Entra la serpiente
El palacio de los
papas está sobre la colina Laterana de Roma, sus pórticos y fachadas se
iluminan con el amarillo sol romano. La infantería y la caballería del
ejército romano, con sus banderas al viento, sus armas desenvainadas,
rodean completamente el palacio. Nadie puede salir ni entrar de éste: es
el día del ajuste de cuentas y las deudas deben ser pagadas.
El palacio en sí es
un extenso grupo de edificios individuales –capillas, baptisterios, la
casa del papa, archivos, sala del tesoro, salones comedores, cocinas,
despensas, almacenes, residencia de sirvientes, barracas de la guardia,
establos, baños, todo alrededor del gran templo de San Juan que Fausta,
esposa de Constantino el Grande, hizo construir y regaló como residencia
al papa Silvestre unos 450 años atrás. Cada uno de los 61 papas
posteriores a Silvestre ha añadido algo al conjunto original. Aquí
vivieron y gobernaron todos los papas hasta el siglo XIV.
En esta mañana del
12 de agosto del 769, el palacio está sumido en un solemne silencio,
solamente roto por los ecos de la música y los cánticos que llegan desde
la colina del Vaticano, al otro lado del Tíber, donde el papa Esteban IV
está finalizando la gran misa en la basílica de San Pedro. Dentro del
palacio, esperando su regreso, hay 150 cardenales, arzobispos, obispos y
teólogos. Es el sínodo Laterano. Permanecen de pie alrededor del trono
papal en el célebre salón de Zacarías, rodeado por los altos muros
abovedados sobre los que puede verse mosaicos coloreados que muestran
todos los países y mares del mundo conocido. En brillantes verdes,
amarillos, blancos, púrpuras, azules, naranjas, rojos, oros, el universo
entero confiado a la custodia y guía del sucesor número 95 de Pedro y
representante personal de Jesús entre los humanos.
Sobre las 8:15, el
papa Esteban entra por las estrechas puertas de la torre principal del
palacio Laterano. Delante de él, clérigos cantando. A su alrededor, los
barbudos guerreros del Norte, todos ellos francos, su guardia personal.
En cinco minutos está de pie junto a su trono en la cabecera del salón;
todos los obispos y cardenales esperan para sentarse; los guerreros
francos, con las espaldas apoyadas contra los mosaicos de las paredes y
las armas preparadas, rodean al conjunto de autoridades. Todos los ojos
están fijos en la cara del papa Esteban. Esteban, hijo de Olivius, es un
siciliano de estrechos hombros, pies planos, bajo de estatura, labios
finos, calvo, todos sus rasgos indican su astucia, su crueldad, sus
negros ojos se mueven vivamente de un lado a otro como preparando
estratagemas.
En los 165 años
transcurridos desde la muerte de Gregorio el Grande (por muchas razones
se le podría admitir el epíteto de “Grande”) el nuevo imperio espiritual
que fundó ha llegado a Esteban, “la serpiente”. Alguien tenía que
dirigir y manejar el poder, pero esto es lo que el poder puede hacer:
Esteban tiene 60
años y ha sobrevivido y conquistado. Nunca nada ha distraído a Esteban.
Bebe y come poco, piensa que las mujeres son vasallos de Satán, tiene
una indestructible fe en la protección permanente de Jesús hacia el
papado y la convicción de que, bajo esta protección, puede ir tan lejos
como desee para conseguir sus propósitos. En algún momento, prohibió un
matrimonio real, condenando la idea como “diabólica” y la unión
propuesta fue tachada de “concubinato”. Cuando escribió su carta de
advertencia al príncipe franco en cuestión, antes de terminarla la
depositó sobre la tumba de San Pedro y recibió la Santa Comunión sobre
ella. Entonces terminó la carta escribiendo: “Si alguien hace algo
que no sea para ayudarnos, entonces, por la autoridad de Pedro, príncipe
de los Apóstoles, será condenado al fuego eterno junto a Satán y sus
acólitos ateos”. El príncipe renunció a su matrimonio.
El papa Esteban se
sienta en su trono y los cardenales y obispos le imitan. Antes de
autorizar al maestro de ceremonias, pasea su mirada por todos los
presentes. De pie a su alrededor están los que le pusieron en este
trono, Cristóbal Secretario de Estado y su hijo Sergio, el Duque
Desiderio, rey lombardo de Pavía (un aliado útil, a pesar de que intentó
asesinar a Esteban unos días antes, el 28 de julio), el Duque Teodocio,
rey lombardo de Espoleto (demasiado avaricioso, demasiado servil). Todos
los lombardos apestan. Incluyendo a Gracioso, encargado de los archivos,
tornadizo, asesino, especialista en extraer ojos de sus cuencas sin
matar al prisionero. Una vez revisados todos, Esteban da la señal.
El primer caso del
día es el de un hombre. Los carceleros le traen cargado de cadenas y,
ceremoniosamente, lo depositan a los pies de Esteban. Es Constantino, un
noble. Sus rodillas han sido rotas, su cuerpo torturado y sus ojos
reventados. Todo ello con el gracioso permiso de Esteban.
El fiscal papal lee
la acusación: “ … y ese sábado, 28 de julio, el prisionero consintió
ser proclamado Obispo de Roma y sucesor de San Pedro, por la fuerza de
las armas y en contra de las sagradas leyes de la Madre Iglesia …”.
El 27 de julio por la tarde, solamente 16 días antes, Esteban era un
simple cardenal que estaba sentado junto a la cabecera del papa Pablo I
que agonizaba, oyendo el tumulto y los gritos de los muertos en las
calles de alrededor, mientras los hermanos de Constantino, el Duque
Antonio de Nepi (apodado Toto), Pasivo y Pascual, aclamaban a
Constantino como papa.
Esteban también oye
como el agonizante Pablo dice: “Jesús, yo he propiciado esto;
perdóname”. Pablo, 12 años antes, se las había arreglado para ser
elegido papa incluso antes de que el anterior papa falleciera. “Perdóname”,
repite. Pablo continuó repitiendo su súplica hasta que murió al día
siguiente. Para entonces, Constantino, un civil, había sido proclamado
papa.
Esteban pertenecía a
otra facción y tuvo que huir, por su propia seguridad, primero a la
capilla de Santa Petronila, para refugiarse después en una oscura
capilla en el Trastévere. El secretario de estado Cristóbal y su hijo
Sergio se refugiaron en el altar mayor de San Pedro, donde la espada de
Toto y el extractor de ojos, Gracioso, no pueden alcanzarles.
El 29 de julio, el
obispo de Praeneste, con la espada de Toto en su garganta, ha conferido
las órdenes sagradas de subdiácono, diácono y del sacerdocio a
Constantino. El 30 de julio, Constantino fue consagrado papa en San
Pedro.
“El Sagrado
Sínodo condena a Constantino a prisión perpetua por el cargo de
blasfemia e invalida la ordenación de todos los obispos y sacerdotes que
se efectuaron durante su pontificado”. El acusador se dirige ahora a
Constantino: “¿Rechazas tu comportamiento blasfemo ante este Santo
Oficio?”.
Constantino gime: “Los
romanos me pusieron aquí por la fuerza. Santo Padre, ¡ten piedad!”.
Esteban se adelanta
en su asiento con fiereza fría: “¿Porqué aceptaste el Papado?”
grita.
Constantino ya ha
escrito a Pepin, rey de los francos, comunicándole que ha sido elegido
válidamente papa.
“¿Porqué?”,
insiste Esteban.
“Otros civiles y
nobles, Sergio de Rávena, Esteban de Nápoles, Fabián de Roma, todos
ellos aceptaron…”
“Todo de acuerdo
con nuestras tradiciones” (Esteban no habla; escupe las palabras
como espinas lanzadas entre dientes), “pero por la fuerza de las
armas”.
“Tu, Padre Santo,
también fuiste puesto en el trono por la fuerza de las armas…”
El papa Esteban
tiene ya suficiente. “¿Qué pensáis?” pregunta a la asamblea. Como
si fuera necesario para dar una contestación, los cardenales y obispos
de las primeras filas golpean a Constantino, le escupen y le gritan “¡Usurpador,
blasfemo, Anticristo …!”.
Constantino tenía
razón. Cristóbal, el Secretario de Estado, y su hijo Sergio abandonaron
Roma y fueron a visitar a los dos reyes lombardos, Desiderio y Teodocio.
Un ejército lombardo liderado por el gigante Rachimperto y un sacerdote
llamado Waldiperto, guiado por Sergio invadió Roma la noche del 30 de
julio. A la mañana siguiente cercaron el palacio Laterano, mataron a los
hermanos de Constantino junto a 1.500 hombres más y capturaron a
Constantino que se había escondido en la pequeña capilla de San Cesáreo
del palacio. Cristóbal convocó a todos los romanos a un Forum y allí fue
elegido papa Esteban (canónicamente, como él mismo dijo, y así la
Iglesia le aceptó oficialmente durante siglos).
El 6 de agosto, hace
hoy una semana, durante la consagración de Esteban como papa, Cristóbal
le había dicho: “Hemos creado un papa libre de lombardos y
devoto de los francos”. ¿Fue ese hemos demasiado lejos para
Esteban? ¿Demasiado posesivo?. En menos de un año el papa Esteban
utilizó al Duque Desiderio para poner en prisión a Cristóbal, a Sergio y
a Gracioso, sacarles los ojos y acabar con sus vidas después.
Su atención vuelve
al sínodo. El sangrante e inconsciente Constantino es trasladado a su
prisión perpetua. El siguiente caso concierne al sacerdote lombardo
Waldiperto y un monje romano, Felipe. Su crimen es aún más abominable y
el acusador así lo señala.
El 31 de julio, después de que Constantino y sus partidarios han sido
defenestrados y Esteban ha sido elegido papa, Waldiperto (bajo
instrucciones del Duque Desiderio, y Esteban lo sabe perfectamente, pero
reconoce que no es conveniente mencionarlo) reunió la facción lombarda
de Roma, fueron al monasterio de San Vito de la colina Esquilina,
escogió a un simple monje llamado Felipe y le proclamaron papa en el
palacio Laterano, gritando los lombardos en su mal latín: “¡Felipe!
¡Papa! ¡San Pedro le ha elegido!”. En esta confusión en la que nadie
sabía lo que estaba ocurriendo, Felipe acepta, se sienta en el trono
papal, fue consagrado obispo, da su primera bendición papal y esa tarde
da un gran banquete como papa para los nobles y los oficiales del
ejército romano. Pero, más tarde, por la noche, oyendo que Cristóbal, el
Secretario de Estado, le está buscando con la espada en la mano,
Waldiperto huye y se le encuentra colgando de la estatua de San Cosme en
el Panteón. Gracioso le había sacado los ojos, por supuesto.
El sínodo le condena
a la muerte lenta de ser cortado en pedazos, un trozo cada día, hasta
que fallezca. Felipe, el estúpido monje, será azotado y encarcelado para
siempre en una pequeña celda de su monasterio de la cual “no saldrá
jamás, salvo para ser enterrado”.
Una vez finalizados
estos asuntos, el sínodo hace oficiales las nuevas reglas de Esteban
para elección de papas, dicta decretos para la ordenación de obispos y
sacerdotes y decide que se podrán utilizar imágenes y estatuas de santos
en las iglesias. Esteban prohibió la participación del pueblo civil. “Solamente
los clérigos votarán en la elección de papa. El pueblo puede aclamar al
candidato” (no confirmarle).
Más adelante Esteban
estableció: “Ningún civil ni hombre que no sea un miembro clerical de
la Iglesia Romana que haya alcanzado el grado de diácono o de sacerdote
podrá ser papa”. En la práctica, esto significaba que solamente un
cardenal, obispo, sacerdote o diácono romano podría ser papa.
Esteban fue explícito: tras la elección del hombre y antes de que sea
proclamado y coronado como papa, el ejército romano deberá formar de
gala y armado, junto a todo el pueblo romano. Los que no sean romanos
tendrán prohibida la entrada a la ciudad durante la elección. Juntos, el
ejército y el pueblo romano saludarán al papa elegido, y le acompañarán
triunfante para ser entronizado y consagrado en la Basílica Laterana.
Cuando termina su
cometido, el sínodo finaliza y todos los participantes marchan en
procesión de la Laterana a San Pedro, desde la que todas las decisiones
serán leídas en voz alta al pueblo, en nombre de Jesús, en nombre de San
Pedro y en el nombre del papa Esteban IV.
En su lecho de
muerte, menos de 3 años después, el 24 de junio del 772, Esteban repite
sin cesar los dos nombres: “Pablo… Constantino… Constantino… Pablo…”. Los romanos creyeron que estaba rezando a los santos.
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