La ninfa que hacía papas
El “matrimonio” de
León III y Carlomagno en el año 800 uniendo, enlazando el poder terrenal
del emperador al poder espiritual del papa, creó la buena sensación de
“todo el pueblo Cristiano de Europa”, pero favoreció muy poco el
crecimiento espiritual del papado, por decirlo de un modo educado.
Consideremos a una
mujer llamada
Marozia y su relación con el papado, en el siglo X. El
punto más alto en la carrera de Marozia llegó al final de su muy larga
vida, cuando fue visitada en la prisión romana en que estaba recluida,
por un emperador que acababa de tomar posesión de la ciudad: Otto III,
un sucesor de Carlomagno. La única razón que tenía para esta visita era
contemplar con sus propios ojos a la mujer que fue madre de un papa, que
a su vez había sido concebido por otro papa, y que fue tía de un tercer
papa, la abuela de un cuarto papa y que, con la ayuda de su propia
madre, fue creadora de 9 papas en 8 años, de los cuales dos fueron
estrangulados, uno asfixiado con una almohada y cuatro más depuestos en
circunstancias que nunca salieron a la luz pública. Otto, quien también
quitaba y ponía papas, tenía que ver a esta mujer antes de que
falleciera. Por supuesto que él se encargaría de que muriera; esto sin
discusión alguna.
Aquello ocurría en
la tarde del último martes de mayo, en Roma, en el año 986. El 3 de mayo
de ese mismo año, Otto tuvo su oportunidad, su primo Bruno, de 23 años
de edad, fue consagrado como papa Gregorio V. El 25 de mayo, este papa
Gregorio, en justa reciprocidad, coronó a su primo, el mismo Otto, de 15
años (sí; 15 años de edad) como emperador. El legado de León III
continuaba funcionando en Roma. Iglesia y Estado estaban unidos entre
sí.
El 25 de mayo,
Gregorio V y su primo Otto convocaron un sínodo de cardenales, obispos,
sacerdotes y consejeros en San Pedro. Entre otras cosas, se decidió
enviar un obispo a la prisión en que estaba Marozia encerrada desde
hacía 54 años. Este obispo debía ofrecer los beneficios de la confesión
de sus pecados y los últimos ritos, antes de su ejecución. Es todo lo
más que puede Otto hacer, puesto que la mujer es prisionera del papa y
Gregorio no desea hacer nada más. Esa noche, tras la visita de Otto con
el obispo a la celda de Marozia, llega otro visitante: la muerte. Una
almohada será apretada contra su boca y nariz hasta que deje de
respirar, “para el bien de la Santa Madre Iglesia y la paz del pueblo
Romano”, dijeron.
La celda de Marozia estaba al final de un pasillo en el sótano más
profundo del edificio más alto y fuerte de Roma: el mausoleo del
emperador Adriano. El gran edificio de ladrillo rojo creado por aquel
anciano pagano para que fuera su propia tumba, es ahora el
palacio-fortaleza de los papas. Tiene seis torres y 164 almenas y es
llamado popularmente el Castillo del Santo Ángel, pues en su pináculo
hay una estatua de San Miguel Arcángel, espada en mano, guardando Roma
de todos sus enemigos.
La puerta de hierro
de la celda gime sobre sus goznes al abrirse y el obispo, un joven de
veintitantos años entra el primero; le siguen un carcelero y un
representante personal del papa, llevando ambos cirios encendidos. Otto
entra tras ellos, precedido por dos de sus guardaespaldas. El joven
obispo está nervioso, tiene que leer el documento de acusación y de
perdón a la mujer, pedir su arrepentimiento, realizar un exorcismo,
declarar terminada su excomunión y darle la absolución de sus pecados.
De ese modo estará en condiciones cristianas de morir.
“Marozia, Marozia,
hija de Teofilacto”, comienza el obispo dirigiéndose a un montón de
arapos que hay en un rincón oscuro de la celda. “Marozia ¿Estás aún
entre los vivos? Yo, el obispo Juan Crescencio de Portus, te ordeno en
nombre de la Santa Madre Iglesia, ¡Háblanos! …” La voz del obispo
resuena en el estrecho recinto. Los seis hombres están en una esquina.
La anciana está tumbada sobre su costado, con la cara hacia la pared.
Sin titubeos, ella
susurra: “Viva, mi Señor Obispo; estoy aún viva”, para añadir
tras una pausa “Pido perdón para todos mis pecados... piedad”.
El joven obispo se
sumerge en la lectura del documento de acusación: “Marozia, desde la
edad de quince años has conspirado contra los derechos de la Sede de San
Pedro, durante el reinado del papa Sergio…”.
No es cierto. La
carrera de
Marozia comenzó cuando tenía ¡seis años de edad!. Abrió los
ojos a la realidad en marzo del 897, cuando Agiltruda, la reina madre de
Espoleto, la llevó de la mano al Palacio Laterano. Se mantuvieron
afuera, bajo el sol, entre una multitud de ciudadanos romanos. Dentro,
el papa reinante, Esteban VII (apodado “el Tembloroso” por sus
contemporáneos, debido a una enfermedad nerviosa), rodeado de cardenales
y obispos, presidía un juicio. Agiltruda, lombarda, con su impresionante
estatura, su largo pelo rubio, sus ojos azules, y su voz imperiosa,
quería que todos, incluyendo a la niña Marozia, fueran testigos de la
degradación de su mayor enemigo, un papa muerto, un corso de nombre
Formoso. El papa Formoso había privado a su hijo de su debido honor,
coronando a un odiado Germano, Arnulfo, como Sagrado Emperador en el mes
de febrero del 896.
Agiltruda había
liderado un ejército, sitiado Roma, y se había instalado en el Mausoleo
de Adriano. Pero el Emperador Arnulfo la había devuelto a Espoleto, a
donde llegó resoplando venganza y odio. El papa Formoso se puso a la
cabeza de su ejército para capturar su amada Espoleto. Pero murió en
batalla (o quizá envenenado por orden de Agiltruda) el 4 de abril del
896 y enterrado en Roma con los honores propios de un papa.
El siguiente papa,
Bonifacio VI, fue puesto en el trono de Roma por ciudadanos romanos
armados. Antes de quince días, Agiltruda se aseguró de que Bonifacio
fuera enterrado (al fin y al cabo, antes de ser nombrado papa, había
sido acusado de conducta imperdonable). Ella puso entonces a su propia
criatura en el trono de Pedro, como papa Esteban VII. Todos sabían,
incluyendo a Agiltruda, que Esteban era malo y tenía ataques de
violencia. Lo que era perfecto para el esquema que preparaba Agiltruda.
La maldad y morbosidad de aquel esquema era monumental. Formoso llevaba
muerto y enterrado unos once meses. Por sugerencia de Agiltruda, el papa
Esteban hizo exhumar el cuerpo de Formoso, traerlo al palacio Laterano,
vestirle con ropas papales, sentarle en el trono del papa y ser juzgado
por sus crímenes por el propio Esteban junto a sus cardenales y obispos.
Este fue el famoso Sínodo del cadáver. Agiltruda llevaba planeándolo
durante mucho tiempo. Por eso fue al Palacio Laterano con
Marozia. Por
eso estaba tan alegre y sonriente.
Dentro, en el
sínodo, todo ocurrió de acuerdo con lo previsto. El papa Esteban y un
fiscal oficial, alternativamente, acusaron al cadáver ya descompuesto,
mientras un tembloroso diácono de unos dieciocho años lo sujetaba y
contestaba por el mudo Formoso. El momento principal llegó cuando el
papa Esteban, lívido y furioso, gritó: “¿Porqué usurpaste la sede del
Apóstol?” y el joven diácono contestó: “Porque soy malo”.
Ante esta crucial confesión, los cardenales Sergio, Benedicto, Pascual,
León, Juan y los demás, se lanzaron contra el cadáver, le arrancaron la
vestimenta papal, le cortaron los tres primeros dedos de la mano derecha
(Formoso, como todos los papas, daban su bendición con estos tres dedos)
y sacaron el cadáver del salón de actos.
Marozia estaba allí
cuando los cardenales y clérigos arrastraron el cadáver por las calles.
Los gritos de la multitud, el hedor de la carne descompuesta, las
piedras y el barro que le arrojaban al pasar hasta llegar al río Tíber
al que fueron arrojados los restos, todo quedó grabado en la mente de
nuestra niña. El papa Esteban mandó al Cardenal Sergio llevar a Agiltruda los tres dedos cortados. Era una petición efectuada por ella.
Mientras el cardenal entregaba ese trofeo, observó que la niña estaba al
lado de Agiltruda. Sus ojos se encontraron. Fue la primera vez que se
conocían, pero no la última. Ella tenía seis años y él 36. El papa
Esteban y su cortejo salieron del palacio. En ese preciso momento, la
Basílica de San Juan, adosada al palacio Laterano, literalmente se
derrumbó con un gran estruendo, quedando totalmente en ruinas. Hacía
años que no se utilizaba porque parecía ser inestable, pero la
sincronización fue perfecta y verdaderamente curiosa. Sergio, siempre
manteniendo su control, tranquilizó a la multitud. Agiltruda quedó
pálida de terror, aunque solamente durante un instante.
En los primeros años
de Marozia las fortunas de Roma estaban en manos de familias ricas como
la suya. Agiltruda aún vivió unos años más, sitió la ciudad de Roma otra
vez en el 897, impuso al papa Romanus en el trono de la Iglesia después
de que Esteban VII fuera encarcelado y estrangulado, haciendo lo mismo
con Romanus tras cuatro meses de papado e instaló al papa Teodoro II.
Pero el mismo año, Lamberto, hijo de Agiltruda, su orgullo y alegría,
cayó de su caballo rompiéndose la cadera y falleció de gangrena. El papa
Teodoro se volvió en contra de Agiltruda: solamente duró 20 días como
papa. Agiltruda aún tenía poder, pero era una mujer destrozada. Por si
fuera poco, el emperador Germano impuso un cardenal germano, nacido en
Roma, como el papa Juan IX. Este papa duró dos años y, para sorpresa de
todos, falleció en su cama. Mientras, la casa de Agiltruda en Espoleto
se estaba arruinando y el turno llegó para la familia de Marozia, la
casa de Teofilacto.
En aquellos
momentos, en el Vaticano y en la corte papal, el puesto más importante y
poderoso, después del papa, era llamado el “Vestarius” o “el Vestararius”
(en latín vulgar). De hecho, este oficio combinaba las funciones y
deberes de tesorero, secretario de estado, canciller, jefe general de
autoridades Vaticanas, gobernador de Roma y Senador jefe. El 25 de enero
del 904, cuando fue consagrado el papa Sergio III, Teofilacto era el
“Vestararius” y “Senador”. Su esposa Teodora era “Vestararissa” y
“Senadora”. Tenían dos hijas: Teodora y Marozia, esta última es la
anciana que, en un rincón de su celda, escucha la sentencia que
citábamos. De origen franco, esta poderosa familia, la Casa de Teofilacto, controló la Iglesia durante cerca de sesenta años.
Marozia, habiendo ya
aprendido lecciones valiosas de Agiltruda, pasó a ser educada por su
madre, Teodora, ahora con suficiente poder para designar papas. Ella
puso en el trono al amable Benedicto IV, pero solamente vivió tres años
y dos meses, falleciendo en el verano del 903. Los siguientes papas de
Teodora fueron trágicos: León V fue papa solamente el mes de julio del
903, hasta que fue encarcelado por el cardenal Cristóbal, que tomó su
lugar. A continuación, Cristóbal fue encerrado por el cardenal Sergio,
que asesinó en prisión a ambos, León y Cristóbal, junto a todos los
cardenales que se le oponían. Una vez eliminados todos sus enemigos en
la corte papal, se declaró a sí mismo como papa Sergio III. Como
diseñadores de todo esto, Teofilacto y Teodora tenían un propósito
único: hacer de su hija Marozia la reina emperatriz de todos los
romanos.
En el año 906, cuando Sergio era papa ya durante dos años, Marozia, con
quince años de edad, se hizo su amante. Tuvieron un único hijo, Juan,
que llegaría a ser el papa Juan XI.
Este era el “desfile” de papas de que ahora estaba siendo acusada “…
siguiendo el ejemplo de su satánica madre, Teodora”, de acuerdo con
el documento que el obispo Juan está leyendo. Por el tiempo a que esta
acusación se refiere, Teodora era la amante de un joven obispo Juan,
Juan de Rávena (Teodora siempre pensaba en el posible papa siguiente)
Sergio III llevaba siete años de papa. Su conducta fue brutal, sin
piedad toda su vida, aunque reconstruyó las iglesias ruinosas de Roma,
restauró la Basílica Laterana (que estaba en ruinas desde el sínodo del
cadáver), condenó una vez más al papa Formoso en otro sínodo completo,
dotó monetariamente al Convento de los Corsarios para que su abadesa
Eufemia y sus monjas pudieran cantar un centenar de Kyrie Eleison por su
alma cada día y murió plácidamente en mayo del 911.
La madre de Marozia
impuso los dos siguientes papas: Anastasio III (que gobernó durante dos
años) y Lando (que solamente duró unos seis meses). Sus formas de morir
fueron escogidas por Teodora. A continuación, por la fuerza de las
armas, Teodora puso en el trono de Pedro a su querido amante, el obispo
Juan de Rávena, como papa Juan X. Marozia tenía entonces veintidós años
y estaba en su mayor esplendor de belleza y encanto.
En aquellos días
lejanos, su vida transcurría, bien en el palacio Laterano de los papas,
en su retiro favorito de la Isla Tiberina (en medio del río Tíber), o en
la mansión de su familia. Su compañía habitual eran jóvenes nobles y
prelados, obispos la mayoría de ellos, que decían misa con las espuelas
puestas, con sus dagas de caza en la cintura y sus caballos ensillados y
dispuestos en el exterior de la iglesia. Tan pronto terminaban la
ceremonia, inmediatamente montaban en sus caballos para lanzar al vuelo
sus halcones y cazar con arco y flecha. Vivían en casas con total
ostentación, continuas celebraciones, duelos, juegos de dados,
libertinaje, con las paredes cubiertas de terciopelo y púrpura; cenando
con vasos de oro, entretenidos por bailarinas y músicos, durmiendo sobre
almohadas de seda en camas adornadas con oro y con recuerdos de sus
amores, viajando en lujosos carruajes, rodeados de toda una corte de
parásitos y perpetuamente servidos por vasallos, sirvientes y
partidarios. Marozia continuaba creciendo en estos ambientes. Aprendió
en esa escuela de vida.
Entonces un
desconocido príncipe lombardo, Alberic, apareció repentinamente en Roma.
Asustó tanto al papa Juan X que él y Teodora delegaron en Marozia para
que se encargara de él. Así pues, Marozia se casó con Alberic y, meses
más tarde, tuvieron un hijo (también llamado Alberic). Alberic padre
intentó capturar Roma por las armas, pero falló. Marozia fue forzada por
el papa Juan y su milicia romana a mirar el cuerpo mutilado de su
esposo.
Teodora, su madre,
falleció poco después y Marozia se casó con un tal Guido, aliándose
después con los enemigos del papa Juan, hasta que le encarcelaron
después de haberlo vencido. Nombraron un hombre de su confianza como
papa, León VI, en mayo del 929. No se sabe lo que consiguió Marozia de
este papa, pero en diciembre del 929 reemplazó a León con un nuevo papa:
Esteban VIII que, a su vez, desapareció en marzo del 931. Ahora su
propio hijo (y del papa Sergio III) ya era suficientemente mayor (unos
dieciséis años) para ser papa. Ella le hizo consagrar en marzo del 931
como Juan XI. Tal y como el acusador lee: “Ella y su hijo ahora
pretendían tomar el mundo entero …”. Efectivamente, eso era lo que
planeaban. “Ella pretendía, como Jezabel, casarse por tercera vez”.
Cuando Guido, el
segundo marido de Marozia falleció, ella se casó con el Rey Hugo de
Toscana; su hijo, el papa Juan XI, les casó con pompa y ceremonia en
Roma, estableciendo un convenio para poder ser coronada. El sueño de sus
padres: llegar a ser Reina Emperatriz. Hugo como emperador de todos los
romanos y su hijo, Alberic, como el emperador que sucederá a Hugo.
Pero todos sus
planes se evaporaron cuando su hijo Alberic se levantó en revolución con
los romanos en el 932 y se le nombró gobernador de Roma. El pobre Hugo,
su tercer marido, tuvo que escapar, atravesando las murallas de la
ciudad escondido en un cesto, con su camisón por toda vestimenta, sin
parar de correr hasta alcanzar su Lombardía natal. El papa Juan XI fue
puesto bajo arresto domiciliario en el palacio Laterano por su propio
hermanastro Alberic, donde falleció cinco años después. Su madre,
Marozia, fue arrojada a esta prisión por su propio hijo Alberic. Fue
condenada a no salir jamás excepto para su entierro. Todo esto ocurría
hace 54 años, cuando ella contaba 40, en el año 932.
Alberic gobernó Roma
durante 22 años (932-954), impuso cinco papas elegidos por él mismo,
haciéndose llamar “Alberic por la Gracia de Dios, humilde Príncipe y
Senador de todos los Romanos”.
Sintiendo la
cercanía de su muerte, en el 954, Alberic hizo convocar en la basílica
de San Pedro a todos los nobles romanos y el clero junto con el papa
reinante, Agapito II, que había sido nombrado por Alberic. Les hizo
jurar en la cabecera de la basílica, ante la imagen de San Pedro el
apóstol que, cuando él falleciera, nombrarían papa a su joven hijo
Octavio, nieto de
Marozia, tan pronto alcanzara los quince años de edad.
Alberic pretendía que el papado fuera una cuestión dinástica
hereditaria. Todos los presentes juraron la propuesta, lo que
posteriormente fue condenado por la propia Iglesia como sacrilegio
doble, puesto que hacía desaparecer el voto libre de los Romanos y se
decidía quién era el sucesor del papa estando éste aún con vida, ambas
cosas eran violaciones fatales de la ley de la Iglesia. El papa Agapito II murió un año más tarde, en el otoño del 955; un mes después, el 16 de
diciembre, el jovencísimo Octavio era consagrado papa y tomó el nombre
de Juan XII.
Octavio, como papa
Juan XII, fue un verdadero problema. No cambió en absoluto su forma de
vida. Rodeado siempre de muchachas y muchachos de su propia edad y rango
social, dedicó sus días y noches a comer voluptuosamente jugando,
cazando y siempre enredado en asuntos amorosos. El palacio del papa era
frecuentado por cortesanas y prostitutas y, cuando Juan XII ordenó a los
monjes del monasterio de Subiaco que cantaran cientos de Kyrie Eleison y
otros tantos Criste Eleison para la salvación de su alma, la historia de
Roma asegura que los monjes rezaron todas esas veces, pero para desear
su pronta muerte.
Para Marozia, la
lectura de todos los pecados del papa Juan XII debió provocarle
sufrimiento. Cada una de las palabras es exacta: “… tu nieto, el papa
Juan XII, fue perjuro, rompiendo los deseos del gran emperador … robó el
tesoro de los papas y se unió a los enemigos de Roma… fue depuesto por
un Sagrado Sínodo y sustituido por el papa León VIII… el apóstata
regresó a Roma, expulsó al papa León VIII, cortó la nariz, la lengua y
dos dedos al cardenal diácono, hizo desollar al obispo Otger, cortar las
manos al notario Azzo y decapitar a 63 de los clérigos y nobles de Roma…
Durante la noche del 14 de mayo del 964, mientras mantenía relaciones
ilícitas con una matrona romana, fue sorprendido en el acto de pecado
por el enfurecido marido de la matrona, quien le destrozó el cráneo con
un martillo liberando su alma de todo pecado y de la influencia de Satán…”
El obispo termina
con los cargos y da rápidamente la absolución a Marozia. El obispo y el
emperador Otto III abandonan la celda y salen al aire fresco del patio
de la prisión. Después, dos hombres vestidos de monjes entran en la
celda. Uno de ellos lleva en sus manos el citado cojín de terciopelo
rojo.
Habrá solamente un
pequeño ruido al abrir la celda estos hombres y todo habrá terminado en
pocos momentos. Marozia no opuso resistencia alguna; dejó hacer lo que
pretendían sin protestar.
Arriba en su
palacio, el papa Gregorio se consuela con el pensamiento de que el joven
emperador germano será un nuevo Carlomagno para la Iglesia y para
protegerle como sucesor de Pedro. Pero Gregorio será envenenado dos años
después, a la edad de 26 años. El mismo Otto fallecerá 6 años más tarde,
antes de cumplir los 22 años. El liderazgo de la Iglesia continuó de
papa en papa que seguirán persuadidos de que la salvación que prometió
Jesús debe estar asegurada por guerreros y mantenida en un ambiente
lleno de lujo y magnificencia.
Mientras la
corrupción de poder absoluto alimentaba a los hombres que sucedieron a
Pedro como obispos de Roma, también nutría la ambición, los celos y el
ansia de exclusividad que forman el corazón y el alma de todo poder
total, que siempre se corrompe al ser absolutista.
Ningún hecho ilustra
mejor y más claramente esta mortal tendencia, que la ruptura entre Roma
y Constantinopla. Históricamente, las dos grandes naciones de la
Cristiandad, romana y ortodoxa oriental, son convictas de fratricidas y
asesinas intenciones.
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