¿Una nueva era dorada?


Declive y caída ->


 Volver al Índice general


 

¿Una nueva era dorada? 

 

La coronación de Carlos V de España como nuevo Sagrado Emperador Romano se preparó para noviembre de 1529. Clemente hizo su entrada triunfal en la ciudad de Bolonia el 20 de octubre. 

El gobernador lo había preparado todo magníficamente. A lo largo del recorrido que lleva hacia la iglesia de San Petronio, había levantado arquerías y pilares cubiertos con tapices y guirnaldas y cientos de escudos con las armas de los de Medici. Por todas partes había arcos triunfales soportados por columnas dóricas recubiertas de relieves, pinturas y estuco con grupos de figuras alegóricas representando a griegos y romanos. “Los nombres de León X, Sixto IV y Julio II han renacido de nuevo”, señaló el papa. 

El 5 de noviembre llegó el emperador Carlos. Durante las dos semanas previas, el Papa hizo trabajar a un gran equipo de decoradores. Cerca de 300 arquitectos, escultores, fontaneros, pintores, carpinteros, albañiles, ingenieros, cambiaron las fachadas de las casas de las calles principales de Bolonia para que evocaran lo más exactamente posible la magnificencia, el color y la majestad de la Roma misma. Bolonia fue “la antigua Roma” durante una semana. Todas las calles se cubrieron con adornos, guirnaldas verdes, para conseguir que la impresión fuera de una ciudad como Roma, con aspecto de verde, de fresca, de viva. 

Carlos montaba sobre un caballo árabe. Llevaba puesta una armadura resplandeciente con adornos de oro. Iba rodeado de cardenales y obispos, precedido por los caballeros de su corte y seguido por los invitados extranjeros, guardados por sus tropas de elite de flamencos y alemanes. Entró en Bolonia por la puerta de San Félix, en la que el Papa había hecho instalar un arco decorado con dos escenas clásicas. En un lado, el triunfo de Neptuno (¿no era Neptuno el emperador de todos los mares?) con sus tritones, sirenas, delfines y caballos de mar. En el otro, la gloria de Baco (¿no había prometido el emperador inaugurar una nueva era de felicidad?) rodeado de faunos y sátiros tocando flautas de Pan (siringas), Diana con sus faunos virginales y las ninfas de los bosques portando el poder fálico de Dionisos. Sobre la puerta, las llaves papales y el águila real española. A lo largo de las calles, cuadros y escudos con representaciones de antiguos héroes y grandes hombres: César, Augusto, Tito, Alejandro, Trajano, Diocleciano, Cicerón, Aristóteles, Platón, Sófocles, etc. Gloria sin fin. 

Por entre la multitud, el emperador avanzaba con grave dignidad, provocando por doquier un delirio de alegría. Los tesoreros papales lanzaban monedas de oro y plata sobre el público, las campanas sonaban sin descanso. Los cañones tronaban, las trompetas clamaban fanfarrias. Cuando llegó a San Petronio, Carlos desmontó ante la elevada plataforma sobre la que el Papa esperaba en su trono. Avanzó hacia él y, arrodillándose, besó el anillo y los pies de Clemente. Como Carlomagno había hecho en el año 800. Los dos hombres se retiraron a sus aposentos en el Palacio Público. El Papa había preparado dos habitaciones contiguas con una puerta de comunicación entre ellas. De este modo podían hablar privadamente sin ser espiados ni interrumpidos. Los franceses estaban en la ciudad para intentar boicotear la reunión, además de los luteranos que pretendían lo mismo. 

Lutero no parecía tener mucho futuro: el Papa le condenaría por su doctrina. Carlos le liquidaría junto a sus patrocinadores. El estado de Milán, Florencia, Ferrara y Venecia era lo que interesaba al papa. Aparentemente Carlos había llegado meses atrás a la conclusión de que la mejor garantía de Italia y su Europa era un papado fuerte, de manera que los estados papales debían estar garantizados por el poder imperial. Sobre Inglaterra (el Rey Enrique era una persona monótona), sobre Francia (ambos la consideraban acabada), sobre Turquía (podrían con ellos) establecieron sus propias conclusiones. El 23 de diciembre, el emperador de 29 años de edad, bajo la guía del Papa de 51 años, firmaron un tratado en el que se reunían los estados papales, España, los Países Bajos, Austria, Hungría, Bohemia, Milán, Mantua, Venecia, Montserrat, Saboya, Urbino, Siena, Lucca y Florencia bajo una nueva liga. 

El nuevo Sacrosanto Imperio Romano” dijo el Papa a Carlos tras la firma del acuerdo. Después de una pausa, el emperador Carlos respondió: “Será suficiente si tenemos la Santa Iglesia Romana por una parte y el Sagrado Imperio por otra, Santidad”. Carlos sabía ser autoritario cuando quería. Acordaron esperar a febrero de 1530 para su coronación. Entre tanto, el Papa podía recuperar Florencia y él, junto al emperador, reunir a los miembros de la nueva liga y obtener sus firmas. Se movieron ingentes cantidades de dinero por mar y por tierra.

La idea original había sido que la coronación tuviera lugar en San Pedro de Roma, en el mismo lugar en que el Papa León III coronara a Carlomagno. Pero estaban en Bolonia. ¡Muy bien! Podían preparar San Petronio en Bolonia para que fuera una réplica (a tamaño reducido) de San Pedro. Y eso fue lo que hicieron. 

El 4 de febrero tuvo lugar la coronación. Espías franceses y provocadores luteranos estaban en la ciudad; se sabía; de modo que se vigiló y protegió el puente de madera que une el Palacio Público con la iglesia, por medio de 400 soldados alemanes, 2.000 infantes españoles y dos piezas de artillería pesada. Pero, al poner el emperador el pie sobre el puente, éste cedió ligeramente, haciendo caer al suelo a Carlos V. (La Inquisición interrogó a varios agentes luteranos y franceses y obtuvieron la confesión de que fue realmente sabotaje). 

El emperador no estaba herido; se incorporó y la ceremonia continuó según lo previsto. Carlos ya llevaba puesta la corona de hierro de Lombardía. En San Petronio, juró sobre los Evangelios defender la Sagrada Iglesia Católica Romana. En una capilla privada fue ungido con santo óleo. Tras la lectura de las cartas de San Pablo, le impusieron la espada imperial. El Papa puso en sus manos el dorado orbe que representaba el mundo, el cetro de plata que simbolizaba el poder sobre el mundo y, sobre su cabeza, la diadema de emperador. El coro de “castrati” Vaticano llenó el aire con la más pura música y los monjes Benedictinos entonaron un glorioso Te Deum. 

Entonces se puso en marcha la gran procesión. Emperador y Papa iban sobre bellos caballos, pasando solemnemente entre una multitud casi delirante, seguidos por los estandartes de las Cruzadas, de la Iglesia, de los Medici, de la ciudad de Roma, de Alemania, de España, del Nuevo Mundo, de Nápoles y de Bolonia. Mientras pasaban, los tesoreros del Papa lanzaban monedas de oro y de plata sobre la multitud. 

Esa tarde se celebró un inmenso banquete al que acudieron muchas personalidades (todo el mundo representaba algo o a alguien en aquellos días). Océanos de tiaras, coronas, joyas, bellos ropajes, hombres imponentes, mujeres mayestáticas, príncipes, figuras de la nobleza. Las mesas estaban repletas con delicadezas de los 4 continentes; toda la comida estaba regada con 45 vinos diferentes seleccionados desde España, Francia, Alemania e Italia. El festín duró tres días. 

A continuación, el Papa abandonó Bolonia hacia Florencia. Para septiembre de 1530, esta ciudad estaba de nuevo en sus manos, costando la excursión unos 2 millones de ducados en total. Inmediatamente se castigó a los rebeldes, algunos con el exilio, otros decapitados, otros encarcelados, torturados e incluso algunos pocos pudieron escapar con vida. Florencia volvió a ser la ciudadela y la gloria de los de Medici. 

Cuando comenzaron a aparecer las dificultades doctrinales en el Norte de Alemania, en los Países Bajos y en Suiza, el Papa los ignoró. A las autoridades eclesiásticas que se preocupaban por estas nuevas circunstancias y que así se lo comunicaban, bruscamente les depuso. En lugar de enfrentar este problema, comenzó de nuevo a crear hostilidad entre Francia y España, jugando con Inglaterra y Suiza como peones de su estrategia. Consideró la coronación de Carlos como la inauguración de un nuevo periodo de gloria para Roma y, por lo tanto, para la Iglesia. Pero, en el fondo, comprendía que no iban las cosas a su gusto ¿Porqué? 

Escribió: “No se han escatimado esfuerzos para recuperar el dominio real del Pontífice Romano sobre los príncipes y los reyes. Con nuestro antecesor de sagrada memoria, Bonifacio VIII, mantendremos y enseñaremos que el obispo de Roma tiene dos espadas, la espiritual del espíritu y la espada temporal del poder político. Como León, hemos prestado la espada temporal a Carlos V de España”. 

Es la espada espiritual la que le atraviesa el corazón ahora que siente cercana la hora de su muerte. Ningún de Medici tuvo un final tan miserable ni una vida cuyo resumen esté tan lleno de errores y fallos como el Papa Clemente VII. De junio a septiembre de 1534, este Papa de 66 años de edad estuvo continua y alternativamente tratando de vivir y tratando de morir. El insano aire de Roma en verano no le ayudaba mucho. Muchos de sus síntomas podrían explicarse por una enfermedad estomacal, pero otros no; las violentas fluctuaciones de temperatura, por ejemplo. Por eso se estableció que, muy posiblemente, fue envenenado. En cualquier caso, fueron tres meses de lucha permanente con un invisible enemigo que le destruía el estómago. A veces, se le sorprendía alegre, riendo, bromeando, comiendo, incluso haciendo planes para el futuro. Otras, quería acabar los sufrimientos que le producía la “enfermedad”, además de los que, a buen seguro, le traían los recuerdos de aquellos que arruinó en su ambición. 

A mediados de junio ya estaba mortalmente enfermo. En julio se recuperó para recaer algo después. En su última voluntad, dejó Florencia a su sobrino el Cardenal Alejandro y el resto de sus posesiones a su sobrino el Cardenal Hipólito. A comienzos de agosto tuvo otra corta recuperación tras la cual su aspecto era tal que le administraron los últimos sacramentos el día 24. El 1 de septiembre se sintió lo suficientemente bien como para dictar su testamento espiritual al padre Michele. Recayó de nuevo para reponerse un poco el día 8. Una fiebre muy alta apareció el 21 acompañada de fuertes convulsiones y tales dolores que el 23 estaba exhausto, pero no tan exhausto pues dictó y firmó una carta dirigida al emperador Carlos de España en la que, en medio de su agonía, recomendaba a sus sobrinos Hipólito y Alejandro para que fueran favorecidos por el emperador. El día 24 se sumió en un delirio total. 

Clemente no podía más. Su muerte estaba cerca; los sufrimientos físicos de estos tres meses se acentuaron con todos los hechos y recuerdos: Las noticias sobre la degradada vida de su sobrino el cardenal Hipólito y sus conspiraciones para asesinar al cardenal Alejandro (Clemente siempre se refería cariñosamente a Hipólito como su “tonto diablillo”). Los corsarios moros hacían excursiones por las costas cercanas a Roma, saqueando. Tanto el emperador Carlos como el rey Francisco de Francia continuaban insistiendo en que se apartara de la vida política. Además tenía enormes deudas personales. El recuerdo de las caras y las lágrimas de todos aquellos que torturó o mandó torturar. Pero, sobre todo, el sentimiento y la certeza de que mientras él pasó años gozando o buscando glorias, un viento mortal había soplado por la Iglesia Cristiana y él no había hecho nada para remediarlo. Es más; su conducta había favorecido esta situación.

Terminó como un creyente, convencido de que tendría que enfrentarse a Jesús y responder de toda su vida. Clemente había comenzado su vida como Papa siendo un alto y gracioso clérigo, lleno de salud, experto político y hombre de estado, administrador eficiente, de fácil palabra, hombre culto, amigo de príncipes y reyes, llegando a ser el hombre más poderoso de Europa. Fue realmente lo que se dijo de él posteriormente: “el Papa con peor suerte”. Pero, como promotor de la Iglesia, fue todavía peor. El 25 de septiembre, a las 3 de la tarde, vieron que su cuerpo quedó en calma después de un terrible espasmo de dolor. Susurró una sola palabra: "Florencia" y quedó inmóvil.

 


Toda la documentación utilizada en esta página está basada en la obra "The decline and fall of the roman church" (1981) del escritor y sacerdote Malachi Martin, en la traducción al castellano de Ignacio Solves.