La ruptura

 


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La ruptura

La más sorprendente y preocupante evolución en los últimos 40 años ha sido el repentino e indudable declive de la Iglesia de Roma en su organización eclesiástica y en su unidad ideológica. Lo brusco de este desarrollo descendente, hace este declive catastrófico.  La catástrofe solo podría ser superada por el horror desmoralizante o que, en un futuro próximo, los televidentes en su hogar puedan ver retransmitido el asesinato público de un Papa o contemplar la destrucción de la Iglesia de San Pedro por expertos internacionales en explosivos.

           

Tal y como están las cosas, no parece haber esperanza razonable de que este declive pueda detenerse ni de que la estructura de la organización actual de esta venerable Iglesia pueda subsistir un siglo más. Qué forma tomará el Catolicismo Romano (su espíritu religioso no morirá ni faltará un ocupante del trono de San Pedro) es uno de los enigmas que no viviremos para ver resuelto. 

 

Las estadísticas más relevantes y otros detalles son horrorosos para la mente Católica Romana tradicional. Cuando se dibuja un gráfico que representa los años 1965-1980, el número de sacerdotes, monjas, hermanos religiosos, monjes, estudiantes religiosos, estudiantes de colegios privados, bautismos, conversiones, matrimonios entre católicos, comuniones, confesiones, confirmaciones, etc. muestran una tendencia de caída cada vez mayor. Hay que añadir a estas cifras los católicos romanos que están totalmente en contra de las enseñanzas Romanas sobre divorcio, contracepción, aborto, homosexualidad y comunismo. 

 

Hay, además, otros factores “invisibles” pero no menos importantes. Por ejemplo, es imposible ahora calcular cuántos sacerdotes ordenados están disponibles, puesto que muchos obispos que ordenan candidatos a sacerdotes no tienen intención de crear ministros con el poder sacramental de ofrecer el sacrificio de la Misa y absolver de sus pecados a los penitentes; así mismo, muchos de los candidatos a sacerdote no tienen la intención de recibir tales poderes. Sin estos poderes no hay Misa, sacerdocio ni absolución en confesión. Esta falta de validez, que no se valora fuera de la Iglesia, significa la muerte de la Iglesia para la mente Católica Romana. 

 

Estas cifras pueden parecer asombrosas, pero no son tan indicativas como la total fractura del gran cuerpo Católico Romano. Los aproximadamente 740 millones de Católicos Romanos en el mundo representan el mayor, el más educado, el más rico, el más influyente sector de la población religiosa del mundo. Su Iglesia está dirigida por la cancillería más antigua y más prestigiosa del mundo: el Vaticano. El cuerpo de la Iglesia Católica Romana está dividido por la mitad entre el Comunismo y las causas capitalistas y esto es más sorprendente que el claro declive en la veneración y en la lealtad interna, puesto que hasta hace muy poco tiempo la Iglesia Católica y Romana era un poder reconocido en el campo internacional político e ideológico.

 

El declive de la Iglesia Romana, aparentemente debido a los últimos 40 años, se ha ido gestando durante largo tiempo. Se podría haber previsto desde una perspectiva de hace unos 400 años: por entonces, la Institución Romana puso en marcha un experimento a prueba, de 1000 años de duración, que falló finalmente porque la institución se fundó en una necesidad. Se intentó invadir totalmente los campos cultural, político y social del esfuerzo humano, abandonando específicamente a los Católicos Romanos, así como los principios Cristianos en general, entrando puramente en los asuntos seculares. 

 

Un pequeño incidente en 1979 subrayó este fallo de la institución Romana. El 3 de noviembre, 63 rehenes norteamericanos fueron capturados y encerrados en la Embajada de Teherán por el cuerpo revolucionario del Ayatolah Jomeini. Juan Pablo II ordenó a su representante en Teherán, Arzobispo Aníbal Bugnini, que intercediera en su nombre ante el Ayatolah para la liberación de los rehenes, lo cual no tuvo efecto. 

 

Estoy sorprendido”, dijo el Ayatolah a Bugnini, “que solamente ahora el gran Papa quiera que se libere a los rehenes... el gran Papa no intervino por nosotros cuando el Sha oprimía a su pueblo... vosotros los Cristianos no os comportáis como Cristo ... se espera de vosotros que hagáis lo que habría hecho Jesús... porque él habría, ciertamente, protestado en contra de la opresión del Sha... ¿porqué el gran Papa y sus cristianos se comportan así?”.

 

Por supuesto, mientras Jomeini apuntaba con su dedo al abuso de poder del Vaticano, no tenía en cuenta una pregunta crucial que subyace: ¿debe cualquier institución religiosa, la Iglesia Romana, el Islam, etc. ejercer poder secular alguno? Para el Ayatolah no existía necesidad para esta pregunta, porque, para él, los poderes espiritual y secular son idénticos, manifestaciones separadas del único e indivisible poder de Alá. Esto no era así en los principios de la Iglesia Cristiana.

 

Durante los primeros 250 años de la existencia de la Iglesia, no habría dudas en los eclesiásticos de entonces sobre las cuestiones planteadas por Jomeini. El poder de la Iglesia, se sabía, era única y puramente espiritual. Ellos recordaban las palabras más frecuentes en labios de Jesús, para describir el nuevo estado que estaba inaugurando: Reino de Dios, el Reino de los Cielos, obteniendo esta certeza del intercambio de palabras entre Jesús y el gobernador romano Poncio Pilatos que lo condenaba a muerte: 

 

¿Eres entonces un Rey?” preguntó Pilatos.

 

Lo soy. Pero mi reino no es de este mundo. Si fuera como cualquier otro reino, mis sirvientes habrían acudido a liberarme...”

              Entre la muerte de Simón Pedro el Apóstol en el 67 d.c. y el año 312, hubo 31 papas, sucesores de Pedro como obispos de Roma. Ninguno de los primeros 18 murió en su cama. Todos perecieron violentamente. Mientras vivieron, todos y cada uno de los primeros 31 papas ejerció la autoridad de su reino espiritual y enseñó lo que su antecesor había enseñado antes que ellos: soportar el peso del espíritu de Dios; esperar el regreso de Jesús, el final del mundo visible y el triunfo final de la ley de Dios.

            En el año 312, el emperador romano Constantino se hizo cristiano y, diez años más tarde, estableció el Cristianismo como religión del imperio. Durante los siguientes 1650 años, el Cristianismo fue el factor político, y social más importante en Europa. Durante la mayor parte de este periodo, el papa Romano fue el personaje más importante en Europa y el mundo occidental.

 En el comienzo del Renacimiento, la iglesia que Jesús comenzó se convirtió en una organización jerarquizada, centralizada en su gobierno, absolutista en su autoridad, reclamando total autocracia, reflejando el funcionamiento de un reino, tal y como se entiende entre los hombres: “un orden político y social anclado en ideas e ideales preestablecidos, una estructura jerárquica en la que se apoya su existencia, la sublimación de intereses sociales y de algunos grupos, crecimiento orgánico, basándose en la tradición para salvaguardar sus símbolos y su continuidad, defensa a ultranza contra influencias del exterior y protección de la paz interna, tanto materialmente como en términos de ideas nuevas”. Así es como Eric M. Saventhen definió recientemente el término “reino”. Así es como evolucionó la iglesia en Roma.

 Pero desde el momento en que los papas entraron en la arena de lo temporal, se fueron forjando cadenas inamovibles y pesadas alrededor de su reino eclesiástico. Ellos trasladaron su amistad, su poder espiritual y su influencia de un lado a otro, y las cadenas fueron apretándose a su alrededor estrangulando su estamento. A la vez, los papas acrecentaron su poder entre los hombres y, hasta hoy, nunca han renunciado a ello. Llegó a ser casi un acto de fe que el papa estuviera involucrado en los asuntos públicos (“gli affari publici” es la frase que la burocracia de la iglesia italiana estableció) y que estos asuntos fueran de su incumbencia cotidiana. Incluso cuando los valores propiamente cristianos estuvieron en la hoguera, los papas tenían que tomar en consideración sutilezas diplomáticas, obligaciones de club, alianzas políticas, afiliaciones culturales, cuestiones territoriales, intereses financieros, ambiciones personales, motivos familiares y aspiraciones dinásticas.

 La vida de los papas anteriores ilustra lo abajo que puede arrastrar el peso de las mencionadas cadenas, a los hombres de la iglesia que predicaron la ley suprema del amor y los ideales morales más elevados. Pero la historia revela que algunos papas tuvieron la oportunidad de sacar a la iglesia de su poder temporal y monetario, permanecer como ayuda espiritual para todos los hombres, continuar a la espera del cumplimiento de la promesa que Jesús hizo de que su iglesia nunca fallaría y emplear el único verdadero poder que Jesús autorizó: el poder espiritual. Normalmente, estas oportunidades surgieron como resultados desastrosos cuando los pontífices jugaron a los poderes políticos como líderes seglares. En cada una de estas ocasiones, sin embargo, encontramos que los papas Romanos rechazaron la invitación, retrocediendo con horror y confusión desde el borde del precipicio. Los peores papas lucharon por recuperar el máximo del poder que hubieran perdido. Los mejores (Pío IX o Pío XII, por ejemplo) tampoco llegaron a rendir totalmente su poder. La práctica general de los papas, a lo largo de los siglos, ha sido el intentar recuperar sus poderes perdidos e incluso obtener más.

Siempre, dentro de la iglesia, desde el día en que se estableció el compromiso con los emperadores Romanos en el año 312, ha existido un deseo sumergido de separar su destino espiritual del poder civil, por parte de algunas personas cercanas a ellos. El gran poeta florentino Dante Alighieri en “El Infierno” concentraba en algunas líneas acerca del papa Silvestre I, “el primer padre rico”, que estableció el acuerdo con el Emperador Constantino, a partir de cual la iglesia cambió de ser la autoridad espiritual a tener total influencia como autoridad civil: 

“¡Ah, Constantino! Cuánto mal pudiste hacer

No por tu conversión, sino por la dote que entregaste

Y que el primer padre rico se apresuró a tomar.”

 Para Dante, así como para otros ciudadanos y clérigos durante siglos, jugando al león, el cordero siempre quedó en ridículo.

 


Toda la documentación utilizada en esta página está basada en la obra "The decline and fall of the roman church" (1981) del escritor y sacerdote Malachi Martin, en la traducción al castellano de Ignacio Solves.