Declive y caída (2)


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Un lavado de cerebro y el último ¡hurra!  

A las dos en punto de la mañana del 6 de julio de 1809, el Papa Pío VII, de 67 años de edad, está sentado a la mesa de su estudio en palacio Quirinal de Roma, completamente vestido. Totalmente vestido, además de sus ropas cotidianas, lleva puesta una capa de terciopelo y una estola que solamente utiliza en ocasiones especiales y para recibir visitas importantes. Los visitantes: el General Francés Radet y una compañía de soldados. El motivo: por orden del Emperador Napoleón, Pío va a ser hecho prisionero y deportado a Francia. Desde el 10 de junio, la bandera tricolor ondea en la fortaleza del Santo Ángel y la artillería pesada francesa apunta a las ventanas del papa. 

En mayo, Napoleón había anexionado todos los estados papales al Imperio Francés, declarando Roma una ciudad imperial libre y al Papa libre de actuar pero solamente en funciones espirituales. Pío VII, como Pío VI, no podía imaginar el papado sin sus estados propios, sus poderes militar y económico propios, su propia cancillería y su particular “status” como poder Europeo. Al Papa  Pío VII, como a Pío VI, se le va a dar la oportunidad de abandonar esas ideas y sus poderes. Pero también él se negará a hacerlo. Pío VII ya había reaccionado: a las 2 de la tarde de este 10 de junio: había excomulgado al Emperador Napoleón Bonaparte “como violador del patrimonio de San Pedro”. Cuando esto fue comunicado al emperador, Napoleón dijo que “El Papa es un loco salvaje que debe ser internado”. Además, como Bonaparte sabía, Pío está negociando con los ingleses en secreto. Por eso, como le constaba a Napoleón, el Papa se negó a unirse a él en su lucha contra Inglaterra. Napoleón envió a un oficial especial, Radet, para hacer al Papa prisionero. El palacio Quirinal está sobre una colina y el ejército de Radet la tiene rodeada. Se efectúa el asalto con largas escalas, derriban las puertas, atraviesan los jardines, entran por la fuerza y toman posesión de la Corte de Honor: el salón principal. El ataque les ha llevado tan solo tres minutos, muy preparado y con eficacia. Con las espadas desenvainadas y las carabinas listas, Radet, seguido por dos de sus oficiales, suben de dos en dos los escalones de la amplia escalera. En el primer rellano, se detienen ante una puerta cuya cerradura hacen saltar en pedazos con sus disparos. El camino hacia los aposentos del Papa queda abierto. Precedidos por un sirviente, cruzan las salas de recepción hacia el estudio del papa. Sin detenerse para nada, derriban la puerta del estudio que queda en el suelo, arrancada de sus bisagras. Se detienen una vez dentro, con las espadas desnudas, en el silencio de este aposento. El Papa está sentado a su mesa, de frente a Radet y sus hombres. 

En su autobiografía, Radet escribirá más tarde: “Al encontrarme a mí mismo con soldados armados frente a la reverenda cabeza de la Iglesia, un escalofrío espontáneo recorrió de pronto mis miembros. Un respeto repentino inundó todo mi ser. En aquel momento, mi primera comunión se me vino a la mente”. Pero, como buen soldado del Emperador, extendió su mano con un documento que dejó caer sobre la mesa del papa. 

Su Santidad firmará este documento que anula la excomunión del Emperador”. 

Hemos actuado después de consultar con el Espíritu Santo. Puedes rompernos en pedazos, porque no nos retractaremos de lo que hemos hecho”. Hay un profundo silencio, tras el que Pío continúa: “No podemos. No debemos. No lo haremos”. 

Radet toma aire para decir: “En ese caso, tengo órdenes de conduciros lejos de Roma”.

Pío no contesta. Se pone en pie, coge su libro de oraciones y se dirige a la puerta. Radet se inclina y besa el anillo papal. Pío atraviesa la puerta caída, la de las cerraduras reventadas, sale al vestíbulo y baja la amplia escalinata hacia la Corte de Honor. El destacamento presenta armas a su paso hacia las puertas principales y la salida. Fuera está esperando un carruaje con cuatro caballos. Sube a éste acompañado del Cardenal Pacca. Se oye el chasquido de un látigo y parten. 

En los siguientes 41 días, viajarán hacia el Norte de Italia atravesando Florencia, Alessandria, Murdoni y, al otro lado de los Alpes, a Grenoble, ya en Francia, Avignon, pasan por Niza, hasta alcanzar Savona en el golfo de Genoa en el Mediterráneo. Donde permanecerá Pío unos dos años. 

A principios de junio de 1811, los espías del Emperador se enteran de que la flota inglesa pretende rescatar al Papa de Savona para llevarle a Inglaterra, de manera que, sin consideración por la enfermedad estomacal de Pío, este es arrojado al interior de un carruaje, con las puertas bloqueadas, y llevado sin paradas hasta el castillo de Fontainebleau, en el que permanecerá otros tres años. 

Desde el momento de su llegada a Fontainebleau, los recuerdos de Pío son confusos, parciales y distorsionados. Hay una buena razón para ello. Está confinado en dos habitaciones del gran castillo, no se le permite enviar ni recibir correspondencia, no tiene sirvientes ni funcionarios cortesanos, no recibe noticias actualizadas del mundo exterior, no tiene riquezas ni dinero propio y está permanentemente vigilado; su ropa hacia la lavandería se registra y examina constantemente. Su salud y ánimo decaen y con ello su noción de la realidad. Pío está siendo sometido a un lavado de cerebro a manos de Napoleón. El único lavado de cerebro efectuado sobre una figura mundial por otra figura mundial, en los últimos 800 años, que se sepa. 

Con el progreso de este tratamiento, la memoria de Pío y su poder diplomático o negociador, que era famoso en él, van debilitándose paulatinamente. Se le comunica (y es cierto) que una corte eclesiástica francesa ha declarado el matrimonio de Napoleón con la Emperatriz Josefina nulo y no válido. Se le dice (y también es cierto) que 14 cardenales, los “Cardenales Rojos” celebrarán el segundo matrimonio de Napoleón, con María Teresa de Austria, y que los 13 cardenales que se han negado a participar, han sido privados de su cardenalato por el propio Napoleón y se les llama ahora los “Cardenales Negros”, porque tienen prohibido vestir sus ropas escarlatas. El Emperador ha nombrado 3 arzobispos y cinco obispos por propia iniciativa. Napoleón ha llamado a concilio eclesiástico a 35 obispos y todos están de acuerdo en que el Emperador, no el Papa, sea quien nombre en el futuro a todos los obispos de Francia, Italia, Austria y en todo el Imperio Francés. 

La técnica del lavado de cerebro es variada. Un día llega un emisario del Emperador para contar a Pío todo lo bueno que aquél hace. Napoleón patrocina 30.000 capillas, financia estudios en seminarios a 24.000 alumnos. Se está publicando un diario que sustituye a todas las publicaciones anteriores de la Iglesia. Ha creado un nuevo catecismo para su uso en todas las escuelas, para enseñar doctrina cristiana (primera enseñanza: “Cada cristiano debe amor, respeto, obediencia, fidelidad y prestar servicio militar a Napoleón”). Ha autorizado dos nuevos días de fiesta: el 15 de agosto, día de San Napoleón y el 2 de diciembre, día de la coronación del Emperador, además de tres nuevas órdenes religiosas. Ha recuperado a los monjes Trapenses. “Como dijo una vez el Emperador”, le dice el emisario, “Le haré al Santo Padre el presente de 30 millones de católicos”. La memoria de Pío está cada vez más confusa. El emisario besa su anillo y se retira. 

Dentro de las dos semanas siguientes a esta visita, se aplica otra clase de presión. Pío es visitado por los 14 “Cardenales Rojos” en toda su pompa y gloria escarlata. Son muy firmes. ¿Su Santidad quiere a la Iglesia de Francia empobrecida?. El Emperador retirará todos sus apoyos y patrocinios si el Papa no firma un concordato. 

Carlomagno dio al Papa su poder temporal”, le dicen los Cardenales, “El Emperador es el sucesor de Carlomagno”. 

Se marchan, no sin antes solicitar su bendición. 

A la semana siguiente, Pío recibe la visita de un grupo del séquito de Napoleón que asistió a la ceremonia de coronación imperial en 1804 en París. Recuerdan enfáticamente frente a Su Santidad los momentos de aquella ceremonia. “Sin legítima realeza no puede haber Catolicismo en Francia”, le dice el obispo Nicolás de Bezier a Pío. Desde Carlomagno, la Iglesia siempre ha contado con un brazo derecho fuerte para defenderla. Esto es lo que el Emperador ofrece ahora al papa. Ellos son portadores de un mensaje del Emperador: “Para la corte de Roma, siempre seré Carlomagno”. 

Toda esta variedad de tratamiento para el lavado de cerebro de Pío, es coronada por la visita del propio Emperador Napoleón en Fontainebleau el 19 de enero de 1813. Bonaparte estrecha entre sus brazos a Pío, enfermo, con 71 años, le besa en la cara y a su anillo papal. Pío está tan trastornado que responde al saludo afectuoso abrazando y besando a Napoleón. Los dos hombres hablan. La voz de Napoleón es alta e irrespetuosa, militarmente profana. Los que escuchan a la puerta del Papa pueden oír su lastimera voz. Se advierte el sonido de una mano que golpea carne humana, el ruido de una bofetada en la mejilla del papa. Las voces altas y los gritos apagados duran unas cinco horas. Cuando Napoleón sale, encuentran a un Papa abatido y tembloroso. 

Seis días más tarde, cuatro de los Cardenales Rojos regresan, solemnes, no quieren tomar asiento ni besar el anillo del papa. Son portadores del texto de un acuerdo escrito. 

Su Santidad debe firmarlo. Pío solloza mientras lo lee. Debe renunciar para siempre, él y todos sus sucesores, al poder temporal y terrenal; no habrá más estados papales, ni ejército ni policía ni finanzas ni cuerpo diplomático; el Vaticano debe ser transferido a Francia; todos los mecanismos y medios de gobierno de la Iglesia deben pasar a manos de Napoleón o de sus diputados; el Papa recibirá un pago anual de 2 millones de francos. Si el Papa se niega a firmar, será encarcelado de por vida; el Emperador nombrará sus propios obispos, secularizará todas las escuelas y colegios de Francia y de todo el Imperio, privando a la Iglesia de todas sus propiedades: monasterios, conventos, prensa escrita, abadías, etc. en todos los lugares en que gobierna el Emperador. El “terror” de la Revolución francesa será restablecido en lo que a la Iglesia se refiere. 

Pío levanta la mirada hacia la cara de los Cardenales, pero ni Doria ni Dugnani ni Ruffo ni Bayone muestran gesto alguno. Ni una expresión. Ni una palabra. Pasivamente, le observan. 

Pío recuerda aquel “terror”: 17.000 sacerdotes asesinados, dos veces esta cifra de monjas, todas las casas religiosas cerradas, apostasía de obispos, sacerdotes y laicos. Es demasiado. Todos sus recuerdos son tristes y amargos; todas sus alternativas son extremas; no hay salida. 

Para que podamos sobrevivir”, le oyen murmurar los cardenales. Le ponen una pluma en la mano y sujeta su muñeca mientras firma. Una vez que ha firmado, le besan el anillo e, impasiblemente, se inclinan ante él y salen. Todo ha terminado. El lavado de cerebro a este Papa le ha llevado a Napoleón 4 años, 7 meses y 14 días. 

Bonaparte practicó, sin entrenamiento previo, un sistema de derrumbamiento personal que se presentó después como un descubrimiento del siglo XX, por grupos sutiles y sin piedad de Alemania, Japón, Rusia y China, principalmente, incluyendo lo que se denominaron “centros de rehabilitación” en Europa y Asia. Como arte que se estudia desde entonces, se considera que el punto más débil de la mente humana es allí donde residen lo que cree que son sus convicciones más firmes. Napoleón sabía que la vida entera de Pío (piedad, creencias religiosas, educación, compromiso personal, fe eterna) estaba centrada en el poder terrenal como príncipe temporal. El Emperador primero jugó a ofrecer piedad y dureza, para golpear una y otra vez en este punto débil hasta que cedió. Pío VII se derrumbó, a pesar de toda su preparación para ser papa, su habilidad como político y todas sus intenciones como prisionero de su más grande enemigo. Lo único que podemos decir que le salvó, como al Cardenal húngaro Mindzenty en el siglo XX y no como a Clemente VII en el siglo XVI, es que este Ciudadano Papa reconoció lo que había hecho y se arrepintió. 

Diez días después de la firma, Pío recibía una invitación formal: “El Emperador espera al Obispo de Roma en París”. 

El 13 de febrero es llevado a presencia de Napoleón. Hay una recepción pública con miles de personas. Papa y Emperador se abrazan mientras suenan triunfalmente las trompetas militares y las campanas de Notre Dame repican en celebración. Solamente entonces, al cabo de los años, se le permite a Pío reunirse con sus ayudantes, el cardenal Consalvi (su secretario de Estado) y Pacca (administrador general de las posesiones papales). 

Se hace regresar a Pío a Fontainebleau con Consalvi y Pacca. Mientras le desean buenas noches, Pío no puede recordar a qué fue a París. Se sigue refiriendo a la Emperatriz Josefina y al Príncipe Británico Regente. “Me envió su retrato como muestra de respeto”, murmura Pío mientras ellos cierran la puerta. 

Napoleón publica el concordato el 13 de febrero de este mismo año. 

Sobre el 15 de febrero se permite a los trece “Cardenales Negros” visitar al papa. Él recuerda alguno de sus nombres, pero no comprende porqué no visten sus ropas escarlata. Estos trece hombres, con inmensa tristeza, se quedan con Pío horas y horas cada día relatando para él los hechos acaecidos en los últimos 12 años, rememorando todo lo que les han hecho a ellos y a él mismo y explicándole lo que la firma del concordato ha hecho a la Iglesia y a su posición como Papa. 

Poco a poco, día a día, Pío emerge de la niebla que lo envuelve desde hace años. Al mismo tiempo, Consalvi le dice que los ingleses acabarán con Napoleón. 

Lentamente, Pío recuerda su función como pastor supremo, como sucesor de Pedro, como regente de todos los príncipes y poderes de este mundo y como soberano gobernante de los estados papales. 

Llega a una firme convicción: En una carta fechada el 12 de marzo de 1813, escribe al Emperador repudiando el acuerdo expresado en el concordato. Anula absolutamente todas sus concesiones. 

Pero en aquel momento el Emperador no tiene tiempo para cartas del Obispo de Roma. Está metido de lleno en una guerra. Cuando Inglaterra sea humillada y Europa pacificada, se ocupará de ese “viejo saco de huesos de Fontainebleau”. 

Tras un año más de prisión, Napoleón concede a regañadientes permiso al Papa Pío para regresar a Roma en mayo de 1814. Todo lo que ocupa la mente de Pío son sus anteriores posesiones y el poder perdido por Roma. 

En menos de un año, Bonaparte está en el exilio. Las naciones de Europa se reúnen en el Congreso de Viena. En él, Consalvi solicita a Europa que se recuperen para el Papa los estados papales y que Francia devuelva a Roma todo el arte y los manuscritos que se apropió como botín. 

El cardenal Consalvi es uno de los grandes genios de la diplomacia de aquellos años. Metternich de Austria, Castlereagh de Inglaterra, todos los reyes  y diplomáticos reconocen al papado como una parte importante de este mundo. Estos poderes admiten el valor positivo de un sólido papado. El rey protestante de Prusia, el rey protestante de Inglaterra, el zar ortodoxo de Rusia y el emperador católico de Austria llegaron a un acuerdo: devolverían al Papa Pío todos los estados papales y todos los tesoros robados por los franceses. El rey Jorge III de Inglaterra gastó 200.000 francos de su propia fortuna para recuperar parte del botín robado al Vaticano y enviárselo de vuelta al papa. Todos conspiraron para devolver a la Iglesia la carga del poder temporal. 

Pío ha recuperado la memoria. El patrimonio de San Pedro está intacto. Cierto que ha tenido que pedir préstamos al duque Torlonia y a la madre de Napoleón, Madame Leticia, que ahora está considerada como una residente aceptada en Roma. Patrocinadora por excelencia y muy hábil en las finanzas, ella y el tío de Napoleón, el cardenal Fesch, están especializados en finanzas e inversiones posteriores a las guerras. Pero Pío construirá nuevos monumentos: la Galería Pinacoteca, el Museo Chiaramonti (en honor a su propia familia) y el Museo de Inscripciones. De nuevo se crean un ejército, una policía y una administración civil papales. Se decretan nuevas leyes más estrictas y los sospechosos políticos son puestos bajo vigilancia. 

Hay más para deleitar el corazón del Pastor Supremo: acuerdos y concordatos, una red de documentos lanzados por toda Europa Occidental, con Baviera en 1817, con Rusia y Nápoles en 1818, con Inglaterra, Suiza, Austria, Francia, etc. Pío permite, generosamente, al rey Luis Felipe quedarse con la silla en la que él se sentaba para firmar. 

La guinda de estas acciones diplomáticas llevadas a cabo por Consalvi es el conseguir formar la “Santa Alianza”. Con ella, Pío entrevé el principio de una nueva hegemonía de Roma. El Papa Pío relee sin cesar las importantes palabras del texto del acuerdo: “Estando íntimamente convencidos de que los poderes deben basar sus avances en las verdades sublimes que nos fueron enseñadas por la eterna religión de Dios y el Salvador, proclamamos ante el mundo entero nuestra indestructible determinación de tomar, como la regla que rija nuestra conducta, solamente los principios de esa sagrada religión, como preceptos de justicia, caridad y paz. Consideraremos a los demás, de aquí en adelante, como hermanos y compatriotas, permaneceremos unidos por lazos de hermandad indisoluble y nos ofreceremos a cualquiera de los otros, en cada ocasión, en todas partes, para suministrar asistencia, ayuda y socorro”. 

La alianza es hija directa de las mentes profundamente religiosas del Emperador Alejandro de Todas las Rusias y de la misteriosa Baronesa von Krüdner. La declaración podría ser firmada por budistas, islamistas, judíos, incluso por Rousseau y todos los ateos franceses del siglo XIX. Pero Pío lo ve desde su propio punto de vista, a la luz de los recuerdos romanos y de la implicación papal. El príncipe Metternich de Austria está entusiasmado con la alianza. Los Reyes Borbones han vuelto a sus tronos. La elite gobernante debe permanecer unida. De todos los poderes europeos, solamente Sajonia e Inglaterra rehúsan firmar la declaración: Sajonia por razones políticas locales; Inglaterra para mantener el “equilibrio de poder”. 

Pío está encantado. Comenta a Consalvi las palabras usadas por los hijos del rey Luis el Pío de Mersen en el año 847: “Proclamamos el ideal de vida en concordia y unión como es deseable para permanecer en el orden de Dios y de la Hermandad”. ¡Recuerdos y más recuerdos! Sagrados recuerdos que hacen más atractiva para Pío la situación recuperada. 

Incluso en los últimos meses de su vida, del 7 de julio al 3 de agosto de 1823, cuando permanece postrado por una dolorosa rotura de cadera, los recuerdos continúan siendo una parte importante para Pío. En su delirio de muerte, “Savona” y “Fontainebleau” son palabras clave en sus labios, porque fueron su calvario. Después de un pontificado de 23 años, 5 meses y 6 días, ha salvado el patrimonio de San Pedro, así que muere en paz. 

Lo que fue la gran satisfacción de Pío, quizá debió ser su gran pena, porque dejó a la Iglesia como él la encontró: influida por la política del poder, muy dependiente de la riqueza y del prestigio y asociada a una casta de reyes y realeza que ya estaban cercanos a desaparecer de la escena mundial. 

 


Toda la documentación utilizada en esta página está basada en la obra "The decline and fall of the roman church" (1981) del escritor y sacerdote Malachi Martin, en la traducción al castellano de Ignacio Solves.