Maduración y deterioro (3)


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El Dueño y Señor del Mundo  

Arriba, sobre la cordillera de los Apeninos, en Italia, hay un lugar aislado que se llama Monte Cenis. Su cumbre plana está a casi a 700 m sobre el nivel del mar, quedando a mitad de camino de una línea imaginaria dibujada entre las dos orgullosas ciudades de Parma y Módena. Los emperadores romanos construyeron una fortaleza en este punto. Aníbal invadió Italia desde aquí. 

Los lombardos, una tribu germana de conquistadores, construyeron también aquí una fortaleza que, siglos después, los condes de Toscana (lombardos) ampliaron y reforzaron, elevaron aún más sus torres y murallas coronándolas con torretas defensivas, estrecharon las ventanas de las plantas inferiores, rodeándola con fosos, puentes levadizos y portalones. Este castillo de Canossa, como ellos lo llamaban (de una palabra lombarda que significa “cubil”), era inexpugnable hasta que apareció la pólvora de cañón. Siempre con vientos fuertes, en invierno quedaba oculto por las nubes y los caminos de acceso normalmente se helaban. En verano, era una atalaya de vigilancia que permitía ver (y ser visto) a millas de distancia. Del 25 al 28 de enero de 1077, Canossa fue testigo y sufrió de un asedio como el mundo nunca antes había visto y probablemente nunca verá. 

La triple muralla de este castillo brillaba por la cantidad de hombres armados que contenía. Caballeros completamente armados, arqueros y ballesteros, hombres con mazas, calderos de humeante aceite hirviendo, piedras y piedras apiladas, antorchas y flechas incendiarias preparadas para ser utilizadas. El clima es frío, ventoso, con algunas lluvias que arreciaban con el viento, el cielo oscuro por todas partes. Canossa queda por encima de las nubes y de la neblina. Nada puede verse más abajo desde la fortaleza. 

Las ventanas superiores están llenas de caras que pertenecen a caballeros armados y damas enjoyadas, todos hablando entre sí en una mezcla de bajo latín, lombardo, alemán y en un griego que ni siquiera Demóstenes podría comprender. Todos los ojos están puestos y todos los dedos señalan a la figura de un hombre que permanece en la parte exterior de los portalones. 

Es un hombre joven, de estatura mediana, que viste la armadura de un caballero, cubierta por una capa marrón descolorida, que tiene a su lado la espada, el casco y el escudo. Su cara y sus manos están azuladas por el frío. Su cabeza solamente lleva una estrecha cinta de oro que solamente los reyes utilizan, porque es el Sagrado Emperador romano, Enrique IV de la familia germana Salian. En estos momentos es el gobernante más poderoso de la Europa que comprende desde Irlanda a Constantinopla, desde Noruega al Norte de África. Continuamente levanta sus brazos, hablando y gritando, llorando a veces, diciendo cada cinco palabras cosas como “perdón”, “arrepentimiento”, “piedad” o “penitencia”. Él ha llegado aquí la mañana del 25 de este enero y, prácticamente desde entonces, mantiene los ojos fijos en las ventanas de Canossa, especialmente en una. 

En esa ventana en particular, suele aparecer el mismo grupo de personas, pero dos de ellas salen y se ocultan a veces. Una es una dama de unos treinta y dos años de edad, graciosa más que bella, que viste ropajes e insignias propias de la nobleza. Es Matilda, condesa de Toscana, una dama lombarda por nacimiento, propietaria y gobernante exclusiva de una extensa parte de la Italia central, del Adriático en el Este, al Mediterráneo en el Oeste. Su esposo, Godofredo el Jorobado, que vivió unos años en poder de sus enemigos en Alemania, fue asesinado hace un año. Ahora Matilda, que no tiene hijos, gobierna sola de forma absoluta. Junto a ella, la otra persona que aparece junto a Matilda en la ventana, es un hombre estrecho de hombros, alto, con cara de asceta. Alrededor de sus hombros una capa escarlata. En el dedo índice de su mano derecha el anillo con la cruz: el anillo del pescador. Sobre su cabeza la tiara de los papas. En efecto; es el papa Gregorio VII. 

Gregorio nació hace 52 años atrás, hijo de un carpintero lombardo llamado Bonaparte (Napoleón y Gregorio tuvieron el mismo apellido, la misma nación de origen y el mismo origen étnico). Su nombre real era Hildebrand (o Ildebrand, o Yldebrand, que de las tres formas lo escribía Gregorio) que de muchacho llegó a monje de Cluny, donde aprendió disciplina, orden, el celibato, organización y autoridad centralizada. De allí salió fanático, devoto de la religión, y sirvió como ministro a cinco papas y, como hombre de confianza, a tres de ellos. La mayoría de estos papas eran monstruos a sus ojos, como también lo eran a los ojos de cualquier persona civil. 

El papa Alejandro II murió el 10 de abril de 1073 y era el último de media docena de papas que intentaron reformar la Iglesia sin conseguirlo. El mismo día, con el cuerpo de Alejandro aún insepulto en la basílica Laterana, sin esperar la aprobación del emperador germano (Enrique IV), los cardenales eligieron a este fiero Hildebrand de mente de tiburón como papa Gregorio VII, para que lo aclamaran los romanos. Los mismos romanos dijeron más tarde que Gregorio y sus amistades habían comprado el puesto con oro. 

No importa. Ahora era papa y tenía exactamente 12 años, un mes y 26 días de vida por delante. Durante este tiempo provocó en Europa una guerra que habría de producir más muertes y ciudades destruidas que toda la guerra de los Treinta Años. Gregorio mantuvo su estrecha mentalidad en todas sus estrategias y cambió definitivamente el pensamiento de sus contemporáneos, hasta hacerles pensar en términos de “estado” y “nación”, lo que le hizo realmente original a los ojos de algunos historiadores.   

Por supuesto, nada de esto era la intención de Gregorio. Él tenía un gran propósito que, visto desde nuestro tiempo, no tenía más remedio que fallar. Quiso realizar en unos pocos años algo que debía llevar siglos (o un milagro) en completarse. 

Algunas cosas estaban a su favor. La corrupción de Roma a través del reinado de seis papas había producido un profundo cambio entre las familias y facciones de cardenales, obispos, sacerdotes y familias de nobles. Gregorio intentó corregir todo esto ayudado por Matilda, la persona más poderosa de Italia en aquellos momentos. Nunca antes y nunca después en la historia del papado se produjo una alianza entre un papa y una mujer joven, enérgica y poderosa, manteniéndose codo con codo en un proyecto que sacudiría al mundo (ni siquiera los enemigos de Gregorio se atrevieron a intentar ganarse a Matilda como aliada en contra del éste). Era el propio espíritu de aquellos tiempos lo que hacía casi posible su plan. La humanidad occidental de entonces no podía imaginar la vida sin Roma, sin un papa, sin religión. Iglesia, papa y religión, representaban los más altos ideales de esos tiempos para todos los hombres y mujeres. 

El mundo de Gregorio estaba dominado por la Iglesia y los Sagrados Emperadores Germanos. Lo espiritual y lo temporal unidos. El papa es el monarca de lo espiritual. El emperador lo es de lo temporal y terrenal. Las relaciones entre los dos pasaron por altibajos y variaciones, papa y emperador intentando invadir el terreno del otro, pero se mantuvieron aproximadamente iguales en poder, compartiendo su ascendiente sobre toda la humanidad del mundo conocido. El gran proyecto de Gregorio fue poner el poder temporal, todo el poder temporal, bajo su poder espiritual propio. Fue un intento tan simple como imposible. Todavía se conservan los 27 principios del papa Gregorio, algunos de los cuales son horribles: 

-         El papa es el único que puede utilizar la insignia imperial.

-         El papa es el único que puede ofrecer su pie para que lo besen los príncipes.

-         El papa es el único que puede deponer emperadores y reyes.

-         El papa no puede ser juzgado por nadie.

-         El papa puede perdonar y liberar a sujetos que hayan sufrido la injusticia de un gobernante.

-         Su título, Papa, es único para todo el mundo.  

           Antes de persuadir al emperador de lo justo de esta propuesta, Gregorio tuvo que salvar tres obstáculos primarios. En aquellos tiempos, el papa mantenía sus propiedades pero los obispos habían sido debilitados por un ingenioso sistema denominado “investidura”. Reyes, príncipes, nobles, gobernantes (hombres o mujeres) habían adquirido, a través de siglos, el llamado “derecho” para nombrar obispos, abades y sacerdotes, en beneficio de sus intereses o el de sus estados. Europa Occidental estaba dotada de una organización eclesiástica sometida al control de los gobernantes locales. El clérigo o laico que era señalado para este “beneficio”, naturalmente se convertía en la criatura del gobernante, tanto en materia espiritual como terrenal. Gregorio se propuso acabar con la costumbre de las investiduras y recobrar la autoridad de Roma en estos asuntos. 

Los dos siguientes obstáculos surgieron de la propia investidura. Los gobernantes locales eran mucho más fácilmente comprables que los papas. Cada hombre tenía su precio. Obispos y abades, normalmente, compraban su obispado o abadía. Sabemos de unos 40 papas que compraron su carrera hacia el papado. Como el primer hombre que intentó comprar poder espiritual con dinero se llamó Simón Magus, la práctica de comprar posiciones o puestos eclesiásticos, se llama desde entonces simonía. Gregorio se propuso acabar con la simonía. 

Junto a la cuestión de la simonía estaba la del celibato clerical. Por toda Europa Occidental, la mayoría de los predicadores estaban casados. La simonía estaba muy ligada a los sacerdotes casados, porque un hombre con esposa o amante, hijos y puede que nietos, necesitaba manutención y “status” para todos, lo que facilitaba la práctica de la simonía si era necesario para sus necesidades. Un obispo casado que hubiera comprado su vida, naturalmente se sentía mucho más obligado a su benefactor que al papa. 

Tan pronto como Gregorio fue papa, estableció los preparativos para abolir la investidura laica, la simonía y el matrimonio clerical. Convocó un primer concilio de obispos en Roma en 1074. Con la condesa Matilda sentada a su lado, depuso a todos los clérigos casados o acusados de simonía. 

Roma representaba para él un problema particular. Sesenta laicos llamados “mansionarii” guardaban la basílica de San Pedro. Cada día se investía un cardenal que decía misa ante peregrinos que llegaban, recogía las ofrendas y donaciones monetarias de los mismos y vivían suntuosamente. Preparaban orgías sexuales en los escalones de la basílica, junto a sus esposas, hijos, amantes y a las prostitutas callejeras. Gregorio los expulsó de su organización con gran énfasis. Pero estos hombres depuestos, sus vastas familias, amigos y asociados, se unieron al importante grupo de enemigos de Gregorio, tanto en Roma como en el exterior. Con sus decretos iniciales sobre simonía y casamiento, había producido una ola de horror a través de toda la Europa de entonces. El clamor contra Gregorio recorrió el continente como un “aullido de lobos heridos”, según quedó escrito. 

Sus enemigos intentaron secuestrarle y asesinarle. El día de Navidad de 1075, Gregorio estaba diciendo misa en la basílica de Santa María la Mayor, rodeado de cardenales y clérigos, en presencia de una gran congregación. Cuando comenzaba a leer los Evangelios, las puertas se abrieron para dar paso a Cencio, gobernador de Roma, y a sus conspiradores aliados, armados y con las espadas en la mano. Llegaron hasta el altar, cogieron a Gregorio por el cabello, le golpearon las piernas y le arrastraron escaleras abajo, le montaron sobre un caballo y galoparon hasta las propiedades del gobernador. Durante toda la noche, Cencio, sus hermanas y sus amigos torturaron a Gregorio y se burlaron de él. Por la mañana, un nutrido grupo de ciudadanos romanos atacaron la casa de Cencio y liberó a Gregorio, llevándole a Santa María la Mayor. Una vez allí, Gregorio retomó la lectura de los Evangelios donde se había quedado y finalizó la misa.   

Sin acobardarse, Gregorio convocó un segundo concilio en el que prohibió, bajo las mayores penas y castigos, la investidura de cualquier clérigo por un gobernante laico, desde el emperador hasta la más pequeña villa.  

Ahora bien; una cosa era prohibir la compra (o venta) de abadías u obispados. Forzar una ley que obligaba al celibato a los clérigos, era otra cosa. Pero impedir que los gobernantes de Europa pudieran investir a sus clérigos locales, para hacerles sus siervos, fue golpear directamente la estructura feudal en sí misma, el único sistema que Europa conocía hasta entonces. Aquello era liberar el enorme poder de la Iglesia y sustraerlo del control de reyes y príncipes. Las revueltas contra Gregorio bullían por todas partes. 

Entre estos dos concilios, Gregorio trabajó duramente para preparar los soportes necesarios a este nuevo sistema de gobierno internacional. Gregorio veía al mundo temporal sin importancia alguna, como la parte exterior de la Iglesia de Cristo. Incluso hoy, con nuestra mentalidad “internacionalista”, todavía encontramos demasiado atrevida la intención de Gregorio, casi fantástica, si no utópica. Dada la fe reinante en aquellos días, podría haber tenido éxito si hubiera presentado sus intenciones de reforma sin pensar en sí mismo. Pero Gregorio pertenecía a aquel mundo y tenía que pensar en su propia protección. “Maldito sea el hombre”, declaró, “que envaine su espada manchada de sangre.” 

Por supuesto, Gregorio no intentó la reforma por el camino más corto y seguro de conseguir sus nobles deseos, haciendo que la Iglesia y los clérigos de todos los niveles devolvieran sus adquisiciones mundanas a sus propietarios anteriores y dirigieran sus mentes hacia las materias que Jesús les había encargado. Como hizo Pedro. Como Ponciano había hecho. No. Gregorio dijo que todas las pertenencias y cosas mundanas debían pertenecer a la Iglesia y a su papa. Europa entera se revolvió contra él. 

En sus cartas (se conservan cientos de ellas) Gregorio dejó claro que todas y cada una de las naciones de Europa Occidental tenían que ser sus vasallos. Gregorio no dijo que se devolvieran solamente las propiedades de la Iglesia. El escribió que Bohemia era del papa, así como Rusia, Hungría, España, Córcega, Cerdeña, Dalmacia y Croacia (Yugoslavia), Polonia, Escandinavia, Alemania, Inglaterra, Irlanda, Francia, Italia. ¡Todas! 

Más adelante, Gregorio propuso la creación, por su parte, de un único y enorme ejército europeo, para atacar y expulsar a los Normandos (Vikingos), Griegos y Musulmanes, empujar la frontera oriental hasta más allá de Constantinopla y, finalmente, destruir el Califato Musulmán, para conquistar Jerusalén y el Norte de África. Él mismo se pondría al frente de este ejército. Incluso aunque reclutó 50.000 italianos y de más allá de los Alpes, y los instaló al Sur de Roma, su proyecto militarista quedó en nada. Por aquel entonces el emperador Enrique IV se movía y, además en trayectoria de colisión con Gregorio. 

Enrique, desoyendo las prohibiciones del papa Gregorio, continuaba invistiendo clérigos con sus tierras y propiedades. Gregorio dirigió una carta imperiosa al emperador exigiéndole el reconocimiento de que estaba cometiendo un grave pecado al desobedecerle. Más adelante, le exigía también su arrepentimiento y confesión por escrito, con el visto bueno de un obispo que el propio Gregorio designara. La trampa de Gregorio era clara: intentaba ganar por medio de armas espirituales. Enrique tenía armas reales, oro y ejércitos … pero calló en la trampa. Convocó un concilio por su cuenta, con los obispos y cardenales de su elección, en Worms, destituyendo a Gregorio como autoridad máxima. “Enrique, emperador por la gracia de Dios”, contestó a Gregorio, “dice que Hildebrand no es papa sino un mentiroso monje. ¡Abandona el trono de Pedro! ¡Fuera!”. Gregorio no hizo nada; solamente esperó. 

En su impaciencia de juventud (Enrique tenía menos de 20 años), el emperador romano envió a un sacerdote llamado Rolando para enfrentarse a Gregorio en Roma y en todas partes. En la basílica Laterana se dirigió al papa, que estaba rodeado de todos sus obispos, “Los obispos de mi Señor aseguran que este hombre no es el papa. Es un lobo hambriento. Venid conmigo, obispos, a Alemania. Nuestro gracioso emperador os dará un nuevo papa”. Aquella fue la culminación de la equivocación del emperador Enrique IV. La historia ha puesto un velo sobre lo que le hicieron al enviado Rolando. 

Gregorio excomulgó a todos y cada uno de los que se asociaron con Enrique. Sobre éste puso un “contrato” (en términos mafiosos actuales) especial: nadie podría asociarse con Enrique ni aliarse bajo ningún concepto. Lo que ocurrió a continuación era de esperar en aquellos días duros en que la vida era barata: cada noble, al comprar una nueva espada, la probaba en el cuello de algún sirviente, mientras pensaba que las propiedades de Enrique podían pasar a su poder utilizándola contra él. El mundo de Enrique se estremeció y se agitó, según quedó escrito por un cronista. 

            El problema de Enrique venía del Sur, pero estaba cogido entre dos espadas: los nobles y las tribus del Norte de su Imperio empezaron a agitarse. Sus obispos empezaron a sentirse amenazados: poco a poco, empezaron a abandonar a Enrique y solicitar el perdón de Gregorio. 

Llegaban peores noticias. Gregorio anunció: “Iremos en persona a Alemania, para restablecer el orden de la Iglesia”. Enrique comprendió, montó en su caballo y partió en dirección Sur. Para cuando cruzaba los Alpes, Gregorio había llegado a Mantua. Sospechando que Enrique podría alcanzarle y matarle, se refugió en el castillo de triple muralla de Canossa, perteneciente a Matilda. Pero Enrique subió hacia allí, a pesar del duro invierno, dejó sus tropas a una respetables distancia y, el 25 de enero de 1077, comenzó su vigilia de tres días y tres noches en el exterior, soportando muy bajas temperaturas. Sus súplicas y gemidos solamente eran interrumpidas por la llegada de más y más obispos desde Alemania, Francia e Italia, todos pidiendo perdón al hombre que ahora está asomado a la ventana del piso más alto de Canossa. 

Cuando el 28 de enero Gregorio, finalmente, admitió al congelado Enrique en el castillo y le perdonó, llevó la situación a la más alta cumbre de la teatralidad. Enrique tendría ahora que obedecerle en todo, absolutamente en todo, estipuló Gregorio. Durante la siguiente misa, con un miserable Enrique a su lado, Gregorio tomó el pan (el cuerpo de Cristo, para todos los creyentes de entonces), lo partió en dos porciones, tendió uno de los trozos a Enrique, acercando el otro pedazo a sus propios labios “Declaramos, mi Señor Emperador, que somos inocentes de todas nuestras equivocaciones. Si mentimos en este momento, que el sagrado pan nos asfixie provocándonos la muerte aquí y ahora”. Gregorio tragó su pedazo, entre los gemidos y gritos de los congregados. Solo entonces comprendió Enrique que las armas espirituales de Gregorio eran mucho más potentes que sus ejércitos y todo su poder imperial. 

Pero la sonora victoria de Gregorio estaba vacía y no duró mucho. Enrique, tan pronto se vio de vuelta en sus tierras, congregó a los más rebeldes de sus súbditos, reunió sus fuerzas e invadió Italia. Sitió Roma cuatro veces. Gregorio terminó como un refugiado con unos pocos seguidores en el mausoleo prohibido de Adriano, el castillo del Santo Ángel. El mundo exterior había comprendido, finalmente, dónde quería llegar Gregorio y lo que intentaba conseguir. Él pudo romper el sistema de gobierno feudal anterior, pero no pudo imponer su propia monarquía espiritual. En lugar de esto, solamente consiguió agitar las mentalidades de sus contemporáneos, que comenzaron a pensar que quizá había otros medios de gobierno, tanto para la religión como para la vida civil. Sobre Gregorio descargaron epítetos abuso y calumnia. “Aliado de Satán”… “Enemigo de la Iglesia”… “Falso papa”. 

Afortunadamente, Gregorio fue rescatado por sus aliados Normandos (que, en el proceso, saquearon, quemaron, etc. la Roma de Gregorio) y le condujeron al exilio en Salerno, donde murió el 25 de mayo de 1085. “Yo he amado la rectitud y odiado la iniquidad y la injusticia”, las últimas palabras de Gregorio fueron tomadas de la Biblia, “a pesar de lo cual, muero en el exilio.” 

Pero, aunque personalmente Gregorio falló, sus actuaciones cambiaron para siempre su mundo. Enterró la noción de “República Cristiana” bajo conceptos como Privilegio y Casta. Desde entonces se establecieron el dogmatismo y el dominio clerical que, necesariamente, provocó la ruptura de la Cristiandad. No hay monumento alguno a Gregorio ni a su memoria en Roma. Pero la emergencia de conceptos como “estados” y “naciones”, la creación de la cancillería papal, que ha sobrevivido a otras cancillerías son, realmente, monumentos a Gregorio. Solamente un texto de quince palabras queda como recuerdo del paso de Gregorio por Roma, pero él preparó las circunstancias que dieron lugar a millones de palabras escritas por los reformistas del siglo XVI. Sin el paso por la historia de Gregorio, Martin Lutero habría quedado como un monje oscuro, de moral dudosa, de retorcida sicología y teología bizarra, porque los intentos de Gregorio de universalizar la autoridad romana, produjeron la exaltación de los espíritus locales por todas partes. Tardaron cuatro siglos en tomar forma y fuerza pero, una vez brotados, harán pedazos la jerarquía absolutista de Roma. 

Gregorio también influyó en un cambio importante para el papado. En menos de un siglo a partir de su muerte, su imperialismo clerical habrá separado muy claramente el clero de los laicos. Para la fecha del fallecimiento del papa Inocencio III, en 1216, el papado estaba organizado como una monarquía, servido por su propia cancillería, una “Curia” completa, con ministerios de asuntos exteriores y de asuntos interiores, un departamento financiero, una escuela de diplomáticos, una escuela que enseñaba la ley romana, un control organizado y permanente, ejercido desde Roma, sobre obispos, abades, catedrales, seminarios, monasterios y parroquias, así como la aparición definitiva de los Cardenales como el colegio de consejeros poderosos que decidían sobre materias importantes, elegían nuevo papa (exclusivamente ellos) y aseguraban la continuidad de la política papal de pontificado en pontificado. La idea de Gregorio de una monarquía papal limitada a su organización jerárquica, se había realizado por completo. Los estados papales en Italia, una sustanciosa parte del centro del país, estaban ahora firmemente en manos de los papas. Fue dentro de esta nueva Curia Romana donde se gestó el mecanismo del Cónclave. 

En menos de un centenar de años, el poder político y militar de Alemania se fue desvaneciendo, mientras que los de Francia, Inglaterra, España, Sicilia y los de varios estados del Norte de Italia crecían y se hacían mayores. Las elecciones de papa comenzaron a ser materia de disputa entre las distintas facciones clericales que representaban los intereses de los poderes locales que emergían en las ciudades-estado de Europa. 

Mientras estas fuerzas se disputaban la influencia en la elección de papa, la legislación acerca del proceso electivo todavía se estaba refinando. En 1059, Nicolás II decretó que solamente los obispos cardenales podían ser los electores de papa; el bajo clero y el pueblo solamente aclamarán al candidato elegido. También estableció que, si la moralidad de Roma fuese mala o intolerable, la elección se celebraría en cualquier monasterio, convento, iglesia, etc. que estuviera a las afueras de la ciudad. 

Nicolás arremetió, así mismo, contra el pecado cotidiano de simonía: la simonía, la compra y venta del papado y otros eclesiásticos oficios con dinero o por dinero: “Si alguien intenta obtener su propia elección por medio de dinero, por intervención de algún poderoso o por la fuerza de las armas, sin la pacífica y canónica elección y la bendición de los cardenales … que sea anatemizado.” 

Incluso las autoridades romanas municipales (cónsules, senadores y pueblo) quedaban fuera de su antiguo poder de elección, decretando en 1145 que nadie (ni un elegido por ellos) podía aceptar el oficio de papa. Y, en 1159, en el Sínodo Laterano, Alejandro III dio forma legal a algunos detalles más: solamente cardenales podrían ser electores de papa; para ser elegido, un candidato debía recibir dos tercios de los votos del Colegio de Cardenales completo. El candidato elegido no necesitaba pertenecer a la diócesis de Roma ni ser ciudadano Romano ni siquiera ser Cardenal. 

En principio, el título de Cardenal solamente significaba ser “Cardenal del Señor”. El título de “reverendísimo” se les añadió posteriormente. El papa Inocencio IV (1243-1254) instituyó el capelo rojo como símbolo del oficio y de los deberes de Cardenal. Se escogió el rojo como color emblemático de los Cardenales porque, como líderes de la Iglesia, los Cardenales debían estar dispuestos a entregar su sangre por la fe. El papa Urbano VIII, en 1623, decidió que todos los Cardenales fueran tratados de “Eminencia” o de “Eminentísimo”. 

 El número de Cardenales se incrementó considerablemente después del siglo XII. Entre los años 1200 y 1431, los 36 papas crearon 540 Cardenales en total. Entre los años 1431 y 1794, los 45 papas ordenaron a 1.275 Cardenales. Algunos papas (Celestino IV, Clemente IV, Inocencio V, Alejandro V, León XI) no crearon ningún Cardenal. Otros, como Honorio IV (1285) solamente crearon uno. El papa Adriano VI, un holandés, estaba tan en desacuerdo con Roma y los extranjeros, que hizo Cardenal solamente a su íntimo amigo Enkevoirt. Pero la mayoría de los papas ordenaron Cardenales varias veces durante su pontificado. Antes de llegar al siglo XX, la mayor cantidad de Cardenales se debió a Urbano VIII (74 Cardenales entre 1623 y 1643), Pío VI (73 ordenados entre 1775 y 1794) y Clemente XI (70 Cardenales entre 1703 y 1720). Pero hasta febrero de 1965, el número de Cardenales en cualquier momento solía ser de unos 70. Este número en particular se eligió en memoria de aquellos 70 antiguos escolares de Alejandría que fueron, según la Tradición, los traductores de la Biblia Hebrea al Griego. En 1965, el papa Pablo VI elevó este número a 101 y, en 1976, sin contar los que fallecieron en estos años, Pablo había subido de nuevo el número de Cardenales a 136. 

En manos de los Cardenales, la corte papal y su administración se convirtió en una enorme burocracia tan opresiva, a veces, como cualquier burocracia lo pueda ser, con la malicia añadida que parece inherente a la clase clerical. Un poema del siglo XIII pregona que la verdad y el amor a Cristo ya no pueden encontrarse en “la Curia Romana con sus condenas fulminantes … sus juicios sin piedad, sus sentencias opresivas, su oro, su lujo…”. 

Los Cardenales eran sagrados, santos, profanos, educados, ignorantes, mundanos, ridículos, arrogantes, impíos, etc. Refiriéndose al Colegio de Cardenales en los comienzos del siglo XV, un cronista llamado Antonio Baudino escribe que “eres elegido cardenal salvo que expreses alguna creencia falsa o herética acerca de la doctrina de la Iglesia”. Los ordenados como Cardenales, representaban todo un muestrario desde los mayores errores humanos hasta las inteligencias más preclaras. De las mejores cualidades humanas hasta las maldades más profundas. El Cardenal Roberto de Génova era un experto en tácticas de movimientos de lanceros, marchando a la cabeza de un contingente de esta arma al otro lado de los Alpes, masacrando a todo hombre, mujer o niño que encontró en la ciudad de Cesena, Italia, contabilizando un total de 6.000 muertes. El Cardenal más responsable del crecimiento del protestantismo en Inglaterra, en Alemania y en Suiza, fue el Cardenal Richelieu, que no se preocupó por el terrorismo y el canibalismo que se produjeron durante la Guerra de los Treinta Años, que él mismo fomentó, y que murió, como hizo constar en diversas ocasiones, convencido de que era un caballo (¡!). 

A través de los siglos, ha habido una serie de Cardenales de profundos estudios, de muy alta reputación, hombres de inteligencia, que trabajaron oscuramente, en la sombra, y cuyos nombres nunca se mencionan. En su lugar se recuerda a César Borgia, hermano de Lucrecia, hijo del papa Alejandro VI. César era como un toro humano, que siempre llevaba una máscara para ocultar la deformidad de su cara (sin duda producida como secuela de una enfermedad venérea). Se jactaba de poder decapitar a un toro con un solo golpe de su espada. Tenía empleado a un asesino para su uso personal, Don Michelotto.

César se definía a sí mismo como bisexual. Asesinó a su hermano (otro hijo de Alejandro VI) e hirió sin piedad hasta la muerte al muchacho favorito de Alejandro, cubierto con la capa papal de éste, mientras Alejandro imploraba con lágrimas a César que le perdonara la vida. Fue ordenado Cardenal por Alejandro, pero con la dispensa especial de poder casarse (convenientemente) con Carlota, hija del rey de Navarra. Cuando repudió a su esposa, tuvo varias amantes y terminó sus días en una mazmorra española. César Borgia es el único hombre conocido a quien dedicó su autor, un doctor español, muy agradecidamente, su libro sobre la sífilis (“Tractatus contra Pudengarda”), con el permiso de César. Éste había ayudado a encontrar nuevos remedios contra estas enfermedades en sí mismo; el doctor anotó agradecido, en la dedicatoria “en Su Persona, la humanidad ha tenido la oportunidad de encontrar una cura para esta enfermedad.” 

La nacionalidad de los Cardenales estuvo restringida, por un largo periodo de tiempo, a Europeos del Sur y a Italianos en particular. Excepto durante los 80 años que los papas residieron en Avignon, Francia, en que la mayoría de los Cardenales fueron franceses, los italianos fueron el bloque preponderante en el colegio de Cardenales hasta el siglo XX. Junto a la preponderancia italiana, desde el siglo XV se mantuvo un número significativo y permanente de Cardenales franceses, alemanes, españoles, portugueses y austríacos, así como, en algunas ocasiones, se incluyó un número limitado de holandeses, húngaros, ingleses, raramente algún griego, algún oriental, un africano o alguien de Oriente Medio. Solamente al llegar al siglo XX el Colegio Cardenalicio se hizo realmente internacional. 

Durante el siglo XII, la técnica de elección papal evolucionó hacia una forma más refinada. Tan pronto como dicha elección llegó a ser competencia de un reducido número de electores y no de una asamblea popular, se compuso de dos fases: la tractatio (presentación general) que era un periodo de tiempo durante el cual se nombraban los distintos candidatos y se describían sus cualificaciones, seguida de la deliberatio (debate) en la que cada facción argumentaba cada caso. La elección terminaba con la consiguiente votación que, efectuada por los pocos electores, cada uno de los cuales se significaba de palabra y a mano alzada (ore et manu). En el 1059, cuando Nicolás II fue designado, había solamente siete electores. 

En contraste, en 1136, hubo 50 electores para el nombramiento de Inocencio II. Con el incremento del número de electores, se hizo necesario establecer la elección por medio de votos escritos y un cuidadoso “escrutinio” comprobado y vigilado por representantes de las distintas facciones, para evitar engaños. 

Al aumentar la magnitud de las elecciones papales para escoger a un candidato y con el establecimiento de que fueran necesarios los dos tercios de la asamblea como mínimo, creció la dificultad de completar la elección de un hombre. Cada vez más, las elecciones papales se convirtieron en un microcosmos en el que los príncipes europeos batallaron entre sí, a través de sus propios cardenales, para conseguir la designación del candidato que les interesaba. Otro factor importante surgió a comienzos del siglo XIII: el mayor propietario de tierras en Europa era el papa; las partes más importantes de Europa estaban sometidas al papa o pertenecían a él. El tenía poder sobre el soporte militar y las lealtades políticas, determinando quiénes gobernarían en estos estados, además de fijar sus contribuciones financieras a la Iglesia. Lo más importante era que los hombres y mujeres de la época no conocían otro medio de determinar un gobierno legítimo salvo sometiéndolo a la aprobación del hombre que era el obispo de Roma y que decía, sin cesar, que era el sucesor de San Pedro y el Vicario de Jesús en la tierra. De su voluntad dependían el orden civil y la legitimidad de sus leyes. 

Además de esto, el papa tenía armas espirituales (y sicológicas) que podía usar contra sus enemigos cuando era necesario. Podía excomulgar individuos y comunidades enteras, de manera que podían quedar sin el perdón de los pecados y sin la posibilidad de recibir sacramentos. El papa podía poner “fuera de la ley” una ciudad entera, un país entero, si consideraba que era necesario: el resto de los cristianos tenían prohibido cualquier contacto con los señalados, ni siquiera en casos de necesidad, sin su propia autorización. Cualquier transacción era ilegal, cualquier comercio quedaba invalidado por la ley. Era la versión eclesiástica de los antiguos métodos romanos para castigar criminales: negarles “fuego, agua, pan y techo”. Nadie podía sobrevivir a esta situación. Todos los gobernantes deseaban tener control o influencia sobre el hombre que se sentaba en el trono de Pedro en Roma, cuyos cardenales eran sus príncipes por derecho propio. Estas circunstancias tan especiales (el dominio del papa sobre el poder terrenal, su influencia espiritual exagerada, así como la irreconciliable lucha entre estos dos poderes) inevitablemente llevó a buscar una nueva forma de elección del Obispo de Roma: el cónclave. Nada ilustra mejor hasta dónde llegó la aparición del cónclave como la descripción de la vida de ciertos papas. 

 


Toda la documentación utilizada en esta página está basada en la obra "The decline and fall of the roman church" (1981) del escritor y sacerdote Malachi Martin, en la traducción al castellano de Ignacio Solves.