El Dueño y Señor del Mundo
Arriba, sobre la
cordillera de los Apeninos, en Italia, hay un lugar aislado que se llama
Monte Cenis. Su cumbre plana está a casi a 700 m sobre el nivel del mar,
quedando a mitad de camino de una línea imaginaria dibujada entre las
dos orgullosas ciudades de Parma y Módena. Los emperadores romanos
construyeron una fortaleza en este punto. Aníbal invadió Italia desde
aquí.
Los lombardos, una
tribu germana de conquistadores, construyeron también aquí una fortaleza
que, siglos después, los condes de Toscana (lombardos) ampliaron y
reforzaron, elevaron aún más sus torres y murallas coronándolas con
torretas defensivas, estrecharon las ventanas de las plantas inferiores,
rodeándola con fosos, puentes levadizos y portalones. Este castillo de
Canossa, como ellos lo llamaban (de una palabra lombarda que significa
“cubil”), era inexpugnable hasta que apareció la pólvora de cañón.
Siempre con vientos fuertes, en invierno quedaba oculto por las nubes y
los caminos de acceso normalmente se helaban. En verano, era una atalaya
de vigilancia que permitía ver (y ser visto) a millas de distancia. Del
25 al 28 de enero de 1077, Canossa fue testigo y sufrió de un asedio
como el mundo nunca antes había visto y probablemente nunca verá.
La triple muralla de
este castillo brillaba por la cantidad de hombres armados que contenía.
Caballeros completamente armados, arqueros y ballesteros, hombres con
mazas, calderos de humeante aceite hirviendo, piedras y piedras
apiladas, antorchas y flechas incendiarias preparadas para ser
utilizadas. El clima es frío, ventoso, con algunas lluvias que
arreciaban con el viento, el cielo oscuro por todas partes. Canossa
queda por encima de las nubes y de la neblina. Nada puede verse más
abajo desde la fortaleza.
Las ventanas
superiores están llenas de caras que pertenecen a caballeros armados y
damas enjoyadas, todos hablando entre sí en una mezcla de bajo latín,
lombardo, alemán y en un griego que ni siquiera Demóstenes podría
comprender. Todos los ojos están puestos y todos los dedos señalan a la
figura de un hombre que permanece en la parte exterior de los
portalones.
Es un hombre joven,
de estatura mediana, que viste la armadura de un caballero, cubierta por
una capa marrón descolorida, que tiene a su lado la espada, el casco y
el escudo. Su cara y sus manos están azuladas por el frío. Su cabeza
solamente lleva una estrecha cinta de oro que solamente los reyes
utilizan, porque es el Sagrado Emperador romano, Enrique IV de la
familia germana Salian. En estos momentos es el gobernante más poderoso
de la Europa que comprende desde Irlanda a Constantinopla, desde Noruega
al Norte de África. Continuamente levanta sus brazos, hablando y
gritando, llorando a veces, diciendo cada cinco palabras cosas como
“perdón”, “arrepentimiento”, “piedad” o “penitencia”. Él ha llegado aquí
la mañana del 25 de este enero y, prácticamente desde entonces, mantiene
los ojos fijos en las ventanas de Canossa, especialmente en una.
En esa ventana en
particular, suele aparecer el mismo grupo de personas, pero dos de ellas
salen y se ocultan a veces. Una es una dama de unos treinta y dos años
de edad, graciosa más que bella, que viste ropajes e insignias propias
de la nobleza. Es Matilda, condesa de Toscana, una dama lombarda por
nacimiento, propietaria y gobernante exclusiva de una extensa parte de
la Italia central, del Adriático en el Este, al Mediterráneo en el
Oeste. Su esposo, Godofredo el Jorobado, que vivió unos años en poder de
sus enemigos en Alemania, fue asesinado hace un año. Ahora Matilda, que
no tiene hijos, gobierna sola de forma absoluta. Junto a ella, la otra
persona que aparece junto a Matilda en la ventana, es un hombre estrecho
de hombros, alto, con cara de asceta. Alrededor de sus hombros una capa
escarlata. En el dedo índice de su mano derecha el anillo con la cruz:
el anillo del pescador. Sobre su cabeza la tiara de los papas. En
efecto; es el papa Gregorio VII.
Gregorio nació hace
52 años atrás, hijo de un carpintero lombardo llamado Bonaparte
(Napoleón y Gregorio tuvieron el mismo apellido, la misma nación de
origen y el mismo origen étnico). Su nombre real era Hildebrand (o
Ildebrand, o Yldebrand, que de las tres formas lo escribía Gregorio) que
de muchacho llegó a monje de Cluny, donde aprendió disciplina, orden, el
celibato, organización y autoridad centralizada. De allí salió fanático,
devoto de la religión, y sirvió como ministro a cinco papas y, como
hombre de confianza, a tres de ellos. La mayoría de estos papas eran
monstruos a sus ojos, como también lo eran a los ojos de cualquier
persona civil.
El papa Alejandro II
murió el 10 de abril de 1073 y era el último de media docena de papas
que intentaron reformar la Iglesia sin conseguirlo. El mismo día, con el
cuerpo de Alejandro aún insepulto en la basílica Laterana, sin esperar
la aprobación del emperador germano (Enrique IV), los cardenales
eligieron a este fiero Hildebrand de mente de tiburón como papa Gregorio
VII, para que lo aclamaran los romanos. Los mismos romanos dijeron más
tarde que Gregorio y sus amistades habían comprado el puesto con oro.
No importa. Ahora
era papa y tenía exactamente 12 años, un mes y 26 días de vida por
delante. Durante este tiempo provocó en Europa una guerra que habría de
producir más muertes y ciudades destruidas que toda la guerra de los
Treinta Años. Gregorio mantuvo su estrecha mentalidad en todas sus
estrategias y cambió definitivamente el pensamiento de sus
contemporáneos, hasta hacerles pensar en términos de “estado” y
“nación”, lo que le hizo realmente original a los ojos de algunos
historiadores.
Por supuesto, nada
de esto era la intención de Gregorio. Él tenía un gran propósito que,
visto desde nuestro tiempo, no tenía más remedio que fallar. Quiso
realizar en unos pocos años algo que debía llevar siglos (o un milagro)
en completarse.
Algunas cosas
estaban a su favor. La corrupción de Roma a través del reinado de seis
papas había producido un profundo cambio entre las familias y facciones
de cardenales, obispos, sacerdotes y familias de nobles. Gregorio
intentó corregir todo esto ayudado por Matilda, la persona más poderosa
de Italia en aquellos momentos. Nunca antes y nunca después en la
historia del papado se produjo una alianza entre un papa y una mujer
joven, enérgica y poderosa, manteniéndose codo con codo en un proyecto
que sacudiría al mundo (ni siquiera los enemigos de Gregorio se
atrevieron a intentar ganarse a Matilda como aliada en contra del éste).
Era el propio espíritu de aquellos tiempos lo que hacía casi posible su
plan. La humanidad occidental de entonces no podía imaginar la vida sin
Roma, sin un papa, sin religión. Iglesia, papa y religión, representaban
los más altos ideales de esos tiempos para todos los hombres y mujeres.
El mundo de Gregorio
estaba dominado por la Iglesia y los Sagrados Emperadores Germanos. Lo
espiritual y lo temporal unidos. El papa es el monarca de lo espiritual.
El emperador lo es de lo temporal y terrenal. Las relaciones entre los
dos pasaron por altibajos y variaciones, papa y emperador intentando
invadir el terreno del otro, pero se mantuvieron aproximadamente iguales
en poder, compartiendo su ascendiente sobre toda la humanidad del mundo
conocido. El gran proyecto de Gregorio fue poner el poder temporal,
todo el poder temporal, bajo su poder espiritual propio. Fue un
intento tan simple como imposible. Todavía se conservan los 27
principios del papa Gregorio, algunos de los cuales son horribles:
-
El
papa es el único que puede utilizar la insignia imperial.
-
El
papa es el único que puede ofrecer su pie para que lo besen los
príncipes.
-
El
papa es el único que puede deponer emperadores y reyes.
-
El
papa no puede ser juzgado por nadie.
-
El
papa puede perdonar y liberar a sujetos que hayan sufrido la injusticia
de un gobernante.
-
Su
título, Papa, es único para todo el mundo.
Antes de persuadir al emperador de lo justo de esta propuesta, Gregorio
tuvo que salvar tres obstáculos primarios. En aquellos tiempos, el papa
mantenía sus propiedades pero los obispos habían sido debilitados por un
ingenioso sistema denominado “investidura”. Reyes, príncipes, nobles,
gobernantes (hombres o mujeres) habían adquirido, a través de siglos, el
llamado “derecho” para nombrar obispos, abades y sacerdotes, en
beneficio de sus intereses o el de sus estados. Europa Occidental estaba
dotada de una organización eclesiástica sometida al control de los
gobernantes locales. El clérigo o laico que era señalado para este
“beneficio”, naturalmente se convertía en la criatura del gobernante,
tanto en materia espiritual como terrenal. Gregorio se propuso acabar
con la costumbre de las investiduras y recobrar la autoridad de Roma en
estos asuntos.
Los dos siguientes
obstáculos surgieron de la propia investidura. Los gobernantes locales
eran mucho más fácilmente comprables que los papas. Cada hombre tenía su
precio. Obispos y abades, normalmente, compraban su obispado o abadía.
Sabemos de unos 40 papas que compraron su carrera hacia el papado. Como
el primer hombre que intentó comprar poder espiritual con dinero se
llamó Simón Magus, la práctica de comprar posiciones o puestos
eclesiásticos, se llama desde entonces simonía. Gregorio se
propuso acabar con la simonía.
Junto a la cuestión
de la simonía estaba la del celibato clerical. Por toda Europa
Occidental, la mayoría de los predicadores estaban casados. La simonía
estaba muy ligada a los sacerdotes casados, porque un hombre con esposa
o amante, hijos y puede que nietos, necesitaba manutención y “status”
para todos, lo que facilitaba la práctica de la simonía si era necesario
para sus necesidades. Un obispo casado que hubiera comprado su vida,
naturalmente se sentía mucho más obligado a su benefactor que al papa.
Tan pronto como
Gregorio fue papa, estableció los preparativos para abolir la
investidura laica, la simonía y el matrimonio clerical. Convocó un
primer concilio de obispos en Roma en 1074. Con la condesa Matilda
sentada a su lado, depuso a todos los clérigos casados o acusados de
simonía.
Roma representaba
para él un problema particular. Sesenta laicos llamados “mansionarii”
guardaban la basílica de San Pedro. Cada día se investía un cardenal que
decía misa ante peregrinos que llegaban, recogía las ofrendas y
donaciones monetarias de los mismos y vivían suntuosamente. Preparaban
orgías sexuales en los escalones de la basílica, junto a sus esposas,
hijos, amantes y a las prostitutas callejeras. Gregorio los expulsó de
su organización con gran énfasis. Pero estos hombres depuestos, sus
vastas familias, amigos y asociados, se unieron al importante grupo de
enemigos de Gregorio, tanto en Roma como en el exterior. Con sus
decretos iniciales sobre simonía y casamiento, había producido una ola
de horror a través de toda la Europa de entonces. El clamor contra
Gregorio recorrió el continente como un “aullido de lobos heridos”,
según quedó escrito.
Sus enemigos
intentaron secuestrarle y asesinarle. El día de Navidad de 1075,
Gregorio estaba diciendo misa en la basílica de Santa María la Mayor,
rodeado de cardenales y clérigos, en presencia de una gran congregación.
Cuando comenzaba a leer los Evangelios, las puertas se abrieron para dar
paso a Cencio, gobernador de Roma, y a sus conspiradores aliados,
armados y con las espadas en la mano. Llegaron hasta el altar, cogieron
a Gregorio por el cabello, le golpearon las piernas y le arrastraron
escaleras abajo, le montaron sobre un caballo y galoparon hasta las
propiedades del gobernador. Durante toda la noche, Cencio, sus hermanas
y sus amigos torturaron a Gregorio y se burlaron de él. Por la mañana,
un nutrido grupo de ciudadanos romanos atacaron la casa de Cencio y
liberó a Gregorio, llevándole a Santa María la Mayor. Una vez allí,
Gregorio retomó la lectura de los Evangelios donde se había quedado y
finalizó la misa.
Sin acobardarse,
Gregorio convocó un segundo concilio en el que prohibió, bajo las
mayores penas y castigos, la investidura de cualquier clérigo por un
gobernante laico, desde el emperador hasta la más pequeña villa.
Ahora bien; una cosa
era prohibir la compra (o venta) de abadías u obispados. Forzar una ley
que obligaba al celibato a los clérigos, era otra cosa. Pero impedir que
los gobernantes de Europa pudieran investir a sus clérigos locales, para
hacerles sus siervos, fue golpear directamente la estructura feudal en
sí misma, el único sistema que Europa conocía hasta entonces. Aquello
era liberar el enorme poder de la Iglesia y sustraerlo del control de
reyes y príncipes. Las revueltas contra Gregorio bullían por todas
partes.
Entre estos dos
concilios, Gregorio trabajó duramente para preparar los soportes
necesarios a este nuevo sistema de gobierno internacional. Gregorio veía
al mundo temporal sin importancia alguna, como la parte exterior de la
Iglesia de Cristo. Incluso hoy, con nuestra mentalidad
“internacionalista”, todavía encontramos demasiado atrevida la intención
de Gregorio, casi fantástica, si no utópica. Dada la fe reinante en
aquellos días, podría haber tenido éxito si hubiera presentado sus
intenciones de reforma sin pensar en sí mismo. Pero Gregorio pertenecía
a aquel mundo y tenía que pensar en su propia protección. “Maldito
sea el hombre”, declaró, “que envaine su espada manchada de
sangre.”
Por supuesto,
Gregorio no intentó la reforma por el camino más corto y seguro de
conseguir sus nobles deseos, haciendo que la Iglesia y los clérigos de
todos los niveles devolvieran sus adquisiciones mundanas a sus
propietarios anteriores y dirigieran sus mentes hacia las materias que
Jesús les había encargado. Como hizo Pedro. Como Ponciano había hecho.
No. Gregorio dijo que todas las pertenencias y cosas mundanas debían
pertenecer a la Iglesia y a su papa. Europa entera se revolvió
contra él.
En sus cartas (se
conservan cientos de ellas) Gregorio dejó claro que todas y cada una de
las naciones de Europa Occidental tenían que ser sus vasallos. Gregorio
no dijo que se devolvieran solamente las propiedades de la Iglesia. El
escribió que Bohemia era del papa, así como Rusia, Hungría, España,
Córcega, Cerdeña, Dalmacia y Croacia (Yugoslavia), Polonia,
Escandinavia, Alemania, Inglaterra, Irlanda, Francia, Italia. ¡Todas!
Más adelante,
Gregorio propuso la creación, por su parte, de un único y enorme
ejército europeo, para atacar y expulsar a los Normandos (Vikingos),
Griegos y Musulmanes, empujar la frontera oriental hasta más allá de
Constantinopla y, finalmente, destruir el Califato Musulmán, para
conquistar Jerusalén y el Norte de África. Él mismo se pondría al frente
de este ejército. Incluso aunque reclutó 50.000 italianos y de más allá
de los Alpes, y los instaló al Sur de Roma, su proyecto militarista
quedó en nada. Por aquel entonces el emperador Enrique IV se movía y,
además en trayectoria de colisión con Gregorio.
Enrique, desoyendo
las prohibiciones del papa Gregorio, continuaba invistiendo clérigos con
sus tierras y propiedades. Gregorio dirigió una carta imperiosa al
emperador exigiéndole el reconocimiento de que estaba cometiendo un
grave pecado al desobedecerle. Más adelante, le exigía también su
arrepentimiento y confesión por escrito, con el visto bueno de un obispo
que el propio Gregorio designara. La trampa de Gregorio era clara:
intentaba ganar por medio de armas espirituales. Enrique tenía armas
reales, oro y ejércitos … pero calló en la trampa. Convocó un concilio
por su cuenta, con los obispos y cardenales de su elección, en Worms,
destituyendo a Gregorio como autoridad máxima. “Enrique, emperador
por la gracia de Dios”, contestó a Gregorio, “dice que Hildebrand
no es papa sino un mentiroso monje. ¡Abandona el trono de Pedro! ¡Fuera!”.
Gregorio no hizo nada; solamente esperó.
En su impaciencia de
juventud (Enrique tenía menos de 20 años), el emperador romano envió a
un sacerdote llamado Rolando para enfrentarse a Gregorio en Roma y en
todas partes. En la basílica Laterana se dirigió al papa, que estaba
rodeado de todos sus obispos, “Los obispos de mi Señor aseguran que
este hombre no es el papa. Es un lobo hambriento. Venid conmigo,
obispos, a Alemania. Nuestro gracioso emperador os dará un nuevo papa”.
Aquella fue la culminación de la equivocación del emperador Enrique IV.
La historia ha puesto un velo sobre lo que le hicieron al enviado
Rolando.
Gregorio excomulgó a
todos y cada uno de los que se asociaron con Enrique. Sobre éste puso un
“contrato” (en términos mafiosos actuales) especial: nadie podría
asociarse con Enrique ni aliarse bajo ningún concepto. Lo que ocurrió a
continuación era de esperar en aquellos días duros en que la vida era
barata: cada noble, al comprar una nueva espada, la probaba en el cuello
de algún sirviente, mientras pensaba que las propiedades de Enrique
podían pasar a su poder utilizándola contra él. El mundo de Enrique se
estremeció y se agitó, según quedó escrito por un cronista.
El problema de Enrique venía del Sur, pero estaba cogido entre dos
espadas: los nobles y las tribus del Norte de su Imperio empezaron a
agitarse. Sus obispos empezaron a sentirse amenazados: poco a poco,
empezaron a abandonar a Enrique y solicitar el perdón de Gregorio.
Llegaban peores
noticias. Gregorio anunció: “Iremos en persona a Alemania, para
restablecer el orden de la Iglesia”. Enrique comprendió, montó en su
caballo y partió en dirección Sur. Para cuando cruzaba los Alpes,
Gregorio había llegado a Mantua. Sospechando que Enrique podría
alcanzarle y matarle, se refugió en el castillo de triple muralla de
Canossa, perteneciente a Matilda. Pero Enrique subió hacia allí, a pesar
del duro invierno, dejó sus tropas a una respetables distancia y, el 25
de enero de 1077, comenzó su vigilia de tres días y tres noches en el
exterior, soportando muy bajas temperaturas. Sus súplicas y gemidos
solamente eran interrumpidas por la llegada de más y más obispos desde
Alemania, Francia e Italia, todos pidiendo perdón al hombre que ahora
está asomado a la ventana del piso más alto de Canossa.
Cuando el 28 de
enero Gregorio, finalmente, admitió al congelado Enrique en el castillo
y le perdonó, llevó la situación a la más alta cumbre de la teatralidad.
Enrique tendría ahora que obedecerle en todo, absolutamente en todo,
estipuló Gregorio. Durante la siguiente misa, con un miserable Enrique a
su lado, Gregorio tomó el pan (el cuerpo de Cristo, para todos los
creyentes de entonces), lo partió en dos porciones, tendió uno de los
trozos a Enrique, acercando el otro pedazo a sus propios labios “Declaramos,
mi Señor Emperador, que somos inocentes de todas nuestras
equivocaciones. Si mentimos en este momento, que el sagrado pan nos
asfixie provocándonos la muerte aquí y ahora”. Gregorio tragó su
pedazo, entre los gemidos y gritos de los congregados. Solo entonces
comprendió Enrique que las armas espirituales de Gregorio eran mucho más
potentes que sus ejércitos y todo su poder imperial.
Pero la sonora
victoria de Gregorio estaba vacía y no duró mucho. Enrique, tan pronto
se vio de vuelta en sus tierras, congregó a los más rebeldes de sus
súbditos, reunió sus fuerzas e invadió Italia. Sitió Roma cuatro veces.
Gregorio terminó como un refugiado con unos pocos seguidores en el
mausoleo prohibido de Adriano, el castillo del Santo Ángel. El mundo
exterior había comprendido, finalmente, dónde quería llegar Gregorio y
lo que intentaba conseguir. Él pudo romper el sistema de gobierno feudal
anterior, pero no pudo imponer su propia monarquía espiritual. En lugar
de esto, solamente consiguió agitar las mentalidades de sus
contemporáneos, que comenzaron a pensar que quizá había otros medios de
gobierno, tanto para la religión como para la vida civil. Sobre Gregorio
descargaron epítetos abuso y calumnia. “Aliado de Satán”… “Enemigo
de la Iglesia”… “Falso papa”.
Afortunadamente,
Gregorio fue rescatado por sus aliados Normandos (que, en el proceso,
saquearon, quemaron, etc. la Roma de Gregorio) y le condujeron al exilio
en Salerno, donde murió el 25 de mayo de 1085. “Yo he amado la
rectitud y odiado la iniquidad y la injusticia”, las últimas
palabras de Gregorio fueron tomadas de la Biblia, “a pesar de lo
cual, muero en el exilio.”
Pero, aunque
personalmente Gregorio falló, sus actuaciones cambiaron para siempre su
mundo. Enterró la noción de “República Cristiana” bajo conceptos como
Privilegio y Casta. Desde entonces se establecieron el dogmatismo y el
dominio clerical que, necesariamente, provocó la ruptura de la
Cristiandad. No hay monumento alguno a Gregorio ni a su memoria en Roma.
Pero la emergencia de conceptos como “estados” y “naciones”, la creación
de la cancillería papal, que ha sobrevivido a otras cancillerías son,
realmente, monumentos a Gregorio. Solamente un texto de quince palabras
queda como recuerdo del paso de Gregorio por Roma, pero él preparó las
circunstancias que dieron lugar a millones de palabras escritas por los
reformistas del siglo XVI. Sin el paso por la historia de Gregorio,
Martin Lutero habría quedado como un monje oscuro, de moral dudosa, de
retorcida sicología y teología bizarra, porque los intentos de Gregorio
de universalizar la autoridad romana, produjeron la exaltación de los
espíritus locales por todas partes. Tardaron cuatro siglos en tomar
forma y fuerza pero, una vez brotados, harán pedazos la jerarquía
absolutista de Roma.
Gregorio también
influyó en un cambio importante para el papado. En menos de un siglo a
partir de su muerte, su imperialismo clerical habrá separado muy
claramente el clero de los laicos. Para la fecha del fallecimiento del
papa Inocencio III, en 1216, el papado estaba organizado como una
monarquía, servido por su propia cancillería, una “Curia” completa, con
ministerios de asuntos exteriores y de asuntos interiores, un
departamento financiero, una escuela de diplomáticos, una escuela que
enseñaba la ley romana, un control organizado y permanente, ejercido
desde Roma, sobre obispos, abades, catedrales, seminarios, monasterios y
parroquias, así como la aparición definitiva de los Cardenales como el
colegio de consejeros poderosos que decidían sobre materias importantes,
elegían nuevo papa (exclusivamente ellos) y aseguraban la continuidad de
la política papal de pontificado en pontificado. La idea de Gregorio de
una monarquía papal limitada a su organización jerárquica, se había
realizado por completo. Los estados papales en Italia, una sustanciosa
parte del centro del país, estaban ahora firmemente en manos de los
papas. Fue dentro de esta nueva Curia Romana donde se gestó el mecanismo
del Cónclave.
En menos de un
centenar de años, el poder político y militar de Alemania se fue
desvaneciendo, mientras que los de Francia, Inglaterra, España, Sicilia
y los de varios estados del Norte de Italia crecían y se hacían mayores.
Las elecciones de papa comenzaron a ser materia de disputa entre las
distintas facciones clericales que representaban los intereses de los
poderes locales que emergían en las ciudades-estado de Europa.
Mientras estas
fuerzas se disputaban la influencia en la elección de papa, la
legislación acerca del proceso electivo todavía se estaba refinando. En
1059, Nicolás II decretó que solamente los obispos cardenales podían ser
los electores de papa; el bajo clero y el pueblo solamente
aclamarán al candidato elegido. También estableció que, si la moralidad
de Roma fuese mala o intolerable, la elección se celebraría en cualquier
monasterio, convento, iglesia, etc. que estuviera a las afueras de la
ciudad.
Nicolás arremetió,
así mismo, contra el pecado cotidiano de simonía: la simonía, la compra
y venta del papado y otros eclesiásticos oficios con dinero o por
dinero: “Si alguien intenta obtener su propia elección por medio de
dinero, por intervención de algún poderoso o por la fuerza de las armas,
sin la pacífica y canónica elección y la bendición de los cardenales …
que sea anatemizado.”
Incluso las
autoridades romanas municipales (cónsules, senadores y pueblo) quedaban
fuera de su antiguo poder de elección, decretando en 1145 que nadie (ni
un elegido por ellos) podía aceptar el oficio de papa. Y, en 1159, en el
Sínodo Laterano, Alejandro III dio forma legal a algunos detalles más:
solamente cardenales podrían ser electores de papa; para ser elegido, un
candidato debía recibir dos tercios de los votos del Colegio de
Cardenales completo. El candidato elegido no necesitaba pertenecer a la
diócesis de Roma ni ser ciudadano Romano ni siquiera ser Cardenal.
En principio, el
título de Cardenal solamente significaba ser “Cardenal del Señor”. El
título de “reverendísimo” se les añadió posteriormente. El papa
Inocencio IV (1243-1254) instituyó el capelo rojo como símbolo del
oficio y de los deberes de Cardenal. Se escogió el rojo como color
emblemático de los Cardenales porque, como líderes de la Iglesia, los
Cardenales debían estar dispuestos a entregar su sangre por la fe. El
papa Urbano VIII, en 1623, decidió que todos los Cardenales fueran
tratados de “Eminencia” o de “Eminentísimo”.
El número de
Cardenales se incrementó considerablemente después del siglo XII. Entre
los años 1200 y 1431, los 36 papas crearon 540 Cardenales en total.
Entre los años 1431 y 1794, los 45 papas ordenaron a 1.275 Cardenales.
Algunos papas (Celestino IV, Clemente IV, Inocencio V, Alejandro V, León
XI) no crearon ningún Cardenal. Otros, como Honorio IV (1285) solamente
crearon uno. El papa Adriano VI, un holandés, estaba tan en desacuerdo
con Roma y los extranjeros, que hizo Cardenal solamente a su íntimo
amigo Enkevoirt. Pero la mayoría de los papas ordenaron Cardenales
varias veces durante su pontificado. Antes de llegar al siglo XX, la
mayor cantidad de Cardenales se debió a Urbano VIII (74 Cardenales entre
1623 y 1643), Pío VI (73 ordenados entre 1775 y 1794) y Clemente XI (70
Cardenales entre 1703 y 1720). Pero hasta febrero de 1965, el número de
Cardenales en cualquier momento solía ser de unos 70. Este número en
particular se eligió en memoria de aquellos 70 antiguos escolares de
Alejandría que fueron, según la Tradición, los traductores de la Biblia
Hebrea al Griego. En 1965, el papa Pablo VI elevó este número a 101 y,
en 1976, sin contar los que fallecieron en estos años, Pablo había
subido de nuevo el número de Cardenales a 136.
En manos de los
Cardenales, la corte papal y su administración se convirtió en una
enorme burocracia tan opresiva, a veces, como cualquier burocracia lo
pueda ser, con la malicia añadida que parece inherente a la clase
clerical. Un poema del siglo XIII pregona que la verdad y el amor a
Cristo ya no pueden encontrarse en “la Curia Romana con sus condenas
fulminantes … sus juicios sin piedad, sus sentencias opresivas, su oro,
su lujo…”.
Los Cardenales eran
sagrados, santos, profanos, educados, ignorantes, mundanos, ridículos,
arrogantes, impíos, etc. Refiriéndose al Colegio de Cardenales en los
comienzos del siglo XV, un cronista llamado Antonio Baudino escribe que
“eres elegido cardenal salvo que expreses alguna creencia falsa o
herética acerca de la doctrina de la Iglesia”. Los ordenados como
Cardenales, representaban todo un muestrario desde los mayores errores
humanos hasta las inteligencias más preclaras. De las mejores cualidades
humanas hasta las maldades más profundas. El Cardenal Roberto de Génova
era un experto en tácticas de movimientos de lanceros, marchando a la
cabeza de un contingente de esta arma al otro lado de los Alpes,
masacrando a todo hombre, mujer o niño que encontró en la ciudad de
Cesena, Italia, contabilizando un total de 6.000 muertes. El Cardenal
más responsable del crecimiento del protestantismo en Inglaterra, en
Alemania y en Suiza, fue el Cardenal Richelieu, que no se preocupó por
el terrorismo y el canibalismo que se produjeron durante la Guerra de
los Treinta Años, que él mismo fomentó, y que murió, como hizo constar
en diversas ocasiones, convencido de que era un caballo (¡!).
A través de los
siglos, ha habido una serie de Cardenales de profundos estudios, de muy
alta reputación, hombres de inteligencia, que trabajaron oscuramente, en
la sombra, y cuyos nombres nunca se mencionan. En su lugar se recuerda a
César Borgia, hermano de Lucrecia, hijo del papa Alejandro VI. César era
como un toro humano, que siempre llevaba una máscara para ocultar la
deformidad de su cara (sin duda producida como secuela de una enfermedad
venérea). Se jactaba de poder decapitar a un toro con un solo golpe de
su espada. Tenía empleado a un asesino para su uso personal, Don
Michelotto.
César se definía a
sí mismo como bisexual. Asesinó a su hermano (otro hijo de Alejandro VI)
e hirió sin piedad hasta la muerte al muchacho favorito de Alejandro,
cubierto con la capa papal de éste, mientras Alejandro imploraba con
lágrimas a César que le perdonara la vida. Fue ordenado Cardenal por
Alejandro, pero con la dispensa especial de poder casarse
(convenientemente) con Carlota, hija del rey de Navarra. Cuando repudió
a su esposa, tuvo varias amantes y terminó sus días en una mazmorra
española. César Borgia es el único hombre conocido a quien dedicó su
autor, un doctor español, muy agradecidamente, su libro sobre la sífilis
(“Tractatus contra Pudengarda”), con el permiso de César. Éste había
ayudado a encontrar nuevos remedios contra estas enfermedades en sí
mismo; el doctor anotó agradecido, en la dedicatoria “en Su Persona,
la humanidad ha tenido la oportunidad de encontrar una cura para esta
enfermedad.”
La nacionalidad de
los Cardenales estuvo restringida, por un largo periodo de tiempo, a
Europeos del Sur y a Italianos en particular. Excepto durante los 80
años que los papas residieron en Avignon, Francia, en que la mayoría de
los Cardenales fueron franceses, los italianos fueron el bloque
preponderante en el colegio de Cardenales hasta el siglo XX. Junto a la
preponderancia italiana, desde el siglo XV se mantuvo un número
significativo y permanente de Cardenales franceses, alemanes, españoles,
portugueses y austríacos, así como, en algunas ocasiones, se incluyó un
número limitado de holandeses, húngaros, ingleses, raramente algún
griego, algún oriental, un africano o alguien de Oriente Medio.
Solamente al llegar al siglo XX el Colegio Cardenalicio se hizo
realmente internacional.
Durante el siglo XII,
la técnica de elección papal evolucionó hacia una forma más refinada.
Tan pronto como dicha elección llegó a ser competencia de un reducido
número de electores y no de una asamblea popular, se compuso de dos
fases: la tractatio (presentación general) que era un periodo de
tiempo durante el cual se nombraban los distintos candidatos y se
describían sus cualificaciones, seguida de la deliberatio
(debate) en la que cada facción argumentaba cada caso. La elección
terminaba con la consiguiente votación que, efectuada por los pocos
electores, cada uno de los cuales se significaba de palabra y a mano
alzada (ore et manu). En el 1059, cuando Nicolás II fue
designado, había solamente siete electores.
En contraste, en
1136, hubo 50 electores para el nombramiento de Inocencio II. Con el
incremento del número de electores, se hizo necesario establecer la
elección por medio de votos escritos y un cuidadoso “escrutinio”
comprobado y vigilado por representantes de las distintas facciones,
para evitar engaños.
Al aumentar la
magnitud de las elecciones papales para escoger a un candidato y con el
establecimiento de que fueran necesarios los dos tercios de la asamblea
como mínimo, creció la dificultad de completar la elección de un hombre.
Cada vez más, las elecciones papales se convirtieron en un microcosmos
en el que los príncipes europeos batallaron entre sí, a través de sus
propios cardenales, para conseguir la designación del candidato que les
interesaba. Otro factor importante surgió a comienzos del siglo XIII: el
mayor propietario de tierras en Europa era el papa; las partes más
importantes de Europa estaban sometidas al papa o pertenecían a él. El
tenía poder sobre el soporte militar y las lealtades políticas,
determinando quiénes gobernarían en estos estados, además de fijar sus
contribuciones financieras a la Iglesia. Lo más importante era que los
hombres y mujeres de la época no conocían otro medio de determinar un
gobierno legítimo salvo sometiéndolo a la aprobación del hombre que era
el obispo de Roma y que decía, sin cesar, que era el sucesor de San
Pedro y el Vicario de Jesús en la tierra. De su voluntad dependían el
orden civil y la legitimidad de sus leyes.
Además de esto, el
papa tenía armas espirituales (y sicológicas) que podía usar contra sus
enemigos cuando era necesario. Podía excomulgar individuos y comunidades
enteras, de manera que podían quedar sin el perdón de los pecados y sin
la posibilidad de recibir sacramentos. El papa podía poner “fuera de la
ley” una ciudad entera, un país entero, si consideraba que era
necesario: el resto de los cristianos tenían prohibido cualquier
contacto con los señalados, ni siquiera en casos de necesidad, sin su
propia autorización. Cualquier transacción era ilegal, cualquier
comercio quedaba invalidado por la ley. Era la versión eclesiástica de
los antiguos métodos romanos para castigar criminales: negarles “fuego,
agua, pan y techo”. Nadie podía sobrevivir a esta situación. Todos los
gobernantes deseaban tener control o influencia sobre el hombre que se
sentaba en el trono de Pedro en Roma, cuyos cardenales eran sus
príncipes por derecho propio. Estas circunstancias tan especiales (el
dominio del papa sobre el poder terrenal, su influencia espiritual
exagerada, así como la irreconciliable lucha entre estos dos poderes)
inevitablemente llevó a buscar una nueva forma de elección del Obispo de
Roma: el cónclave. Nada ilustra mejor hasta dónde llegó la aparición del
cónclave como la descripción de la vida de ciertos papas.
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