Gregorio “El Grande” y su Imperio del espíritu
Cuando subían las
escaleras detrás de su líder, entrando en el Monasterio de San Andrés,
los sesenta seguidores tuvieron que ajustar su paso a su lento y
laborioso avance. Se ayudaba de un bastón. Sus dedos estaban muy
deformados por la artritis, su cuerpo torcido y cadavérico. Su cara seca
y blanca, pero iluminada aún por la chispeante inteligencia de sus ojos
azules.
Estamos a finales de
febrero del año 604, 269 años después de la muerte del papa Silvestre.
Durante estos más de dos siglos, grandes olas de cambio han soplado por
todo el Imperio Romano; pero en esa agitación de la política, la
economía, los cataclismos militares, religiosos y sociales, emergen dos
hechos sobresalientes: el imperio temporal que estaba soportado por el
poder militar de Constantino, ahora se ha colapsado definitivamente:
inevitable e inexorablemente ha sido reemplazado por la única autoridad
unificadora todavía viva, incluso ha crecido en las extremidades más
lejanas de su poderoso cuerpo.
Esa autoridad es la
Iglesia Romana y el autor de esa gigantesca sucesión y ese relevo en la
dirección es este hombre ya roto, anciano, que tan penosamente sube las
escaleras del Monasterio de San Andrés. Este papa es Gregorio “El
Grande”, que hace el número 64 en la línea de sucesión del apóstol
Pedro. Solamente tres de los 265 papas llevarán el epíteto de “Grande”
tradicionalmente unido a su nombre: Gregorio es uno de ellos. Incluso en
cartas que se escribieron el día de su muerte (4 de marzo, menos de dos
semanas después del día que ahora nos ocupa) se le citará con este
sobrenombre.
Gobernador de Roma a
los treinta, monje a los treinta y cuatro, enviado papal al emperador de
Constantinopla a los treinta y nueve, abad a los cuarenta y seis, papa a
los cincuenta, Gregorio y solamente Gregorio, por la fuerza de su genio,
su visión personal, es el responsable del cambio de mentalidad de los
siguientes 199 papas que le sucedieron hasta la mitad del siglo XX. El
determinó la teología, la piedad, la perspectiva moral y práctica y la
actitud intelectual de los billones de seres humanos que han vivido
desde entonces.
Tiene 64 años pero,
desde los rigores de la vida que llevó como monje, la salud de Gregorio
ha sido precaria y su deterioro es irreversible. En sus primeros tiempos
su apariencia se apreciaba magnífica: era alto para la media de los
romanos, con ojos azules, pelo moreno, amplia frente, nariz aguileña,
gruesos labios rojos, barba prominente y largos dedos. Ahora, la
acumulación de enfermedades pesa sobre él: viejas heridas de su
juventud, una grave disentería que le atacó en su recorrido por mar
hacia Constantinopla en el 579, el reumatismo que contrajo durante la
plaga del 589 en Roma, las visibles secuelas de su segundo ataque al
corazón solamente dos semanas antes, etc. Cojeando, subiendo con gran
esfuerzo los escalones, su bastón sonando contra el mármol de los
mismos, su respiración fatigosa audible para todos, Gregorio sabe que
está solamente a días de su muerte y desea hacer una “reunión mundial”,
statio orbis, aquí en el Monasterio de San Andrés construido en
el lugar de su nacimiento sobre la colina Celiana. Aquí empezó su vida.
Aquí comenzó su servicio a Dios. Aquí celebrará su último acto público
como papa.
Una vez en el
vestíbulo del monasterio, Gregorio gira hacia la derecha y continúa el
pasillo hasta las puertas de su capilla particular. Una vez dentro, se
detiene, respirando trabajosamente, esperando que el resto de las
personas que le siguen lleguen hasta su alrededor. Uno a una van
entrando en la capilla: Hombres y mujeres romanos vestidos festivamente,
cinco griegos bizantinos, una docena de bretones altos y rubios con
túnicas cortas y capas negras. Ellos forman el núcleo de sus estudiantes
clericales favoritos y de su coro personal. Una compañía de 10 francos,
guardaespaldas de Gregorio, y un grupo mezclado de españoles, franceses,
germanos, corsos, sardos, sicilianos, clérigos y laicos. Hay también
algunos monjes irlandeses, un lombardo de Turín, un indio y dos hombres
negros del Norte de África. Representan todo el mundo de Gregorio.
La ceremonia de hoy
es tradicionalmente simple y de antigua significación. Los participantes
están escogidos de todas las partes del mundo, como representantes de
todas las personas, permaneciendo aquí frente le representación personal
de Jesús. Para el creyente, el mundo entero aparece junto en este acto
de adoración. Este es el “statio orbis”, toda la atención del mundo
entero. Detrás de esta ceremonia está la antigua creencia de que, en el
alba de la Creación de Dios, los niños de Dios, ángeles y humanos, se
incorporaron con alegría, rieron y alabaron a su creador con amor, de
este modo se representa que, en el Reino de Jesús sobre la tierra, todos
los humanos, junto a los ángeles guardianes del universo humano, estarán
unidos y se regocijarán en Jesús.
Nadie habla por unos
instantes. Esperan a Gregorio. Como él, elevan sus ojos para mirar los
tres frescos triangulares que están pintados en la pared semicircular
del santuario. El mismo Gregorio hizo ponerlos allí para conmemorar los
hechos de su pontificado. En el panel de la izquierda aparece una larga
procesión de romanos con Gregorio a la cabeza. En el central, una
panorámica de la ciudad de Roma, como centro del mundo. En el derecho,
el artista pintó al papa como representante de Jesús entre los hombres.
Algunos de los
presentes realmente adoran al anciano deforme que se apoya en el bastón.
“El día que no doy pan a un pobre es un día perdido”, les dijo en
cierta ocasión. “Me enviasteis un caballo miserable y cinco buenos
asnos”, escribió a uno de sus administradores. “El caballo no lo
puedo montar porque está viejo y desnutrido. No puedo montar los asnos,
porque son asnos y yo soy papa. Yo, como papa soy el sirviente de los
sirvientes de Dios”. “No cederé ante criatura alguna de la tierra”,
escribió al emperador en otra ocasión. Los Romanos amaban la mezcla de
orgullo y solicitud de Gregorio.
Los Romanos son los
primeros en hablar hoy. “Santo Padre, agradecemos a nuestro Señor
Jesús a través de tu mano por salvarnos de la plaga ...”. Todos los
ojos están fijos en la procesión que está representada en el fresco de
la izquierda. Fue hace 14 años en marzo del 590. La plaga había diezmado
a la población de Roma durante nueve meses. Gregorio, en su sermón del
29 de agosto del año 590, nos informa de que murieron unas 17.000
personas. No era papa aún, pero organizó una procesión de penitencia con
todos los Romanos, poniéndose él a la cabeza llevando un cuadro de la
Virgen. Los historiadores de la Iglesia aseguran que el arcángel Miguel
se apareció por encima de la procesión en el puente de San Pedro (que
pasó a llamarse puente del Angel). En diciembre la plaga ha desaparecido
... “y cuando los lombardos quisieron tomar la ciudad de Dios, tu nos
salvaste ...”. Sí, Gregorio así lo hizo, pero no con la fuerza de
las armas “Soy ahora tributario de los lombardos”, se lamentaría
Gregorio más tarde. Compró al líder de los lombardos, Agilulf, con oro
papal “pero ¿qué podía hacer yo, pastor de hombres, cuando
diariamente se encadenaba como a perros a miles de romanos para ser
vendidos posteriormente como esclavos en Francia o Alemania?”,
escribió posteriormente. En 14 años, Gregorio contuvo a los lombardos,
hizo Roma más poderosa y mejoró sus defensas.
Mientras sus amados
Romanos le ensalzan, Gregorio sonríe con placer. Ahora recuerda que los
destrozó verbalmente con su afilada lengua en sus peores horas: “Toda
la gloria de la dignidad terrenal ha desaparecido de esta ciudad”,
les gritó en su primer sermón como papa. “El mundo se hace viejo y se
precipita hacia la muerte a través de un mar de problemas”. Aquel
primer sermón fue, en septiembre del 590, una oración de funeral sobre
la tumba de la vieja Roma. “Ahora es una ciudad desierta, destruida,
agonizante, gimiente”. Antes que nadie, Gregorio vio con claridad
que la antigua Roma y su imperio habían muerto para siempre. Contrario a
la literatura griega y el arte greco-romano, indiferente a la belleza de
la antigüedad, Gregorio se negó a aprender a hablar griego e incluso a
leerlo. Se dispuso a crear un nuevo imperio con renovado poder, con
belleza fresca, y se negó a actuar como cabeza gobernante de lo
temporal, incluso cuando lombardos y francos se lo solicitaron. Gregorio
quiso permanecer solamente en el ámbito espiritual.
No sabemos si lo
contrario que fue Gregorio hacia lo griego y su cultura influyó en el
problema del dominio de Roma sobre Constantinopla. Sabemos que en el
595, el patriarca de Constantinopla, Juan, escribió muy solemnemente a
Gregorio, denominándose a sí mismo como patriarca ecuménico, es
decir, sumo sacerdote del mundo entero, incluyendo Roma. Aquello fue
demasiado para Gregorio.
“El Anticristo
debe estar cercano”, respondió provocativo Gregorio al Patriarca
Juan. Como León el Grande, Gregorio utilizó el título que el papa
Celestino (422 a 432) había creado para los papas cuando declaró que el
obispo de Roma era pater patruum, significando obispo de
obispos.
Gregorio conocía
esto, así como el rechazo de León el Grande en aceptar a Constantinopla
como “la nueva Roma”, “la segunda Roma” y a su patriarca como segundo
ante Roma, y reafirmó el aserto del papa Gelasio de que los papas de
Roma eran independientes de los emperadores de Constantinopla y de
cualquier “grupo o colegio de obispos” y, más específicamente, del que
gobernaba en la Iglesia Oriental.
El efecto de aquellos asertos fue que por el año 420 los emperadores de
Constantinopla dejaron de tener poder real. Europa occidental, Italia y
Roma en particular, fueron arrasadas por tribus bárbaras: godos,
ostrogodos, visigodos, vándalos, francos, celtas, hunos, etc. Roma fue
saqueada dos veces en el espacio de 49 años en el siglo V. La única
autoridad que sobrevivió a este pillaje fue el papa. Constantinopla dejó
de tener importancia por el momento. Tendrá importancia posteriormente
durante un corto espacio de tiempo, durante el reinado del emperador
Justiniano, perdiendo poder ambos tras este periodo.
En el cortejo de
Gregorio, los siguientes son los monjes irlandeses. A Gregorio le gustan
porque nunca cuestionan nada y son ciegamente leales. Ellos y los
benedictinos italianos son la clave y el mejor instrumento para la
creación de la mentalidad común de su nuevo imperio. Gregorio revive su
antiguo sueño y lo recuerda mientras ellos continúan “ ... tú nos
enseñaste a reverenciar a la Sagrada Virgen, a los mártires y a los
ángeles ... nos mostraste que en lo material de este mundo respira y
late el Espíritu ... vivimos para ellos ... por ellos podemos hacerlo
todo ... a través de ellos la tierra y los cielos quedarán limpios de
falsos dioses y serán renovados para volver a ser como fueron antes de
que Adán y Eva pecaran y calleran ...”.
Ahora, todas las
nacionalidades representadas dicen sus mensajes: Los corsos “ ... tú
nos salvaste de la esclavitud y reconstruiste nuestras iglesias”.
Los sardos “ ... tú salvaste a nuestras familias y trajiste a
nuestros hijos el sagrado bautismo”. Los africanos “ ... escuelas
y hospitales nos llegaron de tus manos”. Los germanos “ ... una
Roma diferente, no opresora sino libertadora, nos devolviste nuestra
raza”. Los francos “ ... nuestro rey, nuestros príncipes, nuestro
pueblo ha prosperado con tu bendición”. Los lombardos “ ... nos
quitaste los pecados y nos diste la paz”. Los españoles “ ... por
tu poder y gracia, ahora estamos en paz”. Los bretones “ ...
nuestra tierra es ahora una bendita provincia de Roma, esta ciudad de
Dios”. Los indios “ ... contigo hemos encontrado la verdad”.
Los sicilianos “ ... seis monasterios para nuestros obispos y
prosperidad para nuestra isla, gracias a ti”. Los griegos “ ...
como Juan, Pablo y Jesús, tú tienes la luz de Dios”.
Roma es ahora Señora
de un nuevo imperio. Gregorio escucha: los bretones están cantando el
himno que cierra la ceremonia, con voces poderosas que provocan las
sonoridades entre sombras de la iglesia nueva de Gregorio, música que
incluye pianísimos pasajes de órgano mezclados con tonalidades viriles,
mientras las voces atipladas de los lombardos les acompañan con sus
melodías peculiares llenas de sentimiento, expresivas, sensuales ... “Roma
superat, Christus regnat (Roma manda, Cristo reina)”. Este era el
logro de Gregorio. Había formado un gran centro para la Cristiandad en
Italia, rodeado por sucursales en España, Francia, Alemania, Sicilia,
Inglaterra, Irlanda, en Grecia y su imperio, Africa, e incluso en partes
del mundo exterior, más allá del mar Rojo. Gregorio ha construido una
nueva jerarquía sobre las ruinas del viejo Imperio Romano, formando un
núcleo de naciones que serán los futuros estados del mundo occidental
europeo. En el fresco del panel central aparece claramente la
distribución, en forma de mandala romana: las naciones son círculos
concéntricos agrupadas alrededor del círculo interior de Roma: La
Ciudad.
El momento final y
solemne ha llegado. Gregorio eleva la vista al tercer panel: San Pedro
en su trono, tras él Jesús con corona y cetro. Enfrente de Pedro, los
padres de Gregorio: Gordiano y Silvia y, con ellos, Gregorio como papa.
Alrededor de este grupo, una multitud de hombres, mujeres y niños
blancos, negros, amarillos, emperadores, esclavos, clérigos y pueblo
llano.
Los 60 invitados de
Gregorio alcanzan las últimas frases de su Profesión de Fe “ ...
(Jesús) resucitó al tercer día ... juzgará a los vivos y a los muertos
... y el Espíritu Santo”. Estas son las palabras extraídas del
primer gran concilio de la Iglesia, hace 279 años, el 19 de junio del
325 en Nicea. Gregorio baja su cabeza y se oye un grito unánime que
llena el templo “¡Aleluya! ¡El Señor ha resucitado!” y, después “¡Viva
nuestro Señor el papa!” Gregorio responde “Vuestro obispo y
sirviente”. Después Gregorio abandona su templo, seguido de sus
invitados.
Después de Gregorio,
la Iglesia Romana y el mundo occidental entra en lo que los
historiadores han denominado convencionalmente como la Época Oscura, que
realmente lo fue en muchos sentidos. Pero al leer los episodios
siguientes hay que tener en mente las duras pruebas que Roma y su
Iglesia tuvo que pasar durante este extraordinario periodo.
Repentinamente, sin
previo aviso, una serie de violentas tormentas pasaron sobre el imperio
romano y Roma en sí. Como huracanes, estas tormentas tenían nombres:
vándalos, godos, lombardos, francos. En total una cifra cercana al
millón de bárbaros, armados hasta los dientes, virtualmente iletrados
(Carlomagno no sabía leer ni escribir y hablaba un latín militar
rudimentario, además de la lengua propia de los francos) y todos se
alimentaron con las riquezas del imperio.
Es como si en los
Estados Unidos, digamos, su población se doblara por el influjo
de una inesperada invasión de gente totalmente extraña e ignorante de
las leyes, lenguaje y costumbres, pero lo suficientemente poderosa para
quedarse con las riquezas, mujeres y tierras que desearan.
Obviamente, la
Iglesia de Roma cedió bajo estas tormentas, no pudo expulsar a los
invasores, tuvo que acomodarse tanto como imperio como iglesia, papado y
jerarquía.
El milagro es que,
aparte de la corrupción y la sangre, Roma “absorbió” a los bárbaros y no
al contrario. Llevó más de 1.000 años, pero sucedió: la civilización
occidental floreció.
Poco después de la
muerte de Gregorio, surgió un cambio en la legislación que afectaba a la
elección de papa. Al comienzo del siglo XVII, el papa Deusdedit tuvo que
crear una ley que excluyera los tratos que se hacían antes de la muerte
del papa en curso o durante su agonía, entre obispos diocesanos. “Nadie”,
quedó escrito en el otoño del 615, “puede comprar o pactar votos para
sí mismo, mientras el obispo de Roma esté con vida. Deben transcurrir
tres días a partir del entierro del Pontífice. Entonces, cuando todos
los clérigos se reúnan con los representantes del pueblo, pueden
preparar unas elecciones y escoger al líder espiritual que prefieran”.
Gregorio fue elegido
papa con la aprobación del emperador de Constantinopla. Seis papas
anteriores y 26 posteriores precisaron la aprobación y ratificación de
Constantinopla. Esta necesidad de ratificación de la elección Romana,
normalmente dejaba sin papa la Santa Sede durante meses y a veces, años.
En el caso de Benedicto II, la comunicación por tierra y mar se
interrumpió a causa de la guerra, de manera que llegó a papa
“suponiendo” la ratificación de Constantinopla. Pero el control de
Constantinopla sobre el Mediterráneo oriental y la Europa del Este llegó
a ser tan débil que el emperador Constantino Pogonato notificó a los
romanos, en el 684, que ya no necesitaban molestarle con ratificaciones.
Pero posteriores emperadores, como Justiniano II, insistieron en sus
derechos. Sin embargo, Gregorio II fue el último papa que requirió la
aprobación de Constantinopla.
Inmediatamente
después de la muerte de Gregorio II, la elección de papa pasó a ser de
exclusiva responsabilidad de las facciones Romana e Italiana. Ocho
papas, de Gregorio III (731-741) a León III (795-816), fueron elegidos
con contenciosos y discrepancias entre la facción Franca, varios grupos
clericales, familias nobles de Roma y el ejército Romano.
En el 759, el papa
Pablo I dio un nuevo status al grupo de 27 cardenales: estableció un
grupo de 7 cardenales y diáconos encargados de supervisar las elecciones
de papa y de ayudar a definir las esferas de poder dentro del gobierno
de la Iglesia. La reacción fue violenta entre las familias nobles de
Roma y las fuerzas armadas, exigiendo ambas partes su influencia
tradicional en las elecciones. Por entonces existían familias papales
(familias de anteriores papas). El nepotismo comenzó a instalarse en la
corte papal. Pero, no importa cómo, el permanente avance de los papas
para alcanzar y retener poder, progresaba lentamente. Alguno, como
Esteban IV tuvo que vérselas con enemigos domésticos y algunos como León
III tuvieron que enfrentarse con poderes en el ámbito internacional.
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