El último Papa-Rey
En la mañana del 19 de
agosto de 1870, el Papa Pío IX, de 70 años, se levanta dos horas antes
de lo normal en sus apartamentos vaticanos. El sol empieza a aparecer
por el horizonte, iluminando el azul de un cielo sin nubes. Un sirviente
abre de par en par la ventana central. Roma todavía duerme. Al otro lado
del paseo se ve ondear la bandera del Vaticano sobre el Palacio
Quirinal. Todo es paz y tranquilidad, silencio bajo la incipiente luz
del sol que parece crear un pastel de marrones, ocres, cremas, grises y
blancos en las calles y las paredes, mientras los tejados y las estatuas
de mármol reflejan la sonrisa de un nuevo día.
Hoy y mañana van a ser
días muy importantes para él, pues sabe exactamente lo que va a ocurrir.
Hoy y mañana, como soberano pontífice, gobernante de los estados
papales, regente de todos los príncipes, princesas y demás poderes
terrenales, va a protagonizar un drama de suicidio político. En dos
actos. Este lunes será testigo del primer acto.
Pío IX y su ayudante
jefe, Leonardo Cardinal Antonelli, están dominados por la dura memoria y
gran tradición romana de ser una autoridad que ha sobrevivido a todos
sus enemigos. Pero ambos comprenden lo que está ocurriendo: este día
será el último acto de Pío como papa-rey. Desde el primer papa-rey, León
en el siglo V, ha habido 210 papas-reyes. Tras algo más de 1.420 años de
supervivencia, ¿quién mejor que ellos podría saber que su largo reinado
está cerca de su término?. Además, este último Papa ha jugado ya su
mejor carta. El mundo entero tardará un siglo, quizá más, en comprender
el significado de esa carta. Pío, junto a 535 obispos de todo el mundo
iniciaron su jugada hace ahora un año y un mes, el 18 de julio de 1869.
Antes de este siglo,
cuando algún poder terrenal amenazó al papado, los papas tuvieron el
recurso de que otro poder secular viniera en su ayuda, como Silvestre I
en el siglo IV, León III en el siglo VIII, Gregorio VII en el siglo XI,
Clemente VII en el XVI. Obtuvieron ayuda de este mundo inferior. Ahora,
en la hora suprema, en 1869, no hay ya posible socorro desde poder
secular o terrenal alguno. Todos los grandes y pequeños poderes de los
días de Pío han decidido que el papado debe desaparecer de la escena del
poder terrenal. El muy serio London Times ha escrito ya el
lúgubre obituario en el que se vierten lágrimas de cocodrilo sobre “los
pasos finales de esta venerable institución”. Pío y Antonelli lo
saben. Todo el mundo lo sabe.
Así pues, Pío y los
obispos solicitaron ayuda de arriba. Si el mundo secular separara al
papado de su poder temporal como preludio de su desaparición total,
entonces el papado se aferraría a un poder que el mundo secular nunca
podrá tocar. El poder del espíritu. El poder que Jesús garantizó a Pedro
el Apóstol. Ese 18 de julio de 1869, los obispos declararon que el Papa
es infalible y la cabeza titular de toda la Cristiandad que pueda
existir sobre la faz de la tierra, lo que los Católicos llaman
“primacía” del Papa. Infalibilidad y Primacía: la carta triunfal.
La infalibilidad Papal
significa que el Papa, cuando habla o enseña sobre materia de fe y moral
a los creyentes, no puede equivocarse y debe ser obedecido. La
primacía Papal significa que ningún otro obispo en toda la
Cristiandad ni teólogo ni colegio puede estar por encima de la autoridad
o jurisdicción de un Papa (muchísimo menos persona laica alguna).
Nadie debe olvidar ni
menospreciar en qué marco mental y con qué intención Pío y los obispos
escogen este particular momento para definir la infalibilidad del Papa y
la primacía papal. El Cardenal Manning de Inglaterra, luz directora del
Primer Concilio Vaticano, expresó claramente el marco mental y la
intención.
“Los poderes europeos”,
escribió Manning, “están disolviendo el poder temporal del
Vicario de Cristo … porque ya no son cristianos … y, con esta actitud,
están haciendo pedazos la piedra angular del arco que pende sobre sus
cabezas. Hecho esto, la sociedad natural del mundo todavía subsistirá,
pero el mundo cristiano desaparecerá”.
La intención es clara. “La
paz de Europa se rompe: nunca se recuperará hasta que el azote de las
guerras haya completado su circuito a través de las naciones …La cabeza
de la Iglesia, esté en Roma o en el exilio, libre o apresado, será lo
que el Concilio Vaticano ha definido: supremo en jurisdicción, infalible
en cuanto a la fe”.
Ahora, en esta mañana de
agosto de 1870, con este irrevocable paso dado, Pío y sus colaboradores
están dispuestos para lo que continúa. Tras su misa privada y un ligero
desayuno, Pío se sienta ante su escritorio. Da los toques finales a su
discurso escrito, redacta una carta que será enviada a todos los
gobiernos y lee algunos documentos pendientes desde la tarde de ayer. A
las 7:30 de la mañana, Antonelli entra en el estudio de Pío con un
montón de papeles, algunos libros y la edición matinal del
Osservatore Romano en la mano. Alto, huesudo, distinguido, el
Cardenal Antonelli siempre ha rehusado, por razones personales, ser
ordenado sacerdote. Él es un Cardenal laico. Antonelli hace a Pío un
resumen de todas las cartas, telegramas y despachos extranjeros. Pío
deja de lado noticias menores como la muerte del novelista Charles
Dickens o el anuncio del estreno en Roma de “Romeo y Julieta” de
Tchaikovsky en septiembre.
Lo que le ocupa es la
guerra entre Prusia y Francia. Los ejércitos alemanes han cercado Metz y
Chalons. El ejército francés pierde terreno en todos los frentes. Todo
parece indicar la victoria prusiana antes de fin de año. Todas las
tropas francesas están abandonando Roma. Pío y Antonelli discuten sobre
los suministros de alimentos a Roma, las condiciones en que están las
finanzas municipales romanas, las últimas cifras de las inversiones
extranjeras en Roma. Estudian detenidamente los últimos mensajes de
Bleichröder, el asesor financiero de Bismarck, que también cuida de las
inversiones vaticanas en un sector. Después de todo esto, los dos
hombres vuelven sobre el programa del día.
Pío pregunta: “¿Cuántos
hombres tenemos?”
“Menos de 4.000. Mal
equipados y peor armados”, es la respuesta de Antonelli, y añade: “El
general Kanzler es pesimista”.
Un despacho les informa
que el general Raffaele Cardona, comandante jefe del ejército nacional
italiano, avanza sobre Roma con 60.000 hombres. Está a un día de marcha
de las murallas de Roma. Atacarán en menos de 36 horas.
“Comunica a Kanzler
que haga solamente muestra de resistencia. Una brecha en las murallas y
nos rendiremos”, son las instrucciones de Pío.
Antonelli lee una última
serie de despachos desde Austria, Rusia, España, Portugal e Inglaterra,
reacciones a lo que les dijo a los cuerpos diplomáticos acreditados en
Roma hace dos días, básicamente que sus gobiernos representados tienen
la obligación “de cooperar con su intervención a restablecer a su
Santidad en su Sede y en la capital de sus dominios, garantizados por
todos los tratados que forman la base de la ley pública europea”.
Todos los despachos de respuesta son negativas. No habrá intervención ni
ayuda. Pío está solo.
Antonelli hace una pausa
en la lectura de estos despachos, para añadir cautelosamente: “¿No
deberíamos leer de nuevo la carta del Rey?”. Una sombra cruza el
semblante de Pío mientras recuerda. El pasado julio, el Rey Víctor
Emmanuel de la nueva, completamente nueva República Italiana, envió al
Conde Ponza di San Martino con una carta para Pío. “Debéis consentir
en la ocupación de Roma, Su Santidad”, decía la carta. “Los
italianos son ahora uno solo, son una nación. Roma es su capital”.
La carta continuaba describiendo las condiciones: Pío y sus sucesores
serán reconocidos como dueños del Vaticano, incluyendo las calles y
edificios anexos. La residencia papal de verano en Castel Gandolfo y una
estrecha franja de terreno hacia el Adriático serán también de su
propiedad. El Papa recibirá una indemnización monetaria inmediata por la
pérdida de tierras y propiedades y un pago anual de no menos de dos
millones de liras. Pío recuerda la carta con amargura. “Un mendigo …
un asalariado sirviente del estado … hacer del Papa un campesino
… nuestra dignidad y soberanía … ¡nunca! … ¡nunca!” son las frases
que respondió al conde Ponza. De nuevo a Antonelli: “¡No! ¡No!”.
No necesita leer la carta de nuevo.
Pío queda en silencio
unos momentos, para después poner su mano sobre uno de los libros que
Antonelli ha traído. Habían estado en tierra hasta entonces.
Secretamente, Pío siente que Antonelli puede haber tenido razón todo
este tiempo. Un día de 1848, Antonelli llegó con un documento recién
publicado: “El Manifiesto Comunista”, escrito por Karl Marx y un
colega alemán, Friedrich Engels.
Antonelli había
comentado: ”Temo, Su Santidad, que esto es lo que va a ocurrir: El
antiguo orden, nuestro orden de cosas está terminando. Puede que dentro
de un año, puede que dos o cien. Pero me temo que todo esté terminando.
Todo”.
Pío mira ahora la
portada de “Das Kapital”. Es solamente el Volumen Uno. “Esperemos
hasta que el Volumen Dos aparezca. Entonces tendremos una visión más
completa”. Pío se gira y vuelve a escribir.
A las 11 de la mañana,
el Papa Pío es escoltado a la Basílica de San Juan Laterano. Desciende
del carruaje, se arrodilla un momento en la Scala Sancta, una escalinata
de 24 escalones. Los Cristianos creen que son los pasos que
originalmente subió Jesús, sangrando por sus heridas, para ser juzgado
por Poncio Pilatos. Fueron traídos a Roma en el siglo IV.
Pío comienza la
ascensión de la escalera en la forma penitente tradicional: sobre sus
rodillas, rodilla a rodilla, escalón a escalón. Arriba, después de unos
momentos de oración en la basílica, es ayudado a descender hasta el
carruaje y regresa al Vaticano. La multitud está triste. Hay muy pocos
gritos.
Hubo un tiempo, en su
primer año como papa, en 1846, en que las multitudes de Roma solían
cogerse a las bridas de su carruaje papal para dirigirlo con alegría y
triunfo por las calles. Él había correspondido: demolió el ghetto,
expulsó a los jesuitas, otorgó una amnistía general, permitió que el
pueblo publicara un periódico, admitió el primer ferrocarril en los
Estados Papales, permitió que el orador y líder más popular, Angelo
Brunetti (a quien los romanos apodaban Ciceruacchio
porque cuando se preparaba para hablar se podía pensar que el mismo
Cicerón se expresaría por él, pero su voz parecía la de un pato
graznando), le lanzara una arenga en el distrito del Trasteare: incluso
proclamó una constitución civil, “El Estatuto Fundamental”. Todo aquello
no sirvió para nada. Ahora todos le odiaban. Todos ellos querían ahora
pertenecer a la recién nacida nación italiana. El Papa, dueño de todos
ellos y de Roma, se negaba a ceder. De aquí su odio. Por eso el ejército
de Cadorna avanza sobre Roma para liberarla. El odio está en todas las
caras a ambos lados de su carruaje.
Detrás del Palacio
Quirinal hay una última parada dolorosa: un pequeño grupo de italianos
bloquea el camino, por supuesto sin armas. Sin bandera tricolor, sin
violencia, solamente en silencio. Aquellas caras presentaban su reproche
silencioso. Las manos de todos estos hombres están levantadas y señalan
a los escalones del Palacio Quirinal, como expresando: “Allí. Allí,
como Rossi fue, tú también”. El silencio es opresivo.
Rossi fue el último de
los primeros ministros del papa, el único con éxito tras los fracasos de
Bofondi, Antonelli, Ciocchi, Monriani, Gallietti. Pío recuerda lo que
ocurrió con Rossi: Rossi, el aristócrata con nervios de granito que bajó
las escaleras del Palacio, posando su experimentada y fría mirada sobre
los grupos de jóvenes que no respetaban su canas, con cada mano
izquierda metida en un bolsillo sujetando algo. Rossi descendió los
escalones con la cabeza alta, sus hombros cuadrados, moviendo los labios
al susurrar oraciones de muerte que le enseño su madre 53 años atrás. A
la mitad del recorrido, una parada repentina. Un joven avanza hacia él;
tan rápido como el ataque de una serpiente, el estilete cercena la vena
carótida en el cuello de Rossi. Cae, se levanta para desplomarse de
nuevo, dejando manchas de sangre en su bajada. Entonces, por primera
vez, el rugido bestial de la multitud, gritando y saltando con ritmo
animal. Pío lo vio todo desde la ventana de su estudio, arriba.
Conducen su carruaje por
delante de aquellos escalones muy lentamente, de vuelta hacia el
Vaticano. Pío permanece encerrado, recibe a Antonelli con los informes
sobre el ejército que se aproxima, reza, escribe cartas de protesta y,
finalmente, se retira a su cama.
El segundo acto de este
drama del último Papa-Rey se abre un mes después, el 19 de septiembre. A
las 7 de la mañana, Antonelli llega con dos miembros de la corte de Pío
y con Marcantonio Pacelli, el vicesecretario de estado. “Padre Santo,
creemos que deberías abandonar la ciudad. No podemos garantizar vuestra
seguridad. Debemos partir inmediatamente. Una hora más y todas las
salidas estarán bloqueadas”.
“¡No!” Pío casi
grita esta palabra. “Ambos sabéis lo que ocurrió la última vez.
Estuvimos muy cerca de no poder regresar aquí jamás”.
El 24 de noviembre de
1843, aquel año de revoluciones, la multitud había tomado Roma. Pío
recuerda cómo, una semana después del asesinato de Rossi, se quitó sus
vestimentas papales, se disfrazó de mozo de establo y huyó con
Marcantonio Pacelli y el Cardenal Antonelli por la noche, en el carruaje
abierto del Conde de Spaur, ministro de Baviera, y su condesa, hasta
llegar a Nápoles, permaneciendo en Gaeta unos nueve meses y después en
Pontici por algunos meses más, mientras los romanos establecían su
República, le declaraban a él depuesto, invadieron las iglesias,
asesinaron a sacerdotes y monjas, y él (inútilmente) lanzaba todo tipo
de excomuniones, pidiendo ayuda a Francia, Austria, España y Sicilia
para recuperar sus dominios; finalmente, fue repuesto en Roma de forma
humillante el 12 de abril de 1850. Un ejército francés tomó Roma, envió
a Garibaldi a recorrer las montañas en busca de refugio y a Mazzini a
gritar por los caminos de Suiza.
“No”, dice Pío de
nuevo, esta vez más tranquilamente. Todos se retiran para descansar esa
noche. Antes de que se duerman, el ejército italiano ha terminado de
acampar alrededor de las murallas de Roma. La huida ahora es imposible.
Por la mañana, a las
5:30 de la madrugada del día 20, los cañones italianos lanzan la primera
andanada de destrucción contra las murallas de Roma. Las tropas de
Kanzler responden con una débil descarga, a modo de lo ordenado: una
resistencia simbólica. Los cañones italianos hablan de nuevo una y otra
vez. Pío dice una misa especial a las 8, para los cuerpos diplomáticos y
lanza un sermón haciendo al Rey Emmanuel y al Gobierno de la República,
así como a los Grandes Poderes de Europa, “responsables de este
injustificable ataque y sacrílego expolio del patrimonio de San Pedro”.
Pío concluye: “En cuanto a nosotros, permaneceremos prisioneros en la
basílica de San Pedro hasta que este disparate concluya”.
A las 10 de la mañana,
de vuelta al Vaticano, parapetado tras puertas reforzadas y rejas, Pío
recibe las noticias: los italianos han abierto brecha por la Porta Pia;
están entrando en Roma. “Es el final”, dice Pío santiguándose.
Ordena que se instale una bandera blanca en lo alto de San Pedro. Hay un
repentino silencio, nadie puede decir nada. Imperceptiblemente al
principio, pero haciéndose cada vez más audible, todos ellos, en el
balcón central de San Pedro, escuchan el grito rítmico repetido por la
multitud que se acerca. “¡Roma o morte!”, el grito de guerra de
Garibaldi lanzado desde miles de gargantas. En unos minutos ya pueden
ver los primeros grupos de invasores corriendo, gritando y enarbolando
la bandera tricolor. Se retiran al interior de San Pedro.
Consumen los siguientes
diez días esperando. Por todas partes, los ejércitos de la República los
tiene rodeados. “Antonelli, ¿qué hacemos?”, es la pregunta
repetida por Pío. “Esperar, Santidad, esperar. Ya hemos hecho ambos
nuestra última confesión. Esperamos”. Entonces otra pregunta: “Antonelli,
¿en qué nos equivocamos?”. Antonelli pretende explicar que esto es
el principio de un profundo final del orden conocido hasta entonces,
pero menciona la popularidad de Pío entre la multitud, lo que provoca
que Pío se sumerja en un ensueño de pena y dolor. ¿Qué ha ocurrido?
Quisiera saber. Siempre ha recibido avisos de que algo cambiaba. Los
mismos cardenales que le eligieron le pidieron que fuera liberal y así
lo hizo. Todo ¿para qué?
“Recordad, Santidad,
que mucho antes de que os eligieran Papa el daño ya estaba hecho”,
interrumpe Antonelli sus recuerdos.
Pío
no era todavía Cardenal a la muerte de Pío VI, pero recuerda a tres
papas posteriores (León XII, Pío VIII y Gregorio XVI); ellos provocaron
el daño. El legado de Pío VII fue terrible: opresión, vigilancia, una
verdadera dictadura. Entre 1823 (muerte de Pío VII) y 1846 (elección de
Pío IX), casi 200.000 ciudadanos de los estados papales fueron
severamente castigados (muerte, prisión de por vida, exilio, galeras) a
causa de delitos políticos; otros 1,5 millones fueron sujeto de
constante vigilancia policial o persecución.
Había cadalsos permanentemente instalados en las plazas de cada pueblo,
villa, ciudad. La instalación del ferrocarril, las reuniones de más de
tres personas y todos los periódicos fueron prohibidos. Todos los libros
fueron censurados por eclesiásticos. Como complemento al cadalso, en
cada población se mantenía un tribunal permanente para juzgar y condenar
de inmediato a los acusados. Todos los juicios se efectuaban en latín.
El 99 por ciento de los acusados no entendían de qué se les acusaba. Los
papas rompían todas las peticiones que llegaban sin cesar pidiendo
justicia, la reforma de la policía, cambios en los métodos judiciales y
del sistema penitenciario. Cuando surgieron revueltas en Bolonia (y en
otras partes) fueron aplacadas con condenas a muerte, a trabajos
forzados de por vida, con torturas o exilio. Las tropas Austríacas eran
siempre las llamadas para resolver las situaciones. Abundaban las
sociedades secretas. Los asesinatos, robos y el crimen en general
aumentó considerablemente.
El
Papa León XII tenía gatos como animales de compañía y reconstruyó la
Iglesia de San Pablo con 60.000 francos recibidos del Rey Carlos de
Francia. Prohibió la venta de vino y todo vestido de mujer que quedara
por encima de los tobillos. Él recuperó la Inquisición y las cámaras de
tortura y odiaba a Francia y a todos los franceses. El Papa Pío VIII lo
fue solamente 20 meses, sufría violentas tortícolis, daba largos paseos
con miembros del cuerpo diplomático y literalmente murió al escuchar que
el Rey Carlos X de Francia había fallecido. El Papa Gregorio XVI publicó
un libro: “Triunfo de la Iglesia frente a los asaltos de los
innovadores”, recorrió dos veces los estados papales (cada viaje
costó alrededor de 400.000 coronas de oro), creó los museos Egipcio y
Etrusco en el Vaticano, frenó una revolución en Roma vendiendo a bajo
precio todos los alimentos de los rebeldes y murió repentinamente y
arruinado en 1846. Pío IX recuerda ahora que tuvo buena cuenta de todo a
través de Marcantonio Pacelli, que había sido la cabeza del departamento
de finanzas de Gregorio XVI.
“¿Dónde
nos equivocamos, Antonelli?” repite Pío una y otra vez. “Démosles
lo que piden y el papado estará arruinado. Neguémonos y será nuestra
propia ruina ¿qué hacer?”.
El
2 de octubre, los victoriosos convocan un plebiscito entre los
ciudadanos con la pregunta: ¿Quieren los habitantes de los estados
papales pertenecer a la República Italiana?. Aparecen 46.785 “sí”
contra 47 “no” solamente en Roma. Para el resto de estados
papales, hay 132.681 “sí” frente a 1.505 “no”. Cuando
estas noticias llegan a Pío, se desmorona.
Ocho meses más tarde, el Parlamento Italiano pasa la Ley de Garantías:
el Papa es un soberano independiente, así lo reconoce el parlamento;
tiene inviolabilidad e inmunidad personal, así como libertad para ir
donde quiera, para celebrar cónclaves, concilios, consistorios, como
desee. Tiene como propiedad el Vaticano, el Palacio Laterano, las
oficinas papales y Castel Gandolfo. Tendrá un sueldo anual de 3,225.000
liras.
Pío
destruye la copia de la ley diciendo: “Seré un prisionero”. Esta
frase la seguirá diciendo durante años a todos los que recibe, a
Antonelli, en las audiencias públicas, a los poderes extranjeros, a los
embajadores que le visitan, al Señor durante la Misa, y a sí mismo cada
noche en su cama. Permanece en silencio en el Vaticano. Se dirige y
confía solamente en Antonelli y en Pacelli. Pacelli se encarga de
fulminar desde el editorial de cada edición del “Osservatore Romano”, el
hecho del encarcelamiento del Papa. Pacelli fundó este periódico
en 1861 y es ahora el único medio que tiene Pío para dirigirse al
mundo.
En
1876, Antonelli cae muy enfermo y va a morir. Pío IX llega para darle
los últimos sacramentos y Antonelli le pregunta: “¿Cuándo, Santidad,
supisteis por primera vez que la Santa Sede tendría problemas?”. Pío
contesta: “Después de que Pío VIII fuera proclamado papa”.
¿Cómo? Muy simple: observando los nuevos cuerpos diplomáticos, el tipo
renovado de negociantes-diplomáticos que sustituyeron a los enérgicos
enviados de antes. Pío recuerda a los enviados que recibía la Santa Sede
en 1829: el barbudo prusiano Barón de Bunsen, contando sus experiencias
científicas, que casi le provocaron la muerte; el Príncipe ruso Gagarin
perpetuamente hablando de sus conquistas entre las damas de Roma; el
español misántropo Marqués del Salvador, solemne, taciturno, dando
largos paseos solo, hablando con los espíritus de Fernando e Isabel
acerca de las conquistas de los moros en el siglo XIII en España; el
napolitano Fuscaldo, siempre con miedo, sospechando que iba a ser
asesinado por alguna sociedad secreta; el portugués Funchal, tan feo
como un chimpancé (“tan feo como Cavour”, decía Pío; Cavour fue
primer ministro de la nueva República Italiana, calvo, bajo de estatura,
algo deforme, de aspecto vulgar), siempre perdido en su música día y
noche. Y así todos los nuevos diplomáticos.
“Cuando
enviaron a tales idiotas, significaba que nosotros ya no teníamos valor
ni dignidad alguna para ellos”, concluyó Pío.
Solamente un acontecimiento, antes de su muerte, dio a Pío IX un momento
de entusiasmo. El 9 de enero de 1878, el primer rey de Italia, el
archienemigo de Pío, Víctor Emmanuel, muere en el Palacio Quirinal. El
primer ministro de Emmanuel, Crispi, quien tenía un odio visceral por el
papado y por Pío en particular, tiene que leer el anuncio oficial: “Su
Alteza, el Rey Víctor Emmanuel, ha fallecido hoy confortado por los
Sacramentos de la Iglesia”. El Rey había solicitado un sacerdote
antes de morir. Pío se alegra: “Tendrán que volver a nosotros.
Tendrán que pedir perdón”, mientras recuerda las otras veces que, en
la Historia, los Cristianos fueron llamados de vuelta. Su memoria y
dignidad romana no ha cedido un milímetro. Todavía espera que podrá
recuperar Roma y los Estados Papales.
Pero esto no ocurrirá. Tres semanas después del Rey Víctor Emmanuel, Pío
IX, de 86 años, que ha estado enfermo durante unos dos meses, muere.
Recibe por última vez a Filippo Pacelli, hijo de Marcantonio, le
pregunta sobre la marcha del Colegio Consistorial del que Filippo es
deán, y sobre Eugenio, el hijo de Filippo, de dos años. “Él servirá
bien a la Santa Sede, Filippo. Enséñale bien” son las palabras de
despedida de Pío.
Justo antes de morir, Pío simplemente dice: “Vayamos a la casa del
Señor”. Es el 7 de febrero de 1878 y hace treinta y un años que fue
elegido Papa. Fuera, en la Via degli Orsini, el pequeño Eugenio Pacelli
repara en las lágrimas de su padre y le pregunta: “¿Porqué estás
triste, papá? ¿No va el Papa al cielo?”.
La
tragedia real del paso de este último papa-rey no fue la pérdida de
poder político o los territorios. Fue el legado de amargura que dejó en
el papado y en la Iglesia. Dejó a toda la Iglesia repitiendo: “Nos
han robado” durante los siguientes 60 años.
Tras la muerte de Pío IX, tres papas más permanecieron “prisioneros” en
el Vaticano. En 1928, el dictador italiano Benito Mussolini, buscando la
unidad nacional, decide que la “cuestión vaticana” debería solucionarse
amigablemente. Tras arduas negociaciones, en 1929 el gobierno de
Mussolini y el Papa Pío XI firman los Pactos Lateranos, terminando así
con 60 años de enemistad entre el Vaticano e Italia. El joven Eugenio
Pacelli, ahora arzobispo y en las más altas esferas diplomáticas del
Vaticano, estuvo muy implicado en el proceso. Mussolini podía señalar
los Pactos Lateranos y probar que él era tan católico como el Papa (esto
estaba dirigido para su consumo directo en España, Francia, Alemania y
Estados Unidos, además de para los italianos). El Vaticano podía ahora
moverse más libremente por la arena política e, inmediatamente, se lanzó
a una nueva carrera en el mundo de las finanzas internacionales.
El
Vaticano quedó garantizado en su integridad soberana territorial dentro
del Estado Vaticano, una superficie igual en tamaño a un buen campo de
golf, incluyendo la Plaza y la Basílica de San Pedro, el Palacio
Apostólico con sus famosos jardines y otros edificios cercanos. En esa
soberana integridad territorial quedaron también incluidas las
posesiones exteriores al Estado Vaticano: alrededor de 50, tales como la
villa papal de verano de Castel Gandolfo, una colina sobre la que está
la antena de Radio Vaticano, institutos en la ciudad de Roma y en otras
localidades. Se pagaron indemnizaciones de más de 90 millones por la
pérdida de patrimonio y los destrozos ocurridos en el Vaticano y debidos
a los nacionalistas en la toma de 1870.
El
sucesor de los papas vive hoy en el Palacio Apostólico flanqueado por la
Plaza de San Pedro, con sus 10.000 salas, dormitorios, habitaciones y
pasajes, sus 12.352 ventanas y sus 997 escaleras. Dentro de esta
ciudad-estado, hay 30 plazas y calles, dos iglesias, una parroquia, una
estación de tren, 4 oficinas postales, una corte judicial, dos cárceles,
tiene su propia moneda y sus propios sellos de correos, además de al
menos 4 diarios y publicaciones periódicas. La población normal es de
unos 2.000 habitantes, la inmensa mayoría clérigos. Tiene un pequeño
ejército, la Guardia Suiza, su propia policía y fuerzas de seguridad que
trabajan en estrecha colaboración con sus equivalentes del Estado
Italiano. Los colores oficiales de este estado son el blanco y el
amarillo, el himno nacional una pieza compuesta por Gounod. Los
automóviles vaticanos llevan sus propias matrículas con el anagrama SCV
(Estado de la Ciudad del Vaticano). Dentro de este estado, el Papa tiene
todas las oficinas de su administración, religiosa, financiera,
política, diplomática, etc. Desde aquí gobierna la vida religiosa de 740
millones de personas. Sobre la colina Quirinal se asienta la sede del
gobierno de Italia con el que el Vaticano mantiene relaciones
diplomáticas, como hace también con otras 110 naciones soberanas.
Este es ahora el status del Papa romano para el resto del mundo, tras
todas las vicisitudes de grandeza y de miseria, de santidad y de
horrores, de imperio y de pobreza, a través de un periodo de unos dos
milenios.
Entre la muerte de Pío IX y nuestros días (1982) ha habido 9 papas. Dos
de ellos resaltan: Eugenio Pacelli como Pío XII (1939 a 1958) fue el
último de los grandes papas romanos. Le sucedió Angelo Roncalli como
Juan XXIII (1958 a 1963), el “Buen Papa Juan” como le nombraban sus
contemporáneos. El aspecto sorprendente del Papa Juan es que, en corto
periodo de unos cinco años, deshizo lo que todos los papas desde el
siglo IV mantuvieron y lucharon por fomentar. El sucesor de Juan, Pablo
VI, simplemente completó la destrucción de la antigua Iglesia que inició
el Papa Juan. El presente papa, Juan Pablo II, ha quedado con una
institución agitada, esperando en los recovecos de la historia, con la
sola ayuda de las mayores dudas y los problemas más profundos como su
única compañía.
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