La
última oportunidad
Es el
verano del 1534. El Papa Clemente VII (Giulio de Medici) está seguro de
que va a morir y se encuentra acosado por el recuerdo de sus tres
grandes fallos o errores.
Nunca
tuvo grandes problemas acerca de otras cosas fundamentales: su elección
a papa, por ejemplo. Como bastardo, ese oficio le estaba negado por la
ley de la Iglesia. Una tontería legalista. Años atrás, todos callaron
gracias al dinero de su tío, el Papa León X. De modo que Clemente compró
su elección, distribuyendo 60.000 ducados entre los cardenales del
cónclave. Había persuadido incluso al Sagrado Emperador Romano Carlos V
de España para que ayudara (“Yo dejé caer ríos de oro para que se
eligiera al de Medici”, señalaba después amargamente Carlos, cuando
Clemente le traicionó). Compró el voto del cardenal Colonna con un
palacio y una cancillería; el del cardenal Carnaro con el Palacio de San
Marcos y el del infame cardenal Soderini con la amnistía total de todos
sus crímenes, que incluían varios asesinatos. Todo se efectuaba del
mismo modo entonces.
Sí.
Clemente sabe y recuerda todo esto, pero nunca ensucia la inocencia de
sus sueños con remordimientos. Ninguno de los de Medici tuvo jamás
escrúpulos acerca de sus conductas personales. Se veían a sí mismos como
al margen del proceso histórico y por lo tanto libres de las reglas
cotidianas. ¿Recuerdan cómo su antecesor, su tío, el Papa León X,
capturó, torturó y estranguló al cardenal Petrucci, después de enviarle
un salvoconducto personal para garantizar su seguridad?. Típico de la
conducta de los de Medici. Clemente no era diferente. Ahora siente una
preocupante inmovilidad de su espíritu mientras espera la muerte. Era un
creyente a su manera, siempre pensando que los premios a las virtudes y
los castigos a los pecados eran para la gente ordinaria; él era un de
Medici.
Sin
embargo está preocupado por sus tres fallos. Sabe que ha hecho mal y que
lo que hizo perjudicó gravemente a la Iglesia, pero no ve qué otra cosa
podría haber hecho y esta acidez corroe su verdadero interior.
“Mi
único propósito era que la Santa Sede fuera independiente política y
militarmente de España y de Francia”, confió en una nota a su
confesor, el padre Michele, “para poder ser imparciales en nuestros
juicios sobre estas dos naciones. El Estado papal debe ser soberano”,
escribió más tarde. Dejaba así de claro que Clemente se refería a
soberanía política. Había dado el paso final de identificar el imperio
del espíritu con el imperio del mundo. Además, desde León X, Clemente
llegó casi a vaciar las arcas romanas y acumuló deudas inmensas.
Así
pues, jugó al juego del poder mundial, lo jugó con tenacidad, con
empecinamiento, con audacia sin fin, con energía inagotable, con apetito
y celo sin límites. Y perdió.
Desterrado de Roma
Los
principales antagonistas de Clemente eran España y Francia; él creía que
ambos deseaban tomar Roma y controlar al papado. La corte de Clemente se
convirtió en la arena de un casi literal forcejeo hacia la guerra entre
los consejeros que eran partidarios del Emperador Carlos (von Schönberg,
Hurtado, Colonna, de la Roche) y los que preferían a Francisco I de
Francia (Giberti, Santa María, Carpi).
Clemente sonreía beatíficamente a Carlos y a Francisco mientras
negociaba secretamente con Venecia y Milán para una alianza que pudiera
enfrentarse a ambos, neutralizando Suiza y utilizándola como
intermediario contra los dos reinos. Como si estuviera ciego, Clemente
envió a von Schönberg en dos misiones de “paz” en 1523 a Madrid, París y
Londres. Alguien informó del doble juego al emperador Carlos que,
inmediatamente, invadió Francia en el 1524.
Para
septiembre, la guerra había alcanzado el Norte de Italia y Carlos había
clamado que él mismo se vengaría “del papa, sobre su poltrona”.
Clemente hizo una secreta alianza con Francisco, que incluía el
matrimonio del segundo hijo de Francisco con la sobrina del papa,
Catalina de Medici. Pero calculó mal. Hacia mayo del 1525, Francisco I
había sido capturado por los españoles y ahora Carlos presentaba un
rescate de 1000.000 ducados a Clemente. Eso o el emperador y sus tropas
marcharían contra Roma. Carlos dejaba al Papa el monopolio de los pozos
de sal en Milán y también le dejaba conservar Nápoles.
Pero
en la corte de Carlos V el mensaje de Martín Lutero se había ya
recibido. “Reformad la Iglesia mientras haya tiempo” le dijeron a
Carlos sus consejeros. “Podéis hacerlo si lo hacéis ahora. Si vos no
lo hacéis, Lutero lo hará”. Los papas tienen una misión espiritual,
solamente espiritual, continuaron diciéndole. La Iglesia nunca se pensó
para ejercer poder temporal. “Quitad al papa, Vos podéis hacerlo,
pero actuad rápido y seguro”.
Cuando Clemente se enteró de esto, pasó a un frenesí de reacciones que
finalizó con la creación en el 1526 de la Santa Liga de Cognac, que
reunía a Francia, Venecia, Milán y el papado, contra el emperador
Carlos. Un cierto número de los cardenales de Clemente, liderados por
Colonna, se alineó junto a Carlos. Colonna, viendo la ocasión de deponer
a Clemente, que le había vencido en el cónclave de 1523, invadió Roma a
la cabeza de su propio ejército de 5.000 hombres, haciendo que Clemente
se refugiara en el castillo del Santo Ángel.
Los
de Colonna entraron en San Pedro, robaron la tiara papal, los tapices de
Raphael, los cálices y las cruces. Violaron a las mujeres, asesinaron a
unos 1.700 hombres y alimentaron a sus caballos con hostias de comunión.
Los destrozos alcanzaron unos 300.000 ducados antes de que se marchara
Colonna con su milicia.
Mientras, por el Norte, el ejército imperial de Carlos iba eliminando
toda resistencia a su avance. Milán, Siena, Pescaro, Lodi, Cremona,
Genoa, Bolonia, Florencia, todas cayeron ante el empuje imperial.
Clemente envió peticiones de ayuda a Francia e Inglaterra, pero el rey
inglés (Enrique VIII) estaba muy ocupado cambiando de esposas y el rey
francés, Francisco, pedía un precio muy elevado. Así pues, Clemente
tenía que enfrentarse en solitario al emperador Carlos.
El 5
de mayo, el Papa quedó atrapado en Roma: un ejército imperial de unos
40.000 españoles, alemanes e italianos ocupaba ya los viñedos de San
Pedro. La flota imperial estaba anclada fuera del puerto de Roma
(Ostia). Carlos de Lannoy, el comandante de la flota, dijo: “Es
increíble que el Vicario de Cristo adquiera posesiones en el mundo al
coste de una sola gota de sangre humana”.
Pero
a Clemente se le había asegurado que la guarnición de Roma podría
soportar el ataque. Una densa niebla inundaba la ciudad en el amanecer
del lunes, mientras el Papa rezaba en su capilla privada. Quizá la
niebla ayudó y animó a los españoles a hacer un ataque sorpresa. En
cualquier caso, de pronto, el historiador del papa, Paolo Giovio, entró
corriendo y gritando que los españoles estaban en la ciudad. El grupo
papal cruzó corriendo el pasaje cubierto hasta la fortaleza del Santo
Ángel; cerca de 3.000 personas: los embajadores extranjeros y sus
familias, los sirvientes, los gobernadores, además de los trece
cardenales leales. Llegaron todos los que pudieron alcanzar la seguridad
de la fortaleza antes de que se levantara el puente. El cardenal Pucci
fue arrojado de su caballo y quedó enganchado, pero lo logró. El
cardenal Armellini fue izado en un cesto hasta una almena. El cardenal
Deseo fue destrozado por el puente al cerrarse. (Los cardenales
imperialistas permanecieron seguros en sus propios palacios). Unas 2.000
personas se lanzaron al Tíber para intentar ir con Clemente. Los grandes
artistas Benvenuto Cellini y Raphael da Montelupo, manejaron el cañón,
pero no había lucha en las calles. La guarnición del castillo-fortaleza
era escasa: unos 90 guardias suizos y quizá otros 400 italianos.
Toda
resistencia había cesado a mediodía. El ejército imperial de 20.000
españoles y 20.000 alemanes junto a 10.000 campesinos seguidores
(hombres y mujeres) cayeron sobre la ciudad; el pillaje, las muertes,
los sufrimientos duraron más de 10 días y fueron indescriptibles. Fueron
casa por casa, metódicamente, matando a los hombres, los niños y los
ancianos, violando a las mujeres jóvenes, llevándose todo el oro, la
plata y los objetos de valor. Todas y cada una de las iglesias fue
destrozada e incendiada.
No
quedó un solo monje. Ninguna monja quedó sin ser violada varias veces
antes de ser asesinada. Los supervivientes fueron vendidos en la Plaza
de San Pedro como esclavos. Cualquier cardenal u obispo que encontraron
en la ciudad fue desnudado, arrastrado por las calles tirado por una
cuerda y después arrojado al interior de una prisión, donde todos fueron
severamente torturados.
Las
tumbas de los papas fueron abiertas y saqueadas, incluyendo la de San
Pedro, de la que extrajeron todas las ofrendas de oro y plata acumuladas
allí por anteriores papas. Filiberto de Orange, comandante del ejército,
instaló sus caballos en la Capilla Sixtina. Sus oficiales hicieron lo
propio con los suyos en los apartamentos Vaticanos.
Durante diez días, los únicos sonidos que se escucharon en Roma fueron
los gritos de las mujeres, los llantos de los niños, los aullidos de los
hombres torturados y las sonoras carcajadas de los españoles y los
alemanes. Cada día se multiplicaban las decapitaciones, las violaciones,
los ahorcados, los quemados.
El
expolio y los asesinatos continuaron hasta un daño infligido calculado
posteriormente en unos 12 millones de florines de oro en la ciudad, más
unos 8 millones que desaparecieron en valores de la Iglesia como plata,
tapices, ropajes, muebles, cuadros, piedras preciosas, joyas y dinero en
metálico. Quemaron la biblioteca de San Sabina y destruyeron los
registros papales en el Capitolio y en el Santo Oficio. Por no nombrar a
todos los muertos, los que quedaron inválidos, etc.
Pero
el 1 de junio, el emperador deseaba la paz: había recibido algunas
cartas desde Inglaterra y Francia. Colonna, (actuando como representante
de Carlos) y el Papa llegaron rápidamente a un acuerdo. Clemente
rendiría el Santo Ángel, los puertos de Ostia y Civita Vecchia,
Castellani, Piacenza, Parma y Modena; pagaría una multa de 40.000
ducados en varios pagos; devolvería a Colonna su status eclesiástico
(había sido anatemizado); entregaría a los alemanes siete importantes
rehenes y se retiraría permanentemente con sus cardenales a Nápoles.
Para
poder efectuar el primer pago, el Papa puso a trabajar a Benvenuto
Cellini en la parte alta del Santo Ángel, donde se había instalado un
horno y una fragua, para que empezara a fundir todas las tiaras papales
(las piedras preciosas se quitaban antes) y los cálices, las estatuas de
oro y plata de la Madonna y de los Santos, así como todos los dorados y
plateados de escudos y de los mangos de las espadas.
No
era suficiente. El Papa tuvo que obtener todo lo posible de la ciudad de
Benevento, lo que quedaba de las iglesias de Nápoles y joyas personales
valoradas en 30.000 escudos. Bartolomeo Gattinara, el emisario del
emperador, personalmente retiró del dedo del Papa su anillo de diamantes
valorado en 150.000 ducados.
Durante el largo verano en que Clemente se estrujaba para cumplir los
pagos, una plaga azotó Roma y murieron cerca de 2.500 ocupantes
alemanes. El emperador se sentía cansado de todo esto. Negoció de nuevo
con el Papa y se llegó a una nueva oferta. Los estados papales serían
devueltos al pontífice a cambio de tres sumas que se cifraron en 73.169
ducados, 35.000 ducados y 14.983,5 ducados (ese medio ducado siempre
preocupó al papa). El Papa ordenó la venta inmediata de todos los
palacios de los cardenales y de las propiedades de la Iglesia en
Nápoles, para poder pagar cuanto antes, y abandonó el Santo Ángel
disfrazado de mayordomo.
Las
calles de Roma continuaban devastadas: cuerpos medio comidos por los
perros, todas las casas quemadas, todas las tiendas e iglesias vacías
por el pillaje y quemadas, prostitutas y alemanes borrachos por todas
partes, copulando en las calles. Cuando se concluyó la “limpieza” de
Roma, se habían arrojado al Tíber cerca de 2.000 cuerpos.
Todos
los bancos y las oficinas de transacción en Roma se habían destruido e
incendiado salvo una: la Casa de Fugger. Los asaltantes alemanes
necesitaban este banco multinacional para enviar a casa los beneficios
de su pillaje.
Un regreso chapucero
Tan
pronto como Clemente se encontró fuera de Roma, empezó a planear su
regreso (y el castigo de sus perseguidores). Primero fue a Orvieto,
refugiándose en el esquilmado palacio del obispo. No quedaba nada.
Incluso el dosel de la cama se habían llevado. Estaba demacrado y
llevaba barba de siete meses, jurando que no se afeitaría hasta que
regresara al Vaticano. Su voluntad y rencor eran indomables.
Después de nueve meses de exilio y miseria, Clemente (tras sobrevivir a
otro atentado contra su vida), negoció con el triunfante emperador y se
le permitió regresar a Roma en octubre del 1528.
La
ciudad todavía humeaba y era una ruina fétida. Cuatro quintas partes de
las casas estaban abandonadas. En los apartamentos de la Capilla Sixtina
del Vaticano y en la cancillería, estaban aún las deposiciones y las
rebosantes letrinas de los hombres y caballos de Filiberto. Por todas
partes se escuchaba el rumor de que el emperador iba a quitarle al Papa
su poder político.
Gasfaro Contarini, el embajador veneciano en Roma, habló al Papa muy
confidencialmente: “Santidad, la Cabeza de la Iglesia no debería
perseguir solamente intereses particulares, como hacen los gobernantes
de los estados seculares ... sino que debería fijar sus ojos en el
bienestar general de la Iglesia y dejar a los príncipes de Europa fuera
de la política privada de la misma”. Contarini lo dijo todo seguido
y sin respirar. Al terminar tenía la cara pálida y su mirada era la de
alguien que espera que le saquen los ojos.
“Y
¿Qué pasos habría que dar para esto?”, preguntó el papa.
“Una
renuncia” respondió Contarini con temor “una renuncia de al menos
una porción ... no; mejor aún, Santo Padre, de todos los Estados Papales”.
“Y,”
preguntó Clemente, todavía tranquilo, “¿Qué ocurre con el bienestar y
la prosperidad de la Iglesia y de la Santa Sede?”.
Contarini respondió con lágrimas en los ojos y pasión en su voz: “No
suponga Su Santidad que el bienestar de la Iglesia de Cristo se mantiene
o cae con esos dominios terrenales. Antes de que se adquirieran, la
Iglesia existía y continuará existiendo cuando no los posea. La Iglesia
es propiedad de todos los cristianos, pero los Estados Papales son como
cualquier otro estado de un príncipe italiano”.
“¿Así
pues?”, preguntó Clemente.
“Así
pues, Su Santidad debería poner por delante de sus prioridades el
bienestar de la verdadera Iglesia en su totalidad”, respondió el
embajador.
“Y,
en vuestra opinión, ¿en qué consistiría esto?”, continuó Clemente.
“La
paz para la Cristiandad, Santidad. Debéis permitir que el interés sobre
los estados temporales quede, por un tiempo, en segundo plano”.
“Entonces,
¿Qué hay de esta nueva alianza entre Inglaterra, Florencia (que
realmente nos pertenece), Ferrara (vasallos nuestros rebelados) y
nuestra siempre amada Venecia? ¿Intentáis conformar a Carlos V y
quedaros con lo que ya poseéis?”.
“Nosotros
somos estados seculares, Su Santidad. Esta es la forma en que
subsistimos”.
“Sí,
Contarini”, respondió Clemente, “Seréis autorizado a quedaros con
lo que habéis conseguido, mientras que yo, el hombre de buena voluntad
que ha sido despojado de todas sus pertenencias, será mantenido donde
está, sin oportunidad de recuperar ni una sola de sus cosas”.
“Pero
Santidad ¿Qué otra cosa podría hacerse? La Cristiandad se deshace en
pedazos. Toda Europa está contra Vuestra autoridad”.
“Supongo
que decís la verdad, Contarini, y que yo como creyente de esa verdad
debo actuar de la forma en que me pedís. Pero, entonces, los del otro
lado también deberán actuar del mismo modo”.
“Tendrán
que hacerlo, si Su Santidad da el primer paso”.
“Preferiría
ser un criado del emperador o un cuidador de sus caballos antes que
tolerar ser insultado por vasallos míos rebelados. Hablo de los
florentinos. ¿No han sido ellos los que os han enviado aquí con esta
radiante propuesta?”.
“No,
Santidad. No.” dijo el embajador “Pero si continuamos como
estamos, los estados europeos van a renunciar a su unión oficial con la
Iglesia de Roma e incluso con la Cristiandad como guía de su conducta y
de sus criterios históricos”.
“Dejad
la historia para nosotros los sucesores de Pedro, Contarini. Hemos
vivido y tenemos más historia que cualquier estado existente hasta hoy”.
Contarini comprendió que la entrevista había finalizado, se inclinó ante
el Papa y se marchó. La conversación había, efectivamente, terminado y
con ella la Cristiandad.
Desde
ese enero en adelante, el Papa trabajó rápida y eficientemente para
recuperar su poder. Negoció la paz con el emperador por medio del
tratado de Barcelona del 29 de junio del 1529, que le autorizaba a
volver a ocupar los estados papales a cambio de enormes indemnizaciones.
Estaba autorizado e incluso sería ayudado a retomar Florencia. La mayor
concesión de todas: el emperador vendría a Bolonia y acepta ser coronado
por Clemente, reconociendo así al sucesor Nº 119 de Pedro como la fuente
de todo poder sobre la tierra y los Cielos. Carlomagno y Leo. La
historia se repite.
Quizá, una vez que los asesinatos y los saqueos han terminado y todos
han adquirido ya suficiente botín; una vez que los reyes han conseguido
las mujeres que codiciaban; todos: los príncipes alemanes, los
comerciantes daneses, los reyes y barones ingleses y los confederados
suizos, quizá necesiten confesión y la bendición de la Iglesia. Para los
nuevos teólogos revoltosos en Francia y Alemania, los Inquisidores quizá
tengan métodos efectivos para silenciarlos.
Pero,
Clemente debe preguntarse a sí mismo: “¿En qué fallé con Contarini?”.
La Iglesia dejaría de ser visible si pierde su poder. Lutero no
significa nada. Incluso el emperador piensa así. ¿Cómo podría subsistir
la Iglesia en un mundo secular si no pudiera defenderse ni tener
independencia económica? ¿Qué aseguraría la salud espiritual de las
naciones de Europa?
- Obviamente, Clemente pensó que él encontraría la
respuesta.
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