiene el intelectualismo occidental, que pretende imponer de nuevo el “catolicismo puro y duro” de la antigua Polonia a una mente religiosa occidental mucho más evolucionada. 

     Un diario progresista francés vio en el estilo de Juan Pablo II “un renacimiento del triunfalismo de Roma” y “una excesiva personalización del papado”. El autor del artículo, con un “claro y obvio acercamiento democrático a la Iglesia”, argumentaba que nadie debía ser recibido ni aclamado en lugar alguno como lo es el Papa en sus viajes. 

     Ninguno de estos epítetos y descripciones de Karol Wojtyla como Papa Juan Pablo II afectaron realmente al hombre. Se podría pasar largo tiempo  describiendo a este hombre como intelectual, humanista, administrador, teórico, viajero incansable, políglota, luchador en las calles, pensador político progresista, negociador duro. Muy pocas de las ácidas críticas vertidas sobre él encajarían en su verdadera personalidad. 

     Hay un motivo que es la razón fundamental por la que es objeto de tales críticas. Pero, antes de examinar esta razón, debemos conocer las circunstancias actuales en que Wojtyla está inmerso.

     Llegó a Papa en octubre de 1978, cabeza titular de una organización mundial estructurada esencialmente alrededor de sacerdotes y obispos, centrada en el Vaticano con sus ministerios subordinados, que son las congregaciones. 

     Durante los quince años anteriores, mientras reinaba el Papa Pablo VI, de los seminarios católicos de todo el mundo salieron generaciones de sacerdotes jóvenes, con veintitantos años, que se graduaron y fueron ordenados todos los años. Fueron enseñados por profesores que menospreciaban o rechazaban los dogmas católicos de moralidad y de fe que Juan Pablo II considera esenciales; la infalibilidad del Papa y su jurisdicción sobre todos los obispos fueron dos de ellos. Sobre estos dos dogmas reposa la institución monárquica y la vieja idea de la Iglesia Romana. Sin ellos, la Iglesia de Roma poco tiene que hacer, tal y como la conocemos. 

     Gradualmente, los jóvenes sacerdotes fueron llenando los distintos rangos del sacerdocio romano: unos llegaron a obispos, otros se hicieron profesores, otros misioneros en África, Asia y América Latina, otros escalaron puestos en parroquias, universidades, institutos, medios católicos de influencia y ministerios vaticanos, además de las múltiples actividades que el sacerdocio católico lleva a efecto por todo el mundo, como instituciones científicas, legislaturas locales, servicios sociales, etc. El efecto total, en su conjunto, empezó a notarse precisamente cuando Juan Pablo II fue elegido: la noción tradicionalista católica romana de jerarquía mundial de los obispos, todos ellos bajo la autoridad papal, que es quien decidía sobre todas las materias concernientes a fe y práctica moral, ahora estaba en entredicho y en discusión frontal. 

     Una mirada al conjunto de obispos romanos católicos y profesores de teología de la Europa occidental y América Latina, muestra que posiblemente más de los dos tercios de estos no sienten necesidad religiosa alguna de estar de acuerdo con los principios de Juan Pablo II, en cuanto a las creencias y las reglas de moral que proclama. En un país como Holanda, una mayoría de obispos junto a su único cardenal, Jan Willebrands, de sacerdotes y de laicos, se proclaman a sí mismos rebeldes y en contra de la autoridad papal. Los obispos de Irlanda y España, anteriormente bastiones de la autoridad de Roma, también están imbuidos de total independencia del Vaticano. La mayoría de los obispos católicos de Estados Unidos escuchan las directrices de Juan Pablo II, pero dejan muy claro, a través de sus actos, que no esperan que sus sacerdotes, sus profesores de seminarios, etc. tomen muy en serio la autoridad del Papa. Por América Latina, en materia de Comunismo, Juan Pablo ha fallado en dos ocasiones (incluso con sus visitas personales allí) en cuanto a conseguir la alianza de los cardenales, así como la de los dos tercios de los obispos, sacerdotes y monjas. Estos no ven alternativa posible a la forma de gobierno Comunista y economía Marxista, que no sea lo que denominan “socialismo democrático”. El distanciamiento con la Roma de Juan Pablo II se extiende y crece. 

     Ahora están instalados en seminarios, universidades y diócesis una nueva generación de jóvenes obispos, sacerdotes y monjas que comparten este distanciamiento, que además están “produciendo” nuevas generaciones de religiosos con estas ideas cada año. Ojeando papeles diocesanos, escuchando los sermones dominicales en las parroquias, revistas y publicaciones diocesanas, leyendo los libros recomendados por el clero católico, en todas partes se observa el reflejo de una nueva teología que no tiene en cuenta a la autoridad romana y que parece proclive a la continua experimentación. Los viajes de Juan Pablo II por Europa y América Latina solamente han servido para subrayar y hacer más patente esta divergencia. En todas partes es aclamado por las multitudes, pero ha rezado utilizando antiguas doctrinas que han sido ya abandonadas o criticadas por los sacerdotes y obispos que son sus anfitriones. 

     En casa, en la burocracia del Vaticano, Juan Pablo se enfrenta a los empleados que, en situaciones normales, tenían asegurado su puesto de trabajo durante diez o veinte años antes de jubilarse. Fueron contratados por Pablo VI. No tienen simpatía alguna por el nuevo Papa y sus ideas, además de que comparten las creencias que se establecieron en la Iglesia durante el papado de Pablo VI. Juan Pablo II no puede controlar ni siquiera su propia burocracia vaticana. Esta es la institución católica romana cuya estructura jerárquica defiende Juan Pablo. 

     Bajo esta dividida y fracturada institución, está todo un mundo laico con fuerzas disonantes animando a la población a pensar que la nueva civilización está basada únicamente en la ciencia y en la tecnología. La antigua civilización que la Iglesia creó ha muerto; no hay probabilidad de que esta Iglesia pueda florecer en esta era tecnológica, cuyos efectos más importantes están empezando a herir a la Iglesia de Roma donde más le duele al Catolicismo. 

     Por todo el mundo, hombres y mujeres están aceptando los nuevos avances como lo más normal y natural: aborto, contracepción, divorcio, libertad de conciencia en materias religiosas, educación laica, homosexualidad, todo aparece ya como obvio. El futuro inmediato promete cosas como la ingeniería genética y la  eutanasia y, al menos en Estados Unidos y Holanda, se puede predecir con certeza que, durante el papado de Juan Pablo II, aparecerán sacerdotes femeninos y casados que impartirán doctrina sin tener en cuenta a Juan Pablo y su Vaticano. No hay posibilidad de que Wojtyla pueda detener estos avances. Una ojeada a la actitud de los obispos de Irlanda, Inglaterra y los Estados Unidos, por ejemplo, lleva a la conclusión de que ellos ven estos hechos como inevitables y que están intentando acomodarse a la nueva situación. Por el momento estos obispos no están en contradicción con el “Romanismo” tradicional de Juan Pablo II, pero no hay duda de que se están preparando para lo que venga. En una palabra: quieren sobrevivir. 

     Para recuperar la situación a su estado tradicional anterior, elegir obispos y profesores de seminario que compartan sus ideas, reemplazar a los burócratas medios en los ministerios del Vaticano, obtener una generación de sacerdotes con ideas tradicionalistas, retirar a los que no comparten estas ideas, etc. todo esto llevará más que la vida entera de Juan Pablo, suponiendo que pudiera efectuar estos cambios... 

     De hecho, la visión de Juan Pablo II, aunque se estremezca al considerarla, es que en diez o veinte años más la religión, como él la entiende, dejará de tener influencia y efecto en los asuntos públicos. Todo su intento de restablecer la jerarquía tradicional responde solamente a sus convicciones, no a su razonamiento. 

     Separada de su influencia política y poder financiero, la iglesia que quedará será una autoridad espiritual la cual, por supuesto, es todo lo que su fundador prometió. Desde hace mucho tiempo, Wojtyla y todos lo saben, que los cristianos ya no se basan en una autoridad exclusivamente espiritual. De hecho, desde los tiempos de Silvestre I. Desde entonces, la historia del Cristianismo demuestra que su mensaje espiritual ha sido siempre distorsionado por la espada dorada que enarbola la Iglesia. Esto es cierto, incluso en épocas de reformas. El esfuerzo de Lutero, por ejemplo, en el siglo XVI, se basaba en medios políticos y militares. En casos como este, los papas comprendieron que la mejor forma de avanzar era retroceder. Hace muchísimo tiempo que la humanidad no ve un ejercicio de pura espiritualidad aunque, si lo vieran, tampoco lo podrían reconocer como tal, sobre todo los Católicos Romanos. Las manifestaciones espirituales públicas del siglo XX han sido básicamente sociológicas, como los aumentos de fanatismo islámico, las teorías de “volver a nacer” (reencarnación, etc.), las agitaciones públicas de organizaciones “por la vida” o el judaísmo americano, los mormones, la Conferencia del Liderazgo Cristiano del Sur o las repelentes sectas con su exclusivismo hacia otras razas (Guayana, etc.). 

     Lo que pueda aparecer de espiritual en esos movimientos, es rápidamente adulterado y utilizado por fuerzas y poderes políticos. El resultado directo de todo esto es el miedo genuino que los grupos religiosos generan en la población, porque suelen estar en contra del proceso civil y político. 

     La posición enfrentada de Juan Pablo II y la gran mayoría de sus obispos, así como la existente entre intelectuales y teólogos de su Iglesia, surge de una diferencia fundamental de planteamiento. Durante mucho tiempo  fue aceptable, para los oponentes de este Papa, considerar como positivas las nuevas “creaciones” e ideas nacientes de la tecnología científica actual. Ellos intentaron actualizar a los cristianos (y más expresamente a los católicos) modificando las materias que se enseñaban, para hacerlas más acordes con los tiempos de hoy, aunque se apartaran de las tradiciones seculares puras. No han considerado la posibilidad de que el Cristianismo y, por supuesto, el Catolicismo, tuvieran su propia forma de pensar y comportarse con respecto a la humanidad y el mundo. 

     Wojtyla, como pensador y como Papa, mantiene una postura muy diferente. Buscar la “iluminación” religiosa partiendo de fuentes seglares es, para él, atrapar al hombre en este universo material. Desde su punto de vista, el hombre fue creado por Dios para ser dueño del mundo material, no para estar sujeto a él. La humanidad debe tener una escala de valores, una espiritualidad, que trascienda el universo material. 

     Así pues, Wojtyla condena a un Hans Küng por sujetar la revelación cristiana a la antropología y a la sicología contemporáneas; a un Raymond Brown por sujetar los Evangelios a los descubrimientos lingüísticos y arqueológicos; a los defensores del control de la natalidad, de la homosexualidad y de las tolerancias sexuales, por sujetar a hombres y mujeres a valores de utilidad material; a cualquier Marxismo por sujetar a la humanidad a valores exclusivamente materiales y económicos; a cualquier forma de Capitalismo por sujetar a la humanidad a imperiosas demandas de mercado, de producción, de consumo, de acumulación de riqueza. 

     Wojtyla insiste en que la enseñanza Católica tradicional tiene suficiente estructura ética y contenido propio, de las que emerge la respuesta a los reproches del Ayatollah Jomeini. En esa respuesta residen los comentarios que se pueden hacer sobre la pasada carrera de la Iglesia de Roma en el terreno político. 

     No hay nada que objetar a que exista un Cristianismo involucrado en política y en campos sociales, siempre y cuando que esto sea en términos puramente religiosos y de que no se convierta en una ideología laica. De un plumazo Wojtyla niega cualquier validez a los “teólogos de la liberación” que han adoptado en teoría y en la práctica el “socialismo democrático”, también a los obispos que forman parte de juntas capitalistas, a los intelectuales que buscan explicar la revelación Cristiana en ciencias seglares y laicas, así como a los teóricos éticos que desean “modernizar” la moralidad Cristiana para acomodarla a “la liberación sexual” de estas décadas. Juan Pablo, además, enjuicia duramente (aunque en silencio) a muchos de sus predecesores en la silla de Pedro. Aquellos también estaban inmersos en asuntos terrenales en su conducta y el gobierno de la Iglesia. Él no lo olvida. 

     Estos puntos de vista ponen a Wojtyla en colisión directa con las opiniones y creencias de la mayoría de los componentes de su Iglesia. También explicarían lo vertiginoso de sus viajes. A toda costa intenta llegar a la mente de todas las burocracias clericales y a las mentalidades congeladas de muchos intelectuales, por todo el mundo, Cristianos y no Cristianos. Su mensaje es muy claro.

     Hemos ido demasiado lejos por el camino del conformismo y adaptación a los valores seglares, dice, no hay ya razones obvias ni apremiantes para que los hombres y las mujeres de nuestro mundo puedan reconocer en la Iglesia la apariencia ni la actividad ni signo alguno que indique que ésta representa el camino de la salvación de Jesucristo y la divinidad de Dios, que siguen siendo las enseñanzas esenciales para la humanidad de estos días y de todos los tiempos. Ejemplos importantes, pero unitarios, son la entrega de la Madre Teresa de Calcuta, la labor humanitaria de algunos servicios de la Iglesia, la escolarización y los aportes científicos de miembros solitarios de la Iglesia, todos ellos reconocidos, admitidos y aclamados por una humanidad agradecida. Ninguno de ellos se toman como signo de lo sobrenatural, sino como meros Cristianos que intentan aliviar las miserias humanas. Nada, realmente nada sustancial, del núcleo de las enseñanzas de la Iglesia Romana sobre moralidad o creencias es aceptado por las masas de nuestros contemporáneos. 

     Tal y como están las cosas hoy, ni siquiera la posible aparición de algún signo tan impresionante como la cruz que el Emperador Constantino creyó ver en la puesta de sol de la víspera de una batalla decisiva, hace unos 1.600 años, funcionaría como truco válido. La humanidad actual no parece interesada, solamente atemorizada quizá, llena de dudas que no llevan a la inspiración. En estas condiciones, nada apunta a la Iglesia Romana como la institución que enseña el único camino de salvación para la raza humana. Dejando aparte a individuos aislados y a pequeñas comunidades, una persona no creyente es imposible que vea mensaje alguno acerca del valor del sacrificio Cristiano, del principio cristiano de pobreza ni del compromiso de la fe Cristiana con la humanidad. De hecho, una gran mayoría de los humanos de hoy describiría al clero Católico que conocen como hombres de carrera que viven más o menos como el resto, actuando aproximadamente con los mismos principios de los demás, inmersos en las mismas confusiones, impresionados por los mismos peligros actuales, tan desamparados como el resto de la humanidad. 

     Esto aparece mucho más claro si fijamos nuestra atención en el impresionante número de Católicos Romanos (clero y seglares) que trabajan en el Tercer Mundo y en ghettos urbanos, conviviendo con los habitantes locales. Es de notar que sus contribuciones en nada difieren de las que aportan sus contemporáneos no creyentes. Clínicas dentales, leche en polvo, métodos de granja, cooperativas, escuelas técnicas, conducciones de agua potable, ropa, asistencia médica, educación política, sindicalismos, todos estos campos y muchos más son sumamente normales tanto para la Iglesia actual como para los no creyentes. En nada se distingue a ateos, Católicos, Cristianos, en cuanto al tipo de ayuda que se entrega a los oprimidos, los míseros, los pobres. Por el contrario, en muchas áreas, los trabajadores Católicos se identifican a sí mismos con causas populares, con “socialismo democrático”, con Comunismo, incluso con las acciones armadas de guerrillas y revoluciones. El mensaje es que no se puede acometer misión espiritual alguna hasta que se recupere el nivel material de dignidad humana. Más y más altos miembros de la Iglesia se vuelven cada día contra el Capitalismo. “Las prácticas de corporaciones multinacionales traen el hambre y la miseria al pueblo de este continente (África) y al resto del Tercer Mundo”, dijo el Cardenal Pablo Zoungrana, arzobispo de Ouagadougou, Alto Volta, el 7 de octubre de 1980. 

     Puede que sea así. La conclusión a la que llegan muchos de los cristianos actuales es que obispos, teólogos e intelectuales de la Iglesia Católica Romana no tienen respuestas cristianas ni específicamente religiosas para las cuestiones que torturan al mundo actual; cuando la Iglesia intervino en el pasado en asuntos políticos y sociales, aportó solamente soluciones laicas; y hoy, habiendo perdido la mayor parte de su poder en cuestiones materiales, una buena parte de sus miembros se está haciendo adicto a alguna forma de socialismo, mientras que el Vaticano y sus patrocinadores promueven causas capitalistas y declaradamente de derechas. 

     Lo más cruel en la vida del papa Juan Pablo II es que, con toda probabilidad, no tendrá tiempo de formular las adecuadas respuestas a la cuestión más candente: ¿Cuál es el papel de la Iglesia Romana en los asuntos políticos y sociales? No tendrá tiempo por dos razones: la condición en que se encontró la Iglesia, esa institución que él se creía elegido por la divinidad para su gobierno, además de la vorágine de circunstancias y hechos que traen consigo los últimos años, que reclaman soluciones inmediatas, sin posibilidad de reflexión y a una velocidad que no le permite, simultáneamente, la reordenación de su institución. 

     En menos de los primeros tres años de su papado, Juan Pablo ha colocado al Vaticano, su administración y a sí mismo, en una nueva dimensión siendo ambos el objetivo primordial de aquellos que pretenden la destrucción de las instituciones políticas y religiosas vitales para la supervivencia del modo de vida del mundo occidental. En este contexto, no hablamos necesariamente de organizaciones terroristas o revolucionarias que se adjudican la autoría de atentados y acciones destructivas en las últimas décadas. El antecesor de Juan Pablo, Pablo VI, movió al Vaticano y a la Iglesia Romana en la dirección inversa, es decir, haciendo estos elementos lo más aceptables posible para el orden mundial que encontró, pues lo creía inevitable. Juan Pablo II no lo cree así, así que trabaja para deshacer el dudoso avance del papa Pablo VI. 

     Juan Pablo está influido por estos hechos tanto como por la fuerza de su propia personalidad. Comenzando en noviembre de 1978, pocos días después de su proclamación como Papa, provocó reacciones de respeto, incluso admiración, en los representantes de los gobiernos que fueron enviados para entrevistarle, así como en los miembros principales de los gobiernos que le visitaron. Las nuevas instrucciones que fueron enviados en las 78 misiones diplomáticas papales por todo el globo, también produjeron las mismas reacciones. Por primera vez en unos veinte años, surgió la convicción en oficinas gubernamentales y en cancillerías diplomáticas por todo el mundo de que el Vaticano estaba ahora gobernado por un hombre de Iglesia que tenía la capacidad diplomática de Pío XII, el atractivo público de Juan XXIII, además de otras cualidades personales que fuerzan, a aquellos con los que entra en contacto, a revisar sus prejuicios acerca del papel de la Iglesia oficial y su Vaticano en las crisis de los años ochenta. Los juicios y opiniones de Juan Pablo dieron la vuelta al mundo de cancillería en cancillería. Tras una visita oficial del soviético Andrei Gromyko, en diciembre de 1978, Juan Pablo fue preguntado sobre cómo compararía al diplomático ruso con otros colegas suyos que hubiera conocido antes. “Gromyko”, respondió utilizando una popular expresión polaca, “es el único caballo que se apoya sobre las cuatro patas”. 

     Dentro de las ramificaciones de las relaciones internacionales y de las comunicaciones entre gobiernos, este prestigio personal conseguido por un estadista es en sí mismo una fuerza poderosa y decisiva. Por todo esto, las actitudes, las convicciones y las intenciones de tal estadista deben y han de ser tenidas en cuenta, además de que modificarán necesariamente (o al menos afectarán en alguna medida) la conducta de los gobiernos laicos. En este corto periodo de tiempo, Juan Pablo II y su administración Vaticana han pasado a ser vistas como uno de los pilares importantes del mundo occidental y una de las instituciones necesarias para su propia supervivencia. 

     El éxito de sus viajes papales, medido por medio de las reacciones del pueblo llano allá donde ha llegado, no hace más que afirmar su prestigio y su profunda influencia en las mentes y corazones de sus contemporáneos. De hecho, él es el único líder mundial que puede viajar a cualquier continente y provocar reacciones emocionales tanto en Cristianos como en no Cristianos. 

     Su papel y su conducta en la crisis polaca de finales de 1980 y principios de 1981 pertenecen a un caso particular. La historia “real” de aquellos acontecimientos todavía está por escribir. Desde el principio, Juan Pablo supo lo que ocurría: la carencia de alimentos básicos estaba deliberadamente provocada; la Unión Soviética nunca enviaría tropas atravesando la frontera de Polonia hasta que hubiera estacionado en ella suficiente número de hombres y materiales que pudieran controlar cualquier reacción popular o política; también sabía que cualquier crisis en Polonia estaría iniciada desde el partido Marxista de la propia Polonia. 

     Ya en noviembre y diciembre de 1980, cuando la gente que estaba en contacto con el Departamento de Estado de los Estados Unidos y las agencias europeas y norteamericanas extendía la noticia de que una invasión rusa era inminente, Juan Pablo sabía que dicha invasión era un hecho improbable. También sabía que un conflicto entre Polonia la Unión Soviética favorecería, a corto plazo, a los intereses occidentales. Para él estaba claro que la ascensión de Solidaridad, la organización de trabajadores encabezada por Lech Walesa, se hizo posible gracias a la habilidad y las intenciones del “Komitet Obrony Robotnikow, más conocido en el Oeste como KOR, el Comité de Defensa de los Trabajadores, de inspiración Trotskista, liderado por el polaco Adam Michnick, un miembro devoto del Partido Comunista Polaco. 

     El sueño de Michnick y su KOR era forjar una alianza entre la izquierda polaca y la Iglesia Católica de Polonia, provocar una invasión Soviética o una entrada militar en el país, consiguiendo así un desmembramiento de la Iglesia Católica en Polonia. 

     Que los Soviéticos no se asustaran ante las semanas iniciales de la “crisis”. Que las maquinaciones del KOR, escondido tras la fachada de Solidaridad fueran condenadas públicamente por la jerarquía de la Iglesia Católica Polaca. Que los gobiernos occidentales fueran informados de la decisión de Juan Pablo II de denunciar en público a los que tenían interés en promover el conflicto Polaco-Soviético. Que no se derramara sangre en Polonia.

     Estos y algunos otros fueron los logros de Juan Pablo durante los primeros meses de 1981. 

     Pero estos esfuerzos y su papel en estos hechos, dejando aparte el perjuicio que provocó en los que esperaban enriquecerse con la crisis polaca, también perjudicó a una estrategia muy bien planeada para una revolución social. Así pues, en la primavera de 1981, como persona, se convirtió en un elemento indeseable en la vida internacional. Hay que añadir a sus acciones durante la “crisis” polaca, su firmeza ante el terrorismo vasco (ETA) en España, el IRA en Irlanda del Norte, el lenguaje categórico que utilizó al responder al PLO y las decisiones administrativas hacia aquellos sacerdotes, monjas y obispos en América Latina cuyas simpatías Marxistas y revolucionarias ya no podían ser excusadas. 

     Así que el primer intento de eliminarle por medio de un asesinato público en mayo de 1981 por el turco Mehmet Ali Agca, un asesino profesional empleado para este propósito por unos desconocidos, fue impactante (uno de los propósitos de este acto era el de desmoralizar, como lo fue el asesinato de J.F. Kennedy) pero fue totalmente predecible, inevitable, como lo fueron los intentos sucesivos. Para aquellos que pretenden deshacer el equilibrio y la paz en España, Irlanda, Italia, América Latina, Medio Oriente y cualquier otro lugar, molestan las advertencias de Juan Pablo II, su prestigio personal y la influencia de su Vaticano y su Iglesia contra el intento de fuerzas privilegiadas de deshacer las instituciones vitales del mundo occidental que lo hacen posible en estos días. 

     Pero los logros de Juan Pablo en actualizar su Iglesia, a la velocidad que cambia la situación internacional, teniendo en cuenta el intento de acabar con su vida, se ven reducidos ante el dilema en el que el Papa y su Institución están prisioneros. Por el momento, como líder espiritual, no presenta una amenaza importante para los que atentaron contra su vida. El Dalai Lama, el Arzobispo de Canterbury o Bill Graham tendrían un destino similar. Aunque ellos no se preocupen como lo hace Juan Pablo. 

     Por los datos que tenemos a nuestra disposición, la influencia de este Papa y su Vaticano supera a la de la mayoría de los poderes de la clase media de nuestro mundo (digamos Francia, Alemania o Brasil), y modifica, unas veces complacientemente y otras con disgusto, las conductas de las dos grandes potencias. Incluso el innatamente hostil Politburo Comunista de Peking empieza a sentir su influencia y la necesidad de entrar en contacto con él. En este contexto de poder, es importante subrayar la sólida posición de Juan Pablo II y su Vaticano como importante miembro de la comunidad de los financieros internacionales. Los movimientos que influyen en la aparición de guerras están construidos con dinero, así como los que intentan conseguir la paz posterior. Cualquier poder que esté en alto grado relacionado con los mercados internacionales queda, inevitablemente, arrastrado a este tipo de diplomacia económica. En principio es cierto que la responsabilidad final de las instrucciones sobre la influencia financiera del Vaticano, está basada en la firma de Juan Pablo y su bendición papal. Pero como hay tantos asuntos que atender en el Vaticano, el control preciso de esta institución y sus financias no está siempre ejercido por el papa. 

     Cierto que el Vaticano de Juan Pablo II ya no posee todas las tierras y propiedades, los estados papales que se extendían por toda Italia. Estos y su gobierno central en el Palacio Quirinal de Roma fueron expropiados en 1870. Los ejércitos, flota, arsenales, fortalezas, artillería y fuerza policial que el Vaticano poseía hace 110 años han desaparecido. Ya no tiene alianzas ofensivas y defensivas con gobierno alguno. Ni gobernante que hoy tenga autoridad que dependa de los acuerdos con el papado, como era normal en los gobernantes de Europa no hace mucho tiempo. 

     Pero, en términos de estado papal o pertenencias, el Vaticano tiene por todo el mundo más de lo tuvo jamás. Su liquidez económica y sus inversiones han sobrepasado en mucho cualquier suma que, proporcionalmente, tuviera nunca el papado clásico. Al principio de los años ochenta (a la publicación de este libro) el Vaticano tiene un papa que sabe cómo utilizar el poder material de su Institución, así como la intangible, pero no menos poderosa influencia religiosa y poder espiritual. Karol Wojtyla, como Papa Juan Pablo II, parece haber nacido para esta misión. Se sienta en el pináculo de su doble poder, espiritual y material, y ha aprendido cómo utilizarlos para obtener y mantener su posición de influencia privilegiada en el mayor centro de poder del mundo. 

     Pero él y su Vaticano e Iglesia están aprisionados en el dilema que, como ocurrió una y otra vez con papas anteriores, está destinado a provocar una disminución de la “estatura” espiritual de Papa e Iglesia. Sus mayores males surgen de la influencia privilegiada que se basa en sus poderes material y espiritual. Porque, en cuanto a su influencia en lo material, al menos algunas de sus acciones han sido, necesariamente, políticas y por lo tanto representan un compromiso de lo espiritual con el ejercicio de actividad política. 

     Algunas de las acciones de Juan Pablo II en esta categoría: su papel en la “crisis” polaca; el envío del secretario papal Magee a visitar a Bobby Sands, activista del IRA en huelga de hambre, seguida inmediatamente de la visita a las autoridades británicas en el Ulster; su advertencia al primer ministro español, Adolfo Suárez, de que, si su proyecto sobre el aborto se convertía en ley, se suspendería su visita a España (la renuncia de Suárez en enero de 1981 fue parcialmente causada por la actitud del Papa); su disposición a mediar en el conflicto del Canal Beagle entre Chile y Argentina (al menos se impidió un derramamiento de sangre); su firme actitud frente a lo que se consideró políticamente inaceptable por los gobiernos de Francia y Méjico como condición necesaria para su visita a estas naciones; incluso su encuentro con el muy progresista y teológicamente “liberacionista” Don Gerardo Majela Reis, arzobispo de Diamantina en el Brasil central. ¿Había otra salida para Juan Pablo, que declarar, como su conciencia le dictaba, durante el odiado debate sobre el aborto en Italia en 1981, que declarar que “toda legislación favorable al aborto es una muy grave ofensa a los derechos humanos y a los mandamientos divinos”?. Los legisladores Italianos, el Partido Democristiano, así como los votantes italianos, tuvieron que verse influidos por su voz, puesto que estaban en lo que fue, formalmente, un acto político. 

     Los hechos actuales, la vida de hoy, han colocado a Juan Pablo II en una posición en la que no puede ejercer su autoridad espiritual ni llevar a cabo su misión papal sin, automáticamente, pasar al plano de los asuntos civiles, de la política nacional o internacional, o de los intereses financieros. La rueda ha dado una vuelta completa. Los peligros que ensombrecieron a los papas anteriores en el ejercicio de su oficio supremo, ahora son la base de Juan Pablo. La clase de  mundo que habita es la fuente de sus dificultades. Lo diferente de esta situación es que el mundo ya no reclama territorios, sino recursos naturales; sin dogmas religiosos. En su lugar, este mundo se convertirá en una especie de comunidad humana envuelta en sus circunstancias. El mundo de Juan Pablo está polarizado entre dos sistemas económicos contendientes, comunista y capitalista, basado en dos ideologías excluyentes, Capitalismo y Marxismo, ambos poderosos y muy fuertemente armados. La organización de su Iglesia se rompe. Sus obispos, sacerdotes y creyentes en todo el mundo están polarizados del mismo modo. La mitad de los aproximadamente 740 millones de Católicos pertenecen a una de las dos ideologías. 

     Juan Pablo, por lo tanto, es y no puede ser otra cosa que un Papa de transición, un Papa apresado entre el final de una era y los inicios de otra. No pertenece a ninguna de ellas. No puede cambiar la era que termina. No encajaría en la que viene. Debe mantenerse y presidir el declive y la caída de su organización eclesiástica, intentando que las doctrinas básicas de su fe se trasladen intactas a la nueva era en la que la sociedad humana de cualquier parte de la tierra no será comunista ni capitalista, inmersa en un sistema de gobierno no inspirado en ideología ni filosofía alguna, sino organizado en base a una tecnología universal. 

     Juan Pablo II no tiene opción real y la pierde de día en día: no puede dar respaldo al Comunismo Marxista; cuando actúa políticamente, debe optar por un capitalismo modificado como medida provisional, sabiendo que no puede tampoco reformar ese Capitalismo en su raíz, que no puede detener la lenta caída de esta tendencia política, sabiendo también que en el largo camino que queda por delante, deberá oponerse al consumismo capitalista que sujeta a hombres y mujeres a valores puramente materialistas. Sea por causas naturales o por la bala de algún asesino comprado, dejará algún día la escena humana cuando los asuntos humanos (intereses cívicos de pequeñas ciudades así como los temas nacionales de las grandes comunidades) se deciden en las gradas de supranacionales burocracias cuidadosamente guiadas, en sus órbitas alrededor de este universo humano, por un palco más alto lleno de directores e intereses. 

     Dentro de su corto recorrido por la vida, puede solamente seguir recordando, a sus seguidores y contemporáneos, lo que escribió a los obispos brasileños el 10 de diciembre de 1980: 

     Tenemos una misión esencialmente religiosa que no tiene como primer objetivo la construcción de un mundo material mejor, sino de un reino que empieza aquí y será totalmente realizado en el Cielo …”. 

     La tensión en la actitud de Wojtyla aparece porque está compitiendo, no contra el tiempo en sí, sino contra la profundización de determinadas ideologías en los asuntos humanos, a las que gobiernos asustados, con la connivencia pasiva de sus pueblos, están entregándose en una política de supervivencia basada en la posesión de tecnología, al mismo tiempo que la sociedad humana de todo el mundo se transforma hacia un sistema mundial estructurado jerárquicamente. Este desterrará al Cristianismo actual (y a cualquier religión) de todos los círculos de poder y de influencia sobre la conducta humana. Juan Pablo no espera vivir lo suficiente para ver estos cambios ni llegar a ver cómo la oscuridad envuelve las vidas diarias de hombres y mujeres. Pero espera que surja una brisa fresca entre los hombres a favor de una autoridad moral y espiritual, en la larga noche presente. Él entrevé un mundo en el que la superficie está congelada con las frías losas del nacimiento por decreto, vida por computador, felicidad electrónica, conducta condicionada y muerte de acuerdo con ciertas tablas. Nos recuerda, en contra de este futuro propio de Orwell, las bases más antiguas de la memoria Cristiana Romana: Se os dará lo que deis, se perdonará lo que perdonéis, morirás porque has nacido para la vida eterna. “Si no estoy preparado para morir, lo vale la pena vivir”, dice repetidamente. 

     Juan Pablo y su Iglesia ha alcanzado la misma encrucijada que el resto de la humanidad de hoy. Nadie, ni él ni nadie, puede predecir con exactitud qué camino de esta encrucijada eligirá la familia de naciones. Pero él no necesita saber tanto. Pero él y su Iglesia debe continuar recordando a todos aquellas palabras de despedida de Cristo la noche anterior a su muerte, cuando señaló las dos condiciones necesarias para el éxito … “si me amas obedecerás mis mandamientos … y no te dejaré sin protección … mi Padre y yo te daremos el espíritu de la vida … estará permanentemente a tu lado … estará siempre contigo … porque estoy vivo, y tú también lo estarás”. La continuidad de la Iglesia de Juan Pablo II depende, final y únicamente, en esa obediencia y esa fe. Todo lo demás, desde el punto de vista de la religión, no importa en absoluto.

 


Toda la documentación utilizada en esta página está basada en la obra "The decline and fall of the roman church" (1981) del escritor y sacerdote Malachi Martin, en la traducción al castellano de Ignacio Solves.