León “El Grande”
En el calor opresivo
del verano del año 452, un encuentro en la ribera baja del río Po, en el
Norte de Italia, decidirá el destino de Europa para los siguientes 1.500
años. Atila, rey de los Hunos y emperador de todos los escitas, conoce a
León I, León “El Grande”, obispo de Roma. De inmediato, la apuesta es
Roma, su vida o su muerte. Detrás de esta apuesta, la continuidad de la
civilización occidental.
León, sentado en una
mula, se aproxima a la ribera sur. Con barba, ceñudo, vistiendo las
blancas ropas de obispo; sobre su cabeza, una simple mitra; en sus manos
un báculo. Delante de él camina un clérigo de barba negra portando una
cruz, flanqueado por otros dos que llevan incensarios encendidos. Detrás
de él vienen dos filas de monjes vestidos de blanco y marrón, cantando
salmos. Es por la tarde. Es la apuesta suprema de León, una apuesta
respaldada por su creencia y un gran valor.
León, de sangre
toscana, nativo de Roma, ha venido hasta aquí con el consentimiento del
emperador romano, Valentiniano, como último recurso. Valentiniano está
sitiado en Constantinopla; no puede defender Roma. Su orden a León fue:
“Haz lo que puedas. Que Dios te ayude”.
Todo en la vida de
León le había preparado para este momento. Nacido en el 396 en el seno
de una antigua familia latina. Educado en Roma, Milán y Constantinopla.
Hablaba fluidamente latín y griego. Sacerdote a los 22 años. Obispo a
los 35. Desde la edad de 23, absorto en asuntos de estado que afectaban
al Imperio Romano, la Iglesia y a los pueblos que bajaban hacia el
Imperio desde el frío Norte de Europa. León es de complexión media, con
hombros redondeados de clérigo, cabello castaño, ojos negros, con amplia
frente, nariz aguileña y una boca bien preparada para responder. Se
decía de él: lo que más gusta a la gente son sus palabras; lo que más
respetan son sus ojos. Esos ojos negros toscanos que se quedan fijos,
sin parpadear, mirando en tu interior, viendo mucho más adentro.
León ha demostrado
repetidamente su primacía como obispo de Roma sobre el resto de obispos
cristianos. Además, está considerado como la mayor autoridad sobre los
dirigentes de lo temporal. Ha predicado que la fe cristiana y su
práctica no significan meramente una esperanza de inmortalidad en la
vida próxima, sino un orden, un comportamiento y una sensatez en esta
vida.
A primera vista,
este aserto de León está tan centrado hacia el comportamiento papal, que
para todo el mundo parece de aplicación para lo temporal más que para lo
espiritual. En estos momentos, todo pende de un delgado hilo. ¿Podrá
León, con la fuerza de su fe, salvar a Roma de un baño de sangre? No
tiene ejército. Roma está desarmada ¿Podrá León librar a Roma de los
asiáticos, con las solas armas de la fe y su inteligencia?
La ribera Norte del
Po está llena de Hunos: hombres bajos que, para los europeos, tienen
facciones muy marcadas, cinturas estrechas, anchos hombros, brazos muy
largos, amplio tórax, caras aplanadas, sin barba, de raza amarilla; cada
uno de ellos armado hasta los dientes con arco, flechas, lanza, daga,
montando caballos de baja alzada con crines muy largas; cada lanza lleva
en su punta una cabeza humana. El cielo tras ellos es rojo por la
cantidad de banderas y estandartes que enarbolan. Atila permanece sobre
su caballo, rodeado de su guardia personal, viendo aproximarse a los
romanos. A una señal, éstos se detienen, excepto León que continúa
avanzando sólo. Arrea a su mula para que entre en el río. La guardia de
Atila tensa sus arcos, pendientes del menor problema.
Atila avanza también
hacia el agua desde la orilla Norte. Los dos hombres se observan
fijamente. León se detiene y Atila continúa avanzando lentamente,
reduciendo la distancia entre ellos. León puede ver ahora de cerca de
Atila: es un hombre envejecido, encorvado, con ojos cansados, labios
delgados. Observa que Atila lleva una túnica de rica pedrería, con la
visera de su gorro sobre las cejas, con su largo arco y flechas de
colores y con su hacha de batalla sujeta al cinturón. Atila mantiene una
dignidad tosca, fuerte, primitiva, tranquila. La distancia se acorta.
Sus ojos se encuentran. Atila hace una repentina pregunta:
-
“¿Tu nombre?”
- “León”
Esta pregunta y su
respuesta es prácticamente todo lo que históricamente nos queda de la
conversación entre Atila y León. Los testigos oyeron la pregunta
pronunciada en un latín muy nasal. Vieron que sus ojos se entrecerraron
retando a su oponente. La cabeza de León se yergue, sus ojos permanecen
fijos en los de Atila. Los hombres ven que levanta su mano derecha por
un momento, en la forma habitual del saludo cristiano: la palma vuelta
hacia Atila, los dedos índice y central extendidos hacia arriba y
juntos, el anular hacia abajo, meñique y pulgar juntos por las puntas.
León habla, Atila escucha y se acerca más al clérigo y, juntos, van
hacia la orilla sur. El resto de la conversación se nos escapa. En esos
momentos, León está completamente solo frente a Atila y frente a la
Historia.
Desde la distancia
del tiempo, la visita de León parece simple. Es similar a la que hubiera
ocurrido si Pío XII, acompañado de 10 cardenales cantando y portadores
de incensarios encendidos, se hubiera presentado ante Adolf Hitler en su
propia sede, en la primavera de 1942. Para nuestros cálculos, habría
sido una locura.
Los hunos aparecían
como halcones carroñeros o aves necrófagas que se trasladaban en busca
de alimento, primero desde las fronteras chinas, luego por los Balcanes
y después por toda Europa. Siempre adelante, hacia el horizonte, hombres
pequeños sobre caballos pequeños, mujeres y niños en carretas, huyendo
de las fronteras del desierto en el que nacieron de demonios y mujeres,
según se decía. Pero los hunos huían de sus demonios: la arena y el
viento. Sus dioses vivían sobre las nubes y una vieja leyenda les
empujaba en busca de su propia tierra.
Una vez tras otra,
encontraban un lugar donde establecerse, solamente para encontrar que el
monstruo del viento y las tormentas descendía sobre ellos y les empujaba
hacia delante. La desolación quedaba tras ellos desde Asia, siempre
buscando una tierra más amigable. El huno siempre se sentía acuciado por
los demonios que le perseguían, al Este de China, al Oeste de Europa, en
busca de la tierra de sus sueños. Los hunos leían el futuro en las dunas
de arena, mientras que los antiguos romanos lo hacían en las entrañas de
sus bien alimentados pollos y gallinas. Así pues, para el año 374,
habían cruzado el Volga y avanzaban hacia el Danubio.
No tenían leyes
constructoras ni intentaron construir edificio alguno. Mataron sin
piedad, incendiaron sin miramientos, violaron por costumbre, no hacían
prisioneros, mantenían con vida unos pocos esclavos, hambrientos de
riquezas, odiaban todo lo que fuera estable, se alimentaban de queso de
cabra y carne cruda que transportaban en los flancos de sus caballos y
bebían vino de cebada y de mijo. Su religión era simple: en el aire, el
fuego, la tierra y el agua había demonios que había que aplacar con
sangre.
Atila, hijo de
Mundzuk, tenía linaje directo a través de 35 generaciones, desde el
“Rey-Pájaro”, Schongar, el que regía todas las cosas que vuelan. Nacido
en el 395, cruce de mongol bastardo y huno ancestral, en algún lugar de
las llanuras del Danubio. Buen jinete desde los seis años, empezó pronto
a cazar y a matar. Rehén de la Roma imperial a la edad de 12 años,
porque su tío Rua, regidor del imperio que comprendía de los Alpes al
mar Caspio, quería ganar tiempo y calmar al emperador de Constantinopla
con una falsa sensación de seguridad. De vuelta a su propio pueblo antes
de los 20 años de edad. Fue un tiempo embajador en la corte imperial de
Constantinopla. Viajó mucho por Europa y Asia. Casi era único entre su
gente por hablar griego y latín, además de su lengua materna. Hacia el
434, a la edad de 39, llegó a rey de los hunos. Por el año 445, habiendo
asesinado a su hermano Bleda, es el emperador de todos los escitas y
heredero de un imperio que va desde los Alpes al Báltico por el Oeste y
desde el Volga al mar Caspio por el este, con una extensión similar a la
de la Unión Soviética, incluyendo su parte Norte de Asia. Antes de su
misteriosa muerte en el 453, había ampliado su imperio hasta la Gran
Muralla de China; arrasado griegos y latinos en Turquía, Grecia,
Alemania, Francia e Italia; había extorsionado a dos imperios por un
valor aproximado a 2 millones de dólares y recibía de estos un tributo
anual de más de 2.000 Kg de oro; había acumulado un enorme tesoro
proveniente de saqueos; era conocido como “El azote de Dios” (“la
hierba nunca crecía de nuevo por donde pasaba su caballo”, se decía)
y había amenazado a Constantinopla y a Roma.
No sabemos el nombre
exacto de este hombre. Los oídos occidentales escuchaban algo como
“Atila”, “Atli” o “Etzel”. Era el nombre del río Volga para los hunos.
Incluso el nombre de esta raza es oscuro: las crónicas chinas se
refieren a ellos como “hioung nu”; los latinos escuchaban una corta
palabra nasal “hioung” que latinizaron como “hunnus”. Sabemos que Atila
estaba tan sediento de sangre, era tan cruel, sin piedad y sin
escrúpulos como los emperadores romanos antes y después de él. También
sabemos que un rasgo de su personalidad podría ser la clave de su
destino: su mente supersticiosa, compartida por todos los hunos.
Habiendo arrasado Reims con sangre, fuego y crueldad, esta banda
irresistible fue puesta en fuga por un potente sonido que surgió de la
catedral. En otra ocasión, Atila no fue capaz de ofender al obispo de
Troyes porque su apellido era "Lupus": el lobo era un poderoso
símbolo totémico de muerte para los hunos.
Atila tenía una
personalidad autocrática. Informado por el enviado del emperador
Teodosio de que en sus rezos rogaba por su salvación, Atila contestó: “Más
vale que rece por los romanos, en lugar de por mí”. Preguntado por
otra delegación, que vinieron a discutir la paz, sobre una última
respuesta a sus demandas, respondió con una lacónica sílaba latina: “No”.
Cuando le ofrecieron 350 libras de oro (unos 2 millones de dólares de
hoy) por terminar una batalla sobre el río Morava, en el año 434,
respondió con displicencia: “Que sean 700”.
Y las consiguió. A una delegación imperial que comenzó su discurso con
las palabras: “Mi Señor, el Emperador, siempre cumplidor de sus
promesas ...” Atila interrumpió: “¡Eso es mentira!”.
Informado de que Orleans no podría resistir más allá de un 23 de junio,
replicó: “Ese día llegaré yo”. La víspera de un ataque simultáneo
contra Roma y Constantinopla, hizo llegar el mismo mensaje a ambas
ciudades: “Mi amo y señor, que es también el vuestro, ordena que
preparen vuestro palacio para él”.
Atila tenía una
ambición basada en su descendencia directa del “Rey-Pájaro”, animada por
la perpetua huida de los hunos escapando de los demonios del viento y la
arena, y alimentada por su personal odio a Roma. Todos los guerreros
hunos empleados por Roma como mercenarios regresarán a sus pueblos. Roma
y Constantinopla serán destruidas. La Gran Muralla será demolida, el
imperio chino acorralado. India y Persia serán arrasadas. El
“Rey-Pájaro” reinará desde el mar de China hasta el Atlántico. Los hunos
encontrarán por fin su tierra soñada y se establecerán en pueblos y
ciudades de piedra y madera. Vivirían del espolio de otras naciones,
dominando todo en el nombre de sus antiguos dioses e impondrían la ley
de los hunos a todos los hombres. Pero, sobre todo, él deseaba destruir
Roma. Era el objeto de su odio permanente. Su guardia personal nocturna
le oían gritar ese nombre muchas noches, en sueños.
Era este hombre y
sus hordas las que aparecieron en las orillas del Rin en el año 451. En
rápida sucesión, tomaron Worms, Windisch, Spires, Mayence, Basilea,
Estrasburgo, Colmar, Besançon, Troyes, arras, Metz, Reims, Laon y San
Quintín. En Orleans, fue rechazado y tuvo que retroceder. Perdió una
batalla en los campos de la Cataluña francesa cerca de Châlons.
Retrocedió hasta Etzelburg donde se reorganizó. En un rápido cambio de
métodos, sustituyó sus uniformes de piel por armaduras; tenía tácticos y
entrenadores romanos. Las hordas fueron organizadas en formaciones y
mediante tácticas militares. Los hunos aprendieron el uso de utensilios
de asedio: escaleras, ballestas, catapultas. Una vez preparados, Atila
decidió marchar sobre Roma. Lo único que se lo impedía era un obispo con
los hombros redondeados sobre una mula y un coro de clérigos calvos.
Atila no solamente
amenazaba la vieja ciudad imperial. En juego estaba el débil conjunto de
naciones por toda Europa, que formaban la base de su civilización futura
y de la grandeza que alcanzaría durante unos 1.500 años. Los Visigodos
en España y Sur de Francia, los Francos en el Norte de Francia, los
Lombardos en el Norte de Italia, los Sajones y Turingios en Alemania,
así como sus pobladores autóctonos, habrían caído bajo el rodillo de los
Hunos, anulando todo lo que el mundo occidental había poseído y
significado hasta entonces.
Había más en juego:
la Cristiandad había llegado a ser un centro de unidad y el corazón de
las reavivadas esperanzas del ya desmembrado Imperio Romano. La fe
cristiana había arraigado y presentaba la alternativa esperanzadora ante
el hecho necesario e irremediable de la muerte. Roma y el Mediterráneo
oriental están llenos de inscripciones funerarias rotas que representan
los cultos que los hombres conocían en tiempos de León: Mitra, Serapis,
Isis, Osiris, Zoroastro, misterios griegos, ritos orientales, dioses
romanos y todo el panteón griego. El mensaje universal que todos
recibían estaba resumido en las famosas y pesimistas líneas que Horacio
escribió a Torcuato.
En contraste, la fe
cristiana ofrecía una esperanza de vida eterna garantizada después de la
muerte. El epitafio de un tal Petrolano, encontrado cerca de la colina
del Vaticano, resume esta esperanza y esta fe en cinco simples palabras
“Petrolanus, Deum videre cupiens, vidit” (“Petrolano, que deseaba ver a
Dios, ahora lo ves”).
En los tiempos de
León, la Cristiandad empezaba a insertarse en Europa como un modo de
vida. Irradiando desde Italia, estableció largas vías de comunicación a
través de la Galia, Bélgica, Inglaterra, Irlanda, Alemania, España y el
este de Europa. En 300 años dominará el continente. Bajo la tutela del
Cristianismo, la Europa medieval y renacentista, con todos sus fallos y
aciertos, se convirtió en una Europa moderna. Todo esto habría sido
impensable si el Imperio Huno hubiera engullido a Europa. Que no
ocurriera se lo debemos a León.
La conversación
entre León y Atila duró unos minutos. ¿Se asustó Atila
supersticiosamente de la resolución de León? ¿del significado totémico
de este nombre? ¿había ya planeado no continuar, por problemas de hambre
o de deserción entre sus filas? ¿invocó León el castigo del Cielo o del
Infierno? No lo sabemos. Solamente sabemos que repentinamente, Atila
hace girar a su caballo, cruza el río de regreso y entra entre sus
ejércitos gritando órdenes. Se bajan las armas y los estandartes. Los
carros se preparan. Desaparecen los caballos de las orillas. Hacia el
anochecer, los ruidos y gritos se van desvaneciendo. Por la mañana, el
campamento de los hunos está desierto.
El Cristianismo
promete a los hombres esperanza y vida; sobre esa base, proclama que
dominará la vida de todos los hombres. Ese día, en las orillas del Po,
se confirma esa esperanza. Y continuará proclamándolo durante un
milenio.
Todas las evidencias
que tenemos nos dicen que Atila era un personaje sin piedad, egoísta,
ambicioso, ingobernable, con quien las razones piadosas, razonables,
nada tenían que hacer. León no dejó escrito lo que habló con el Huno.
Nadie puede dudar hoy que la decisión que Atila tomó a orillas del Po se
debió, en gran parte, a la fe que León tenía en su misión y en su
capacidad de comunicación hacia este líder. Hasta estos momentos que nos
ocupan, la Cristiandad vivía a la sombra del imperio romano. Su reino
“no era de este mundo”. Solo hacía escasamente 100 años que había salido
de las catacumbas.
León veía la
historia humana desde dos perspectivas diferentes. Lo que ocurría en el
mundo visible era un mero reflejo del mundo sobrenatural e invisible del
espíritu, desde el que la salvación y prosperidad llegaban a los hombres
por medio de la Iglesia de Cristo. Dejó clara esta doble visión del
mundo en los sermones que dirigió al pueblo romano tras la invasión de
los Vándalos y, por medio de esta persuasión, consiguió que la gente y
la ciudad de Roma fueran una sola cosa hacia el año 455. Esto ocurría
tres años después de su famosa reunión con Atila.
“¿Quién ha
librado a Roma y la ha preservado de la masacre? … esta liberación no se
debe a las estrellas, como dicen los ateos, sino a la inefable piedad
del Todopoderoso que ha suavizado la conciencia de los bárbaros … la
gloria de Pedro y de Pablo es tan grande que vosotros habéis pasado a
ser un pueblo bendecido, elegido, una nación real y respetada y, gracias
a la presencia de la Santa Sede del Bendito Pedro, ahora sois señores
del mundo y, por esta religión, también sois capaces de extender
vuestros dominios más allá de lo que cualquier vulgar terrenal podría.”
León fue el primer
líder de la Cristiandad Occidental que presentaba sus creencias
religiosas como la explicación total del hombre y su entorno. Cincuenta
años antes, Agustín había dividido este mundo en “dos ciudades”: la
Ciudad de Dios y la Ciudad de Mammon. De acuerdo con Agustín, no había
reconciliación posible entre estos dos mundos. Ahora León proponía que
la autoridad cristiana se extendiera a los dos mundos.
En su enfrentamiento
con Atila, León arriesgó su vida y la supervivencia de la Cristiandad,
para proclamar sus ideas. Si hubiera fallado, la Cristiandad nunca
habría alcanzado el trono vacío del Imperio Romano. Quizá porque no le
importaba morir, el vivió y la Cristiandad sobrevivió para dar forma a
Europa durante unos 1000 años.
Durante el papado de
León I, se hizo obvia la creciente separación entre la Ortodoxia
Oriental (los patriarcas de Constantinopla, Alejandría, Antioquía,
Jerusalén, Chipre) y la Iglesia Romana con sus papas. Muy pocas personas
occidentales podían leer o hablar griego. Menos aún entre los de oriente
podían comprender el latín. Los romanos (latinos) celebraban el sábado;
los orientales pensaban que esto era incorrecto. Los latinos creían que
solamente el pan sin levadura (“azymes”) se podía usar en la celebración
del sagrado misterio de la Cristiandad, la Misa. Los orientales pensaban
que podían e incluso debían utilizar pan con levadura. Pero existían
muchas más diferencias.
León estableció una
delgada línea de desacuerdos con los orientales. En el año 449 publicó
su “Tomos”, que era un documento estableciendo las creencias básicas de
la Cristiandad, que fue aceptado por todos. Pero hay que establecer una
diferencia: las iglesias occidentales lo admitieron porque estaba
escrito por León, el todopoderoso director; los orientales lo admitieron
porque, como escribió el patriarca de Constantinopla, León estaba
reflejando lo que los patriarcas orientales siempre habían pensado. Este
punto no fue menospreciado por León I y, cuando el Concilio de Chalcedon
en 451 reafirmaba que el patriarca de Constantinopla era el segundo en
autoridad después del papa de Roma, León inmediatamente replicó que el
obispo de Roma no era solamente el primero en autoridad sino también en
ortodoxia. Todos los obispos y patriarcas estaban subordinados al obispo
de Roma, insistió León.
Atila murió
violentamente en el 453 a manos de desconocidos; en el 461 fallecía León
I plácidamente en su cama. Su legado fue una Iglesia Romana inseparable
del Imperio de Roma, una Iglesia que se convirtió en el Imperio Romano,
para bien y para mal.
El 4 de septiembre
del 476, el último emperador romano occidental fue depuesto y retirado
por un extraño, una figura bárbara, un alemán (germano) llamado Odovacer
(o quizá Odoacer) de la tribu Scirri que vivía más allá del Danubio.
Odovacer gobernó en Italia y designó dos papas (Félix III y Gelasio I)
antes de ser asesinado por el ostrogodo Teodorico en el año 493.
Teodorico pasó a controlar la elección de los papas. Con la excepción de
Anastasio II (496 a 498), los siguientes 4 papas (Simaco, Hormisdas,
Juan I y Félix IV) fueron designados o autorizados por Teodorico. A su
muerte, su hija Amalasunta fue la responsable del primer papa germano:
Bonifacio II. Posteriormente el hijo de Teodorico, Teodato, hizo papas a
Juan II, Agapito y Silverio.
Mientras, las reglas
de elección de los papas se habían ido refinando. A principios del siglo
V el proceso de elección por medio de un grupo se había convertido en
algo bastante sangriento y demasiado complicado. Las políticas del
imperio, de los reinos, de las ciudades, se iban cargando de intereses
familiares, ambiciones clericales, diferencias doctrinales y odios
personales. En el sínodo del año 499 (en el que 25 clérigos aparecen
como cardenales), el papa Simaco se esforzó en apartar influencias
políticas, por medio de la exclusión del Senado y los representantes del
pueblo llano: “Sin la indicación del papa precedente sobre su
sucesor, solamente los clérigos de Roma pueden elegir al nuevo papa, y
por mayoría simple.”
Pero la ley de
Simaco permaneció olvidada, como papel mojado,. Encontramos en el siglo
VI que, de acuerdo con la fórmula oficial de elección de Roma, la
designación del papa se llevaba a efecto por “todos los predicadores y
líderes de la Iglesia y los nobles, la representación de las fuerzas
armadas junto a la de los ciudadanos de cierto nivel social de la ciudad
de Roma”.
Como parte del
cuerpo electoral, el título de los clérigos era de “venerable”, el de
las fuerzas armadas de “felicísimo” (triunfante) y el del pueblo
“santo”. El lugar habitual de la elección era un antiguo foro romano, en
un lugar denominado Los Tres Destinos. Como modo habitual de elección,
este grupo ratificaba al designado por el papa anterior o el que decidía
el emperador o algún príncipe; en caso de no existir designación previa,
se elegía un candidato que debía ser ratificado por el poder militar que
dominara Roma en ese momento. Ningún poder exterior discutía nunca el
derecho y la obligación de este grupo de elegir candidato a papa (a
obispo de Roma). Esta fue una de las razones por la que los romanos
llamaron al papa Gregorio I “el Grande”. Gregorio insistió en que el
espíritu romano era el espíritu de Cristo y en que debería ser el
espíritu de toda la Iglesia.
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