Ponciano, el que esperaba a Jesús
Si se desea saber
cómo era la iglesia de Jesús entonces (y podría volver a ser) y lo que
ocupaba toda la atención de los sucesores de Pedro, echemos una ojeada
sobre un hombre llamado Ponciano.
Doscientos años
después de que Jesús presentara su iglesia y nombrara a Pedro su líder,
los cristianos de Roma esperaban y creían en que Jesús reaparecería,
triunfaría sobre sus enemigos y les bendeciría con la felicidad eterna.
Creyeron firmemente en este triunfo y su bendición, y lo consideraron
como una deuda pendiente.
Porque Pedro les
había dicho: “El fin del mundo está cerca ... preparad vuestras almas
para el momento en que Jesús regrese”. También recordaban que Pedro,
a punto de morir, había designado a un esclavo, Linus, como su sucesor y
les expuso: “Seréis recordados por lo que yo os he enseñado”. Y
cuando Linus iba a morir señaló a un hombre llamado Cletus con el
consentimiento de todo el grupo de Cristianos. Así continuó la historia.
Hubo siempre un hombre encargado de continuar el trabajo de Pedro,
denominándose “papa”: abreviatura de “pater patruum”, padre de padres
o padre principal.
En algún momento de
la historia, entre el sucesor de Clemente (Evaristo) y un papa llamado
Higinio (el octavo sucesor de Pedro), el grupo de cristianos romanos al
completo eligió al sucesor, probablemente porque el actual líder o papa
habría sido encarcelado o asesinado sin previo aviso. Cuando esto
ocurrió (era la primera vez que no estaba presente el papa en funciones)
y ocurrió posteriormente muchas veces; los cristianos hicieron lo mismo
que los primeros seguidores de Jesús hicieron cuando Judas Iscariote les
abandonó: se reunieron, rezaron un poco y votaron para reemplazar al
suicida, aceptando la elección como decisión de Jesús, porque Él les
había dicho a través de Pedro: “Lo que ates en la tierra será atado
en el Cielo”. De modo que el proceso de elección para el grupo de
cristianos romanos fue igualmente simple, con solamente dos condiciones:
solamente ciudadanos romanos (hombres y mujeres) podrían votar y el
elegido debería ser, así mismo, ciudadano de Roma. Este proceso electivo
se mantuvo durante los primeros siglos, cuando un papa moría sin
designar sucesor.
Cuando se elegía un
nuevo sucesor de Pedro, por designación directa o por elección, se hacía
saber al resto de cristianos, bien por cartas o de viva voz: “Clemente
ha muerto. Evaristo es nuestra elección” ... “Sixto ha muerto. Telesforo
es nuestra elección”. Las otras comunidades cristianas del Mediterráneo
debían ser informadas, porque todos ellos miraban al grupo de Pedro como
detentadores de ese poder especial que Jesús había prometido a Pedro
cuando le habló, cerca de Hermon, en Tierra Santa. Su esperanza y fe se
apoyaban en ese poder. No tenían ningún otro poder a su alcance. De este
modo, en el año 230, el mensaje fue: “Urbano ha muerto. Ponciano es
nuestra elección”.
Desde el principio,
Ponciano tenía las manos llenas. Personalmente, por supuesto, como
cristiano su apariencia fue de desolación. En cualquier momento del día
o la noche, podía instantáneamente ser asesinado. La ley de Roma
autorizaba esto. O también podía ser arrestado, encarcelado y muerto en
prisión o lanzado a la arena del estadio de Roma para ser comido por
animales salvajes, para delicia de 80.000 fans gritando o también ser
enviado (para siempre) a trabajar en alguna lejana mina romana en algún
punto del Mediterráneo. Pero, quitando algún corto periodo, su vida
había sido así ya, pues nació en el seno de una familia de esclavos.
Entrenado como secretario escribiente, obtenida la libertad gracias a un
amo generoso, convertido al Cristianismo cuando era adolescente,
ordenado sacerdote a los veinte años, trabajó bajo 4 papas (Víctor,
Zefrino, Calixto y Urbano), vio a cada uno de ellos ser cortado en
pedazos hasta morir. Sí. La mayor preocupación de Ponciano no era la
posibilidad permanente de muerte repentina y violenta, sino otro
cristiano llamado Hipólito.
Los dos hombres no
podían ser más diferentes. Ponciano era alto, grueso, lento, seguro,
prudente, no muy bien educado, poco imaginativo, pero con toda certeza
un cristiano convencido y compasivo con sus semejantes y, como la
mayoría de los hombres píos, de una voluntad obstinada e indestructible.
Hipólito, tres años mayor que Ponciano, era un griego nacido en
Alejandría (Egipto) educado en Atenas y Roma, de pequeña estatura, fiero
y combativo en sus maneras, con una gran imaginación y una mente sutil,
muy leído, políglota, con poca comprensión para los débiles o los menos
favorecidos, y movido por una profunda convicción de su misión. Ponciano
estaba hecho por la naturaleza para aparecer como sospechoso ante un
hombre como Hipólito. El conflicto entre ellos era casi inevitable.
Cuando tuvo lugar, nos recuerda mucho al conflicto entre el papa Pablo
VI y el Arzobispo tradicionalista francés Marcel Lefevbre en el siglo XX,
quien denunció a Pablo como corrupto e indigno, pues la Roma del tiempo
de Ponciano era tan sospechosa como la Roma de Pablo VI de nuestros
días.
En los tiempos de
Ponciano, el viejo mundo Romano se moría y también el ideal de la “Pax
Romana”, creada por la aplicación universal de la ley de Roma. Pablo VI
fue uno de los primeros en señalar que para las fechas del final del
siglo XX o siguientes se vería la desaparición del monolítico mundo del
Catolicismo Romano cuando sus sólidas amarras dentro de la Europa
occidental y capitalista fueran cortadas. El mundo romano de Ponciano,
al igual que el mundo Católico Romano de final del siglo XX, moría en
una confusión de credos nuevos, mesías recién fabricados, exóticos
deseos, crisis económica, disturbios ciudadanos y revoluciones
políticas, y un maremagnum de teorías conflictivas y nuevas alternativas
para los Cristianos.
Nos asombra hoy la
mezcla de ideas, filosofías, locuras y movimientos liderados por
extraordinarias figuras, que rodea al mundo. Pero el mundo de Ponciano y
su Roma era igualmente confuso. Desde Egipto, Siria, Persia, Palestina,
Mesopotamia, Grecia, Galia, Inglaterra, Alemania y África (desde todas
las colonias de Roma y más allá) llegaban continuamente busca-fortunas,
astutos, astrólogos exóticos, herboristas, magos, literatos, músicos,
teólogos, teósofos, médicos. Cultos públicos y secretos, nuevas
doctrinas, grupos que aparecían y desaparecían cada día.
La religión antigua
romana establecida y la religión cristiana se vieron afectadas. Los
antiguos dioses romanos hicieron sitio en sus panteones a nuevas
figuras: Júpiter, Apolo y Hera con dioses faunos de Frigia, diosas-gatas
del Nilo, seres Gnósticos, leopardos subsaharianos, demonios indios con
forma de elefante, hadas y seres mágicos Celtas, dioses Germanos como
aves y diosas asiáticas con cientos de brazos y piernas. La ley cívica
romana fue distorsionada. Escuelas nuevas, disputas públicas, grupos de
estudio, panfletos, juegos, poemas, libros, historias, sectas, lecturas,
místicos, guerreros, transformaron el antiguo y sólido orden en una masa
viscosa siempre fermentando, siempre en ebullición, siempre
difundiéndose.
Inflación
descontrolada, precios fijos desde los gobiernos, balances
desequilibrados en importación y exportación, impuestos altos,
desempleo, alta criminalidad, todo ello exacerbaba las condiciones de
vida. Los Cristianos del tiempo de Ponciano no pudieron escapar de ser
afectados por todo esto. Estaba en el aire.
Incluso en el
pequeño cosmos de Roma, y cuando los Cristianos no sumaban más allá de
70.000 en todo el mundo, la Cristiandad fue atacada por teorías
conflictivas, teólogos y mesías recientes, lo mismo que (en nuestros
días) la antigua enseñanza Romana está siendo diseccionada y
transformada por los “nuevos” teólogos, grupos “renovadores” y,
simplemente, por los cambios de la sociedad. Igual que hoy, no parecía
haber respuestas en el tiempo de Ponciano; solamente los conflictos de
mentes extraordinariamente activas y personalidades carismáticas:
Valentiniano, el gran predicador de conciencia cósmica, Hegisipo (el
primero de los Judíos por Jesús), Marcion el ferocísimo Unitario, el
cínico escolar semítico Tatiano, Justino el filósofo griego, Arístides
el humanista ateniense, Tertuliano el carismático, Ireneo el polemista
... y montones más, todos disputando, rezando, despreciando y
anametizando al resto, pero todos en peligro de muerte real, pues todos
eran cristianos. Hans Küng, Malcom Boyd, Andrew Greeley, Billy Graham,
Marcel Lefevbre, Teilhard de Chardin, todos habrían estado como en su
casa en el caldo de esta olla de la antigua Cristiandad.
Los conservadores en
tiempos de Ponciano, liderados por Hipólito, fueron muy severos en
cuanto a la moralidad, inamovibles en la lógica e intolerantes con
cualquier oposición.
Lucharon contra
cualquier cambio de pensamiento y forma de vida. Otro grupo más
progresivo no vio nada malo en acercar a Jesús al elenco de dioses
africanos o egipcios, trasladando las enseñanzas de los Evangelios hacia
la creación de grupos sociales, de libertad sexual o de filosofías
esotéricas.
En medio de todo
esto resistían papas como Ponciano y sus inmediatos antecesores Calixto,
Urbano y Víctor. No permitieron desviación alguna de la creencia básica
en Jesús como único salvador y en su iglesia como único medio de
salvación. Pero continuamente adaptaron la iglesia y la idea de la
salvación por Jesús a las cambiantes circunstancias.
Fue en una de esas
supuestas adaptaciones cuando Ponciano e Hipólito entraron en conflicto.
Todo empezó antes de que Ponciano fuera elegido papa. Originalmente,
cualquiera culpable de pecados como renegar de la fe, fornicación o
adulterio, habría sido inmediatamente expulsado de la Iglesia, en la
base de que (como Pedro había dicho) Jesús vendrá pronto y el cuerpo de
la Iglesia debe mantenerse totalmente puro y limpio en espera de su
regreso. Pero Calixto, como otros papas anteriores a él, decidió que
estos pecados no forzaban la exclusión perpetua. Después
de todo, han pasado más de 200 años; el regreso de Jesús puede no ser
tan inminente como todo eso. Habría tiempo de
arrepentirse. Es más, según el ejemplo propio, Jesús deseaba la
salvación de todos los pecadores, incluso de los cristianos que hubieran
pecado, de manera que Calixto tomó sus decisiones.
“¡Blasfemia!”,
tronó Hipólito, “¡Cuando has pecado, ya estás fuera!”.
Cuando Calixto
decretó la absolución para prostitutas arrepentidas y para adúlteros,
Hipólito escribió sarcásticamente en un panfleto “¿Dónde va a llegar
con su absolución? ¿A la puerta de los burdeles?”. Hipólito y sus
seguidores estaban tan seguros de que Calixto era corrupto y estaba
equivocado que declararon que no lo admitían ya como papa, eligiendo
como nuevo papa ¿a quién?. Sí. Al propio Hipólito. Aparece en la
historia como el primer anti-papa de una serie de hombres que, según la
Iglesia, no fueron válidamente elegidos.
La masa de
Cristianos, sin embargo, acepta a Calixto y, cuando éste falleció en un
altercado entre cristianos y paganos, su sucesor (Urbano I) fue
arrestado rápidamente y asesinado por las autoridades romanas, Ponciano
fue elegido papa. Hipólito persiguió con palabras como martillos y
lenguas envenenadas a Ponciano, del mismo modo que vilipendió y atacó a
Calixto. La respuesta de Ponciano habría sido, sin duda alguna, muy
simple y similar a “Jesús dijo a Pedro: ‘Eres Piedra y sobre ti
construiré mi Iglesia’, ¿Cómo puedes tú, Hipólito, proclamar que eres
creyente y pertenecer a la Iglesia de Jesús si estás atacando a la
piedra sobre la que Él la construyó?”.
Esta agria disputa
fue abruptamente interrumpida por un suceso familiar a todos los
cristianos de aquellos tiempos: una persecución repentina por las
autoridades romanas. El 27 de septiembre del año 235, aparece un edicto
del nuevo emperador Maximino: Arrestar a todos los líderes cristianos:
predicadores, sacerdotes, diáconos, escolares, obispos, ¡a todos!.
Quemar sus edificios, cerrar sus cementerios, confiscar sus riquezas
personales (durante periodos de tolerancia, los cristianos estaban
autorizados a enterrar a su muertos en ciertos lugares especificados e,
incluso, vivir en sociedad, pero no tener propiedades).
Maximino, de Tracia,
era un pastor rural sin educación que había trepado hasta arriba siendo
sargento en el ejército romano. Sus motivos contra los cristianos eran
múltiples. Necesitaba soldados y los cristianos se negaban a luchar
junto a él. Algunos cristianos tenía importantes riquezas y él
necesitaba todo cuanto pudiera obtener. Necesitaba también “cabezas de
turco” porque habían asesinado al emperador anterior, Alejandro y a la
madre de Alejandro (Mamea) provocando un tremendo furor. Maximino
necesitaba culpar a alguien y los cristianos estaban muy a mano.
Ponciano fue
arrestado por los guardias de Maximino en aquel 27 de septiembre del 235
y arrojado a prisión. El día siguiente, Ponciano, de 67 años abdicó a
favor de un hombre llamado Antero que, automáticamente fue papa, de
acuerdo con la costumbre vigente. Mientras, Hipólito, de 70 años, como
antiguo y prominente cristiano, fue también arrestado el 29 de
septiembre del mismo año, e inmediatamente enviado a las minas de plomo
de Cerdeña. En Roma, Ponciano fue torturado durante unos 10 días, en la
esperanza de que denunciara a otros líderes cristianos (cosa que no
hizo) y después condenado y enviado a las mismas minas de Cerdeña, a las
que llegó el 12 de octubre. Era su primer (y único) viaje por mar.
Además del hambre y la sed, tuvo que sufrir por las heridas de la
tortura anterior, un horrible mareo, la humillación de sus cadenas y la
casi animal desesperación de sus compañeros convictos. Pero Cerdeña era
su final.
Considerando todos
los hechos, el año 235 no era lo peor para que un papa y su anti-papa
tuvieran, por fin, un encuentro cara a cara y una reconciliación, que la
propia isla de Cerdeña. Un terreno llano con un monte en el centro de
3.000 metros. Al Norte, Nordeste y Noroeste de la montaña había tierra
fértil, rica vegetación y condiciones aceptables. Pero hacia el Sudoeste
de la montaña, queda un siniestro arco, de forma triangular, de ochenta
kilómetros en la parte más ancha entre los golfos de Oristano y
Cagliari.
Aquí la situación es
diferente. Caluroso y húmedo en verano, frío y ventoso en invierno. Sin
árboles; una planicie basáltica impensable para la ganadería, pastoreo o
agricultura, pero rica en minas de plomo. Es precisa y únicamente en
esta área donde se permite venir a los cristianos desde Roma. De hecho,
no tenían elección: las autoridades romanas los trasladaban allí como
criminales condenados “in metallum” (a las minas), del mismo modo que
los ingleses deportaban a sus indeseables a Australia y los franceses a
su Isla del Diablo.
Había tres clases de
seres humanos en Cerdeña en aquellos momentos. Las guarniciones romanas
de Caralis (actualmente Cagliari) y de Othoca (hoy Oristano) con sus
familias y esclavos. También había nativos, una mezcla de Fenicios,
Asiáticos, Griegos, Bereberes y Palestinos, que se escondían en las
colinas y vivían para matar o ser muertos por los romanos. Y, cómo no,
los prisioneros políticos y criminales sentenciados a trabajos forzados
en las minas. En el lenguaje popular de Roma, decirle a alguien “vete
in metallu” equivalía a nuestro “vete al infierno”. La sentencia
mínima era de 10 años y muy pocos duraron tanto. Todavía menos
prisioneros pudieron escapar. Ni Ponciano ni Hipólito vivieron tanto.
Desde sus comienzos eran ya hombres marcados.
Cuando Ponciano y
sus convictos compañeros llegaron a Othoca una mañana temprano, fueron
reunidos en la playa y llevados a marchas forzadas al área de las minas
cercana al pueblo de Metalla. La tierra de alrededor era estéril,
pelada, con cientos de torres de piedra, menhires, dólmenes, reliquias
de culturas anteriores. Las ciudades más cercanas, Sulcis y Nápoles,
estaban a 45 Km a ambos lados de Metalla.
Aquí estaban todos:
hombres y mujeres convertidos en mineros esclavos; el ojo izquierdo era
reventado con una daga y la cuenca del mismo cauterizada con hierro
fundido; las articulaciones del pie izquierdo eran quemadas y se les
cortaba un nervio de la parte posterior de la rodilla derecha. Todos los
hombres con menos de 30 años eran castrados. Así, una vez que eran
marcados con su número en la frente, se les esposaba al estilo minero:
se soldaban anillos de hierro alrededor de los tobillos, unidos entre sí
por una cadena de 40 cm de largo, con una cadena alrededor de la cintura
(los prisioneros perdían peso rápidamente, quedando este cinturón
apoyado en el hueso de la cadera); esta cadena se soldaba a la que unía
los tobillos, de manera que los prisioneros no pudieran nunca
enderezarse del todo. De todos modos tenían que estar agachados 20 de
las 24 horas del día. No se usaban candados ni cerraduras: todas las
cadenas quedaban soldadas de forma permanente.
Inmediatamente de
ser marcados y encadenados, eran atados a una de las piedras, recibían
una tanda de 60 latigazos, se les entregaba un pico y una pala y eran
enviados a trabajar a la mina. El sistema funcionaba como estaba
previsto: esa misma noche los débiles habían muerto y solamente los más
fuertes sobrevivían. Unos dos tercios de los esclavos llegados no
pasaban de la primera noche.
Nunca se lavaban,
cortaban el pelo o se afeitaban, no podían cortarse las uñas de las
manos ni de los pies; no se les entregaba más ropa; una comida (pan y
agua) al día, trabajaban en turnos de cinco horas, tenían una cantidad
de material que extraer establecida por día y dormían sobre sus propios
detritus. Algunos prisioneros sorprendían cuando vivían entre 5 y 14
meses, después de lo cual morían de enfermedad (artritis, tuberculosis,
fallos cardiacos, eran las causas de muerte más comunes), malnutrición,
debilidad, por los golpes o por infecciones de todo tipo. Otros morían a
manos de otros convictos, como es natural. Otros se suicidaban
(normalmente llenándose las ventanas de la nariz y la garganta con
tierra, durante los descansos de una hora que tenían asignados). Otros
enloquecían con miedos supersticiosos cuando sus guardias los
introducían en las “casas de las brujas”, como llamaban a las cuevas
donde dormían. Estas eran grutas artificiales, excavadas en la roca por
antiguos sicilianos, adornados con rústicas figuras humanas por las
paredes. Los guardias eran mercenarios romanos, principalmente
asiáticos, que no hablaban latín, griego, arameo, gaélico, alemán ni
lengua alguna del imperio de Roma. La comunicación entre amos y esclavos
era solamente en una dirección y bastante violenta. Los prisioneros
debilitados, locos o enfermos eran ejecutados sin piedad. Era un sistema
perfecto para embrutecer y deshumanizar. La producción minera continuaba
así a muy bajo coste y con buen rendimiento.
Solamente una noche
se encontraron Ponciano e Hipólito. Su primera impresión fue de gran
sorpresa, pues cada uno pensaba que el otro había muerto. Esta reunión
debió tener lugar entre la llegada de Ponciano en octubre y enero
siguiente en que ambos fueron ajusticiados. Pero es virtualmente cierto
que se encontraron, porque la reconciliación con Ponciano fue
posteriormente confirmada cuando la Iglesia declaró santo a Hipólito.
Evidentemente
Ponciano debió ser capaz de persuadir a Hipólito de que él, Ponciano,
era el auténtico sucesor de Pedro y el único con autoridad para
readmitir a Hipólito en el cristianismo oficial, le gustara o no.
A finales de enero
del 236, seguramente les llegaron rumores de que ambos iban a ser
ejecutados. Los cristianos que iban llegando decían que el papa Antero
había sido martirizado y enterrado en el cementerio de Calixto. A su
muerte, se reunieron para elegir sucesor. Un trabajador ordinario, un
hombre liberado en Ostia, llamado Fabián, estaba en Roma comprando
estiércol para su señor. Entró en la reunión, como cristiano que era, y
todo el mundo vio que una paloma blanca voló sobre su cabeza. Tomando
esto como un signo de la voluntad del Señor, todos confirmaron a Fabián
como nuevo papa. Fabián era seglar, de manera que le ordenaron sacerdote
y le consagraron, enseguida, como obispo.
Unos días después,
Ponciano e Hipólito fueron ajusticiados. Debió suceder así: ambos fueron
separados del grupo al que pertenecían y arrojados al suelo. Después de
maltratados, un guardia les golpeó con su espada corta entre la cabeza y
los hombros. El golpe se daba siempre en el lado izquierdo, contra la
yugular. Los perros estuvieron encantados de tener carne fresca para
comer y sangre caliente que beber. Cuando todos los esclavos estuvieran
de vuelta al trabajo, se les ofrecería un entierro digno. Sus huesos, ya
limpios, puestos sobre una tabla, arrojados a un pozo ciego y cubiertos
de arena.
Unos 10 días
después, a principios de febrero, llegaron tres romanos con el
transporte matinal. Eran hombres libres, insolentes, con la soberbia de
los típicos ciudadanos romanos. Trataban a los oficiales de las minas
con el mismo desdén y desprecio que unos romanos decentes tratando a
sirvientes civiles exiliados a trabajar en Cerdeña. Eran cripto-cristianos
que traían documentos para liberar a los esclavos Ponciano e Hipólito,
que quedarían al cuidado de los portadores de dichos documentos. El
sello y la firma de los papeles parecía oficial. En cualquier caso ¿a
quién le importaba? Los restos fueron sacados del pozo al que fueron
arrojados, lavados, envueltos en lona y cargados en el barco de la
tarde. Para finales de febrero los restos de Hipólito fueron enterrados
en un cementerio romano de mártires. Los de Ponciano lo fueron con los
de otros papas en el cementerio de Calixto en la Via Apia.
La vida, el
pontificado y la muerte de Ponciano concluyeron (estamos seguros que así
lo creyó Ponciano) en la forma tradicional de Pedro. Él había
reconciliado a un individuo, Hipólito (y con él a todos sus seguidores)
con la unidad cristiana. Él habría considerado esto como un ejercicio
del poder espiritual y la autoridad de Pedro: prohibir, perdonar y
permitir en la dimensión espiritual. Después de todo, Ponciano siempre
estuvo preocupado por la unidad y la integridad de la Iglesia y la salud
espiritual de sus seguidores, como responsabilidad propia y únicamente
de él.
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