La marca de Caín
Al comienzo de los
años 1000, el escenario estaba ya dispuesto para la ruptura final entre
Roma y Constantinopla. Desde entonces en adelante, cada papa romano y
cada patriarca de Constantinopla “llevará siempre la marca de Caín,
el primitivo asesino, en su frente”, como dejó escrito un
historiador romano.
En los dos siglos
que separan el comienzo del siglo XI y los tiempos de León y Carlomagno,
la brecha existente entre papado y patriarcado se fue ensanchando
continuamente. Mientras Roma crecía y florecía económica y militarmente,
Bizancio se estrechó territorialmente, a duras penas sobrevivió
militarmente y económicamente se tambaleaba. Cuando Constantinopla cayó
bajo el dominio islámico turco en el 1453, era lo menos que se podía
esperar.
Ciertos incidentes
particulares envenenaron las relaciones entre el papa y el patriarca. El
incidente Photius, por ejemplo. Cuando fue elegido patriarca de
Constantinopla, en el 861, Photius pensó que, en la Trinidad Cristiana,
el Hijo no tenía nada que ver con el origen del Espíritu Santo. Por lo
tanto, Photius era un hereje a los ojos de su propia Iglesia así como a
los de Roma. Pero en el calor de la mutua enemistad, estas enseñanzas en
contra de lo convencional pasó inadvertida durante un periodo de tiempo.
Cuando Photius informó al papa Nicolás I de su punto de vista, Nicolás
lo rechazó y nombró a un rival, Ignacio, lo cual enfureció a los
griegos. “El papa tiene autoridad total sobre toda la tierra, es
decir, sobre todas las Iglesias”, les dijo. Los griegos respondieron
excomulgando a Nicolás por violar un acuerdo que databa de los tiempos
de Constantino, que prohibía a un patriarca interferir con otro.
Pero, en el 869,
algo como un hacha cayó sobre Photius. Un concilio de sus propios
obispos le depuso por sus enseñanzas sobre el Espíritu Santo, que
condenaron como heréticas, tal y como había dicho el papa romano
Nicolás. Reemplazaron a Photius con Ignacio, como había deseado Nicolás.
Pero durante estos ajustes, no hubo ningún avance ni mejora en las
relaciones con Roma. A su tiempo, Photius se reconcilió con su Iglesia
y, cuando Ignacio falleció, fue hecho patriarca de nuevo.
La disputa religiosa
entre Roma y Constantinopla era lo suficientemente real, pero sus
motivos auténticos eran económicos y territoriales. Ambas Iglesias
enviaban oleadas de misioneros pero, hacia el final del siglo IX,
Constantinopla había convertido a la mayoría de los búlgaros, serbios,
los habitantes de lo que sería Checoslovaquia, albaneses, rumanos, etc.
En menos de 100 años, en estos lugares apareció una Iglesia nacional
Ortodoxa unida política y culturalmente, así como religiosamente, a
Constantinopla. Además, por aquel entonces, Vladimir de Rusia se había
convertido y los misioneros griegos comenzaban la conversión de los
eslavos de Rusia. Constantinopla, la “Nueva Roma”, la “Segunda Roma”, se
expandía en otras direcciones, aumentando su influencia.
Los papas de Roma,
así como los emperadores germanos, vieron claramente a dónde conducía
todo esto. La iniciativa de provocar la ruptura final la tomó el papa
Sergio IV en 1009. Sergio, en su ceremonia de elección, pomposamente
envió “estatutos de fe” (una declaración de dogmas cristianos, tal y
como él los veía) al patriarca de Constantinopla para su aceptación. Los
“estatutos” incluían la fórmula “filioque” aborrecida por los griegos.
Fue una provocación directa. No solamente el patriarca se negó a
responder a Sergio directamente, sino que se negó a incluir el nombre de
Sergio en los Dípticos oficiales, la lista de los patriarcas. En el
complicado protocolo de entonces, esto era tanto como declarar a Sergio
impostor.
Cuando el papa
Benedicto VIII coronó al germano Enrique II como emperador en Roma en el
año 1014, utilizó la cláusula “filioque” en las ceremonias. Los enviados
griegos se levantaron y abandonaron el lugar. Venecia y Génova, que
empezaban sus propias carreras como potencias marítimas, ciudades-estado
con flotas de hombres de guerra y transportes comerciales, empezaron a
intervenir en determinados territorios griegos en el Mediterráneo. Papas
sucesivos, y sus familias adineradas, tenían considerables sumas
invertidas en las empresas y proyectos de Venecia y Génova. Los
Normandos, con la autorización papal, comenzaron a invadir colonias
griegas en el sur de Italia y en Sicilia, mientras que los
representantes de los papas forzaban a los griegos que capturaban a
practicar los ritos latinos. En correspondencia, el patriarca Miguel
Cerulario de Constantinopla forzaba a los latinos que vivían en
Constantinopla a ceñirse a los ritos griegos. Las disputas y diferencias
crecían sin cesar.
Los griegos, que no eran nada inocentes, encontraban la moralidad romana
muy agresiva para su sensibilidad. Existen documentos de embajadores
bizantinos que informaban sobre las cuatro preguntas rituales que se
hacían a cada uno de los sacerdotes que pretendían ser consagrados como
obispos en la Iglesia Romana:
“¿Has sodomizado
a algún menor? ¿Has fornicado con una monja? ¿Has tenido relación sexual
con algún animal de cuatro patas? ¿Has cometido adulterio?”
Estas preguntas
reflejaban de forma precisa lo que se exigía a un aspirante a obispo.
San Pedro Damián escribió un libro famoso, el Liber Gomorrhianus”
(“El libro de Gomorra”), describiendo gráficamente la falta de moral, el
libertinaje, la bestialidad y las tendencias homicidas de sus compañeros
clérigos romanos.
Además, los hechos
cotidianos que los griegos podían ver en la vida de Roma arruinaron el
concepto que tenían sobre los papas romanos. Vieron cómo el papa
Silvestre II era asesinado el 17 de mayo del 1003. El papa Juan XVII,
que le sucedió, moría envenenado siete meses más tarde. De nuevo, en el
1009, Gregorio, de la familia Crescenti, fue hecho papa por la fuerza de
las armas y los ejércitos de su familia. Pero Teofilacto de Tusculum
atacó Roma, derrotó a los Crescenti y a Gregorio, expulsó a Gregorio de
Roma y se hizo entronizar a sí mismo como papa, tomando como nombre
Benedicto VIII.
Cuando Benedicto
VIII falleció, su hermano Romanus se afincó en el trono papal. Hizo que
se le ordenara sacerdote, que se le consagrara como obispo y se le
coronara como papa, todo en el espacio de un día, el 24 de junio del
1024, llamándose a sí mismo papa Juan XIX. Nada acerca de este papa nos
parece interesante excepto un momento de su vida como papa, cuando el
patriarca Eustaquio de Constantinopla presentó sinceras muestras de
alcanzar la paz entre los dos mandatarios, ofreciendo someterse a la
autoridad de Roma. Aparentemente, por un momento, Juan estuvo tentado de
hacer lo correcto. Pero sus consejeros eran monjes de Cluny y con los
intereses de Cluny en mente, hicieron que Juan abandonara las ideas de
reconciliación.
Cluny era un
monasterio fundado por un hombre muy religioso, el duque Guillermo de
Aquitania. Partiendo de ser un simple monasterio de la parte oriental
del centro de Francia, la orden de Cluny se expandió hasta llegar a
controlar unos mil monasterios en toda Europa. Llegó a ser una familia
feudal centralizada bajo el rígido control de su abad, que gobernaba
vastos territorios y poseía grandes riquezas, manteniendo alianzas con
los emperadores germanos establecidos por la Iglesia romana. Como si
fueran Jesuitas de aquellos tiempos, los monjes cluniacenses eran
asesores de los papas, algunos llegaron a ser papas y ejercieron gran
influencia en la Iglesia occidental en los tiempos medievales.
Cuando Juan XIX
murió en circunstancias sospechosas en el 1033, un familiar de Juan tomó
a su propio hijo de 12 años de edad, también llamado Teofilacto, lo
vistió con ropas papales que mandó hacer a medida, lo sentó en el trono
de Pedro y consiguió que se le consagrara papa como Benedicto IX. El
espectáculo de este niño de 12 años emitiendo excomuniones, dando su
bendición papal, editando decretos, consagrando obispos, decidiendo
sobre materias teológicas, etc. era lo suficientemente ridículo; pero
los impasibles griegos aún necesitaron más.
El joven Benedicto
les sorprendió. Primero, el adolescente era bisexual, sodomizaba
animales y ordenaba ejecuciones. También atendía actos de brujería y
satanismo. En menos de un año había ya un complot para estrangularle.
Pero escapó y su hermano mayor Gregorio le repuso en el trono papal. La
ciudadanía romana se levantó contra él y eligió a Juan de Sabina como
papa Silvestre III. No obstante, la familia de Benedicto le volvió a
poner en el trono de Pedro en Roma y Silvestre III tuvo que huir.
En mayo de 1033,
Benedicto encontró un comprador para el papado: Juan Graciano, un rico
arcipreste. Benedicto y Graciano firmaron un documento formal, de
acuerdo con el cual Benedicto, cuando abdicara su condición de papa a
favor de Juan Graciano, recibiría durante el resto de su vida un tributo
permanente de la Iglesia de Inglaterra (por aquel entonces, esto se
denominó “los peniques de San Pedro”). Juan Graciano llegó a papa como
Gregorio VI. El anterior Benedicto IX volvió a ser Teofilacto de nuevo,
pero continuó viviendo en el palacio Laterano, que él mismo convirtió en
el mejor burdel de Roma. Al mismo tiempo, vivían en Roma Silvestre III
en Santa María la Mayor y Gregorio VI en San Pedro.
Esto sí que sacudió
a los impasibles griegos.
En septiembre de
1046, el Santo Emperador romano Enrique III llegó a Roma, expulsó a los
dos papas y al expapa y designó a uno de sus propios obispos germanos
como papa Clemente II, al que los griegos tomaron como la representación
de su mortal enemigo Enrique III.
Sin embargo Clemente
no duró mucho. Teofilacto (nuestro anterior Benedicto IX) hizo envenenar
a Clemente II el 9 de octubre de 1047 y, una vez más, se aupó al trono
papal como Benedicto IX. Duró exactamente ocho meses y nueve días: lo
que tardó Enrique III en volver a Roma. Benedicto escapó a toda prisa y
Enrique puso en el trono de Pedro a otro de sus obispos como papa Dámaso
II, el 17 de julio de 1048. Pero el veneno de Teofilacto actuó de nuevo
(tenía muchos amigos en Roma, gracias a los favores de su burdel) y
Dámaso II murió 23 días después de su consagración como papa.
Afortunadamente,
Enrique tenía un buen suministro de obispos y pudo poner al siguiente
como papa León IX. Pero León, inadvertidamente, cerró definitivamente la
puerta de Constantinopla. El patriarca Miguel Cerularius, conocido por
su arrogancia, escribió a León proponiéndole la paz y ofreciendo
inscribir su nombre de papa en los Dípticos oficiales. De acuerdo, le
contestó León. Comencemos por utilizar conjuntamente la fórmula
“filioque” y podremos ser amigos. En su ignorancia, León exigió que los
griegos restituyeran la forma “filioque” en el Credo Niceno cuando nunca
había estado en él. Ese fue el final de aquello… aunque no del todo.
El final llegó
cuando León envió una delegación de tres cardenales a Constantinopla,
encabezada por el cardenal Humberto, que odiaba a los griegos, y que era
el obispo de Silva Candida. Llegaron una tarde y se dirigieron a la
basílica de Sofía, donde el patriarca estaba diciendo misa. Sin más ni
más, los tres, con botas de montar y vestidos aún con los trajes del
viaje, entraron en la basílica, alcanzaron el altar y, para
consternación de los sacerdotes presentes, presentaron un documento de
excomunión para ese altar. Sin mediar palabra ni mirada a nadie de los
presentes, abandonaron la basílica. Humberto repetía la única frase que
quedó documentada: “¡Que venga Dios y juzgue!”.
Para entonces, el
patriarca había estudiado el documento y considerado su importancia.
Envió a un diácono tras los tres cardenales, que los alcanzó en la
calle, les detuvo y, regresando ante Humberto, le pidieron que tomara el
documento. Humberto sacudió negativamente su cabeza y el citado
documento cayó al suelo.
Eso fue todo; el
final. Con este gesto rápido y letal, Roma declaraba al patriarca, al
emperador del Este, a todos los obispos orientales, sacerdotes, monjas,
monjes y laicos, excomulgados y condenados al fuego del infierno, salvo
que se arrepintieran y se sometieran a Roma. Lo que el patriarca había
hecho al papa Sergio IV y su Iglesia en el 1014, el papa León IX repetía
en reciprocidad. La lucha fratricida permanecerá por más de un millar de
años.
Las Cruzadas
comenzaron en el 1098 y continuaron durante dos siglos. Antioquía y
Jerusalén, ambas bajo la jurisdicción del patriarca griego, pero
ocupadas por los musulmanes, cayeron en manos de los cruzados. Los papas
insistieron en que los eclesiásticos griegos fueran reemplazados por
latinos, con sus correspondientes ritos en latín. Los griegos
respondieron a esta afrenta masacrando a todo latino que encontraron
dentro de los límites de su ciudad.
En el 1024, la
cuarta cruzada fue desviada y dirigida hacia Constantinopla. Estos
cruzados, con la cruz de color rojo pintada en su hombro, en sus escudos
y en las armaduras, asediaron la ciudad, la tomaron, pasaron por todas
las calles, casas, templos y palacios masacrando metódicamente, robando
e incendiando. Instalaron a una famosa prostituta francesa en el altar
mayor de la basílica Sofía, mientras gritaban canciones obscenas. En
Roma, el papa Inocencio III se santiguaba en piadoso gesto, hablando de
la venganza de Dios sobre los recalcitrantes herejes que se negaron a
obedecer al vicario de Dios. Un historiador bizantino, Nicetas Choniates,
escribió: “Incluso los sarracenos, tan crueles, fueron más piadosos y
comprensivos comparados con estos hombres que llevan la cruz de Cristo
dibujada en sus hombros”. Constantinopla se convirtió en un reino
latino, con un patriarca latino sometido al papa de Roma. Reino y
patriarca duraron hasta el 1261, en que los bizantinos retomaron
Constantinopla.
Después de esto,
todos los intentos de reunir Roma con Constantinopla fueron inútiles.
Roma lo intentó en dos ocasiones: uno en el 1274 y otro en el 1438, pero
siempre buscando que la unión se consiguiera bajo sus propios términos.
También fueron fútiles. El Gran Duque Lucas Notaras de Constantinopla
dijo, en 1452, “Preferiría ver un turbante musulmán en el centro de
esta ciudad que una mitra latina romana”. Un año más tarde aquello
fue posible. El Sultán Mehmet II rodeó, sitió y tomó Constantinopla el
29 de mayo de 1453, con lo que terminaba el imperio de Bizancio para
siempre. Desapareció también la “Segunda o Nueva Roma”. La Iglesia
Oriental pasó a ser una división del Imperio Otomano, el patriarca se
convirtió en un mero comandante de la división cristiana para los
Otomanos. La Iglesia Oriental se mantuvo protegida por todos los
Sultanes, manteniendo su distancia y odio con respecto a la Iglesia de
Roma y su Imperio.
Las consecuencias del imperialismo romano fueron más allá de los
episodios que pusieron fin a Bizancio. Menos de 70 años después de la
caída de Constantinopla, apareció una “tercera Roma” que surgió bajo el
mandato de los grandes Duques de Moscú.
“Nuestro
gobernante, el Zar Basilio III, es el único emperador de todos los
cristianos sobre la tierra, el verdadero líder de la Iglesia Apostólica
que ya no reside en Roma ni en Constantinopla, sino en la bendita ciudad
de Moscú … Dos Romas han caído pero la tercera permanece, y nunca habrá
una cuarta”.
Estas palabras del
monje Filoteo de Pskov, escritas en el 1510, aparecen como el mayor
reproche hacia la falta de humildad y piedad del imperialismo romano y
hacia la terquedad y falta de visión de la ambición bizantina. La
conducta fratricida de Roma y Bizancio hicieron posible la aparición de
un tercer líder contendiente para los cristianos del mundo. Tras esta
ruptura, los papas romanos, ciegamente, se dedicaron al engrandecimiento
del mal llamado Renacimiento de las Artes y las Letras, como escaparate
de su poder, soberbia y poder terrenal. No olvidaban que Bizancio había
creado en Constantinopla la mayor riqueza y la sociedad religiosa más
evolucionada, teológicamente, que el mundo había visto jamás. Roma
pretendió superar ese logro, ser más que aquellos, aunque nunca lo
consiguió. Incluso hoy, ningún papa acepta la culpa de la separación de
Roma y Constantinopla, el mundo cristiano y Bizancio.
En su ambición y
celos, los papas romanos llegaron a un absolutismo que los cristianos
orientales nunca aceptaron. El daño que produjeron fue incluso más
lejos. Tan pronto como Roma deseó sacrificar la parte más antigua y
sustancial de la Cristiandad, por medio de su poder totalitario,
curiosamente no prestaron atención a un oscuro pero parlanchín monje
Agustino llamado Martín Lutero, que estaba tan lleno de odio hacia Roma
como lo estaban los griegos. Los papas, ciegos de soberbia y sin
inteligencia, dejaron que media Europa quedara influida por la reforma
protestante. Lo que se discutía por parte de Lutero y sus seguidores era
lo mismo que Constantinopla había combatido: el imperialismo romano.
Lo que se inició en
Constantinopla ha llegado hasta nuestros días. Un historiador que
contemple fríamente en desarrollo de Europa hasta los años de 1960,
encontrará claramente que las diferencias entre Europa Occidental y
Europa Oriental son las mismas que mantenían Roma y Bizancio, en nombre
de la religión. Aquella profunda división hizo inevitable la caída de
Constantinopla y posible la aparición de Rusia como “tercer Roma” en el
sentido de poder totalitario. La línea que separaba el Este del Oeste es
también congruente con la que separa Rusia de sus antiguos satélites en
los años de 1980.
Con la separación
definitiva de Roma y la Iglesia Oriental, era inevitable que surgiera un
papa que institucionalizara el poder absoluto sobre todas las cosas
terrenales y espirituales. Este papa fue Gregorio VII.
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