La maldición de Constantino
Constantino sembró
la religión que acababa de descubrir, el Cristianismo, con las semillas
de su propia desintegración. Lo que estableció como sólidas fundaciones,
al Este y al Oeste, fueron también las causas directas de su
disgregación. Como si hubiera estado predestinado, su herencia fue que
sus generaciones posteriores estuvieron abocadas al fratricidio y al
suicidio.
Constantino
estableció, lo primero, al obispo de Roma con total poder sobre la
Europa Occidental. Los papas recibieron de él autoridad judicial, muchas
riquezas, control sobre las fuerzas armadas y dominio e influencia
políticos. La Iglesia Romana y la Cristiandad adquirieron un “status”
inestimable y el acceso más privilegiado y directo al Emperador. En
pocas palabras, gracias a Constantino, la Iglesia pasó a ser una
monarquía y el obispo de Roma su monarca.
Para coronar sus
esfuerzos, Constantino organizó un concilio general ecuménico de obispos
cristianos en el año 325, en Nicea (en lo que hoy es Turquía). El
concilio se llamó “ecuménico” porque concernía al todo el “oikumene” (el
mundo habitado, tal y como se entendía desde el punto de vista
cristiano). Allí, las creencias formales de los cristianos fueron
deshechas en fórmulas concretas, conocidas desde entonces como el Credo
de Nicea. Más adelante, en uno de sus decretos o cánones, el concilio
reconocía cuatro centros principales de Cristiandad: Roma, Alejandría
(en Egipto), Antioquía (en Siria) y Jerusalén. Cada uno de estos lugares
fue denominado un “patriarcado”, siendo el obispo de Roma el patriarca
del Oeste y teniendo preferencia y autoridad sobre los otros tres. La
razón de Constantino para esta preferencia fue: “Porque los apóstoles
Pedro y Pablo vivieron y murieron en Roma” (y el obispo de Roma era
el sucesor de Pedro).
Mientras el concilio
de Nicea estaba en sesión, Constantino eligió un lugar en el Bósforo
para establecer la nueva capital de su imperio. Fue un pequeña ciudad
griega llamada Bizancio; su posición estratégica era muy importante. A
finales del año 330, ya estaba en la mente de Constantino el
establecimiento de la “Nueva Roma” y que su obispo sería denominado el
“Patriarca de Oriente”.
Pero el emperador,
aunque fue a vivir a Constantinopla, no hizo rey a su nuevo patriarca.
En lugar de esto, como hizo el Rey David de Israel unos 1.000 años
antes, en el Este, Constantino separó el “estado”, representado por él
mismo, de la “iglesia”, que estaba representada por el patriarca, aunque
siempre se consideró como dos elementos del mismo organismo y, como
David, Constantino se consideraba a sí mismo como quien la divinidad
había señalado para asegurar el bienestar material de la Iglesia y
salvaguardar la pureza de sus creencias. La relación así establecida
entre el emperador de Bizancio y su patriarca en la zona duró unos 1.100
años y 80 emperadores, hasta que Constantinopla y su imperio murieron en
el 1453.
En la “vieja” Roma,
sin embargo, el papa continuó como verdadero monarca, incrementando su
poder sobre el mundo occidental siglo a siglo. Incluso así, las
relaciones entre los patriarcas de Oriente y Occidente, fueron
relativamente cordiales o, al menos, correctas. Cuando el papa Marco fue
elegido para suceder a Silvestre I en enero del 336, envió noticia
escrita de su nombramiento tanto al patriarca de Constantinopla como a
los otros patriarcas en Alejandría, Antioquía y Jerusalén. El patriarca
de Constantinopla inscribió el nombre de Marco en la lista oficial de
patriarca: los Dípticos. Similarmente, cuando aparecía un nuevo
patriarca en Constantinopla o en cualquier otro patriarcado, también se
enviaba noticia escrita de su nombramiento tanto a Roma como a los otros
centros. En la mente de Constantino este pentágono de patriarcados era
la parrilla sobre la que el mundo cristiano podía reposar y florecer. El
emperador protegería a todos y fomentaría su avance. En la mente de
todos se mantuvo que Roma tenía preferencia honorífica y, en pocas
palabras, el voto final decisivo en materias de fe y moralidad. Roma
mantenía su prestigio.
Pero todo esto era
demasiado militar, demasiado claro y disciplinado. Dentro de los
cincuenta años posteriores a la muerte de Constantino, se reunió un
segundo concilio ecuménico en Constantinopla, en el año 381. Este
concilio revitalizó el “credo de Nicea” y, significativamente,
estableció en su Canon III que “el obispo de Constantinopla tendrá
preferencia de honor ante el obispo de Roma, porque Constantinopla es la
Nueva Roma”. El entonces obispo de Roma, el papa Dámaso I, nunca
aceptó el Canon III. Tampoco sus sucesores. Si había una “Nueva Roma”,
eso significaría el final de la “Antigua Roma”. Nunca podrían aceptarlo
(Solamente unos 800 años después, en 1215, un papa romano aceptaba el
Canon III, y eso solamente porque el emperador y patriarca de
Constantinopla habían sido depuestos temporalmente y el papa había
instalado un arzobispo romano como patriarca de Constantinopla).
Ya en el 381, el
papa de Roma reconocía el claro crecimiento de Constantinopla y había
diferencias profundas entre las dos iglesias crecientes, sobre la
autoridad única del papa como director de lo temporal. En aquellos
tiempos, los papas detentaban (y proclamaban) poder imperial absoluto,
completo y supremo sobre todos los hombres; además, un concilio de
severos obispos podía declarar al papa como por encima y más allá del
alcance de un concilio normal de obispos.
Pero el patriarca de
Constantinopla gobernaba de forma colegiada junto a sus equivalentes en
Alejandría, Antioquía y Jerusalén. De hecho, cada uno de ellos
encabezaba y dirigía su iglesia nacionalista, añadiendo patriarcas
adicionales en Bulgaria, Chipre y allí donde hicieran falta. Cada uno se
identificó con las necesidades y los intereses de su propia nación, pero
reconociendo al patriarca de Constantinopla con “honor”. El régimen
monárquico de Roma entró en conflicto con el sistema colegiado Oriental,
ya que los papas romanos exigían mantener la superior autoridad
enraizada en el apóstol Pedro. Los orientales clamaban por una fe y
creencia únicas y ortodoxas. La autoridad Romana y la Ortodoxa pronto se
hicieron enemigos irreconciliables, quedando separadas estas dos partes
de la Cristiandad por barreras de lenguaje, cultura, métodos de culto,
leyes de conducta y alianzas políticas.
Un elemento que la
maldición de Constantino suministró a ambas partes fue el uso de razones
religiosas hipócritas para su ruptura, cuando en realidad ocurrió en
función de la política y la economía. La excusa verbal para la ruptura
fue la cláusula denominada “filioque”.
En sus comienzos,
los cristianos creían en un solo Dios, lo mismo que musulmanes y judíos.
Pero con la diferencia de que los cristianos decían que había tres
personas en ese solo Dios. Llamaban a estas personas: el Padre, el Hijo
(Cristo) y el Espíritu Santo. Más adelante dijeron que las tres personas
eran Dios. Es la Trinidad Cristiana de tres personas en un solo Dios.
Discutiendo el origen del Hijo y del Espíritu Santo, los cristianos
decían que el Hijo se originó en el Padre (no fue creado por Él) y que
el Espíritu Santo se originó (o procedía de) ambos, Padre e Hijo como un
solo principio.
En la Iglesia
Romana, o Latina, en respuesta a las preguntas surgidas a raíz de estos
dogmas, se estableció que se definía al Espíritu Santo como “procedente
del Padre y del Hijo” (en latín “y del Hijo” se expresa con una
sola palabra: “filioque”).
En la Iglesia
Oriental, o griega, preferían decir que el Espíritu Santo procedía del
Padre a través del Hijo: “dia tou uiou”.
Puede que parezca
ridículo este punto para las mentes actuales. No se trataba de
desautorizar a ninguno de aquellos venerables caballeros que disputaban
sobre el asunto. Es seguro que las dos Iglesias estaban de acuerdo en
que el Hijo se originó en el Padre y que el Espíritu Santo se originó en
el Padre y el Hijo. La única discusión estaba en cómo expresarlo
mejor.
Pero eran hombres
insignificantes, motivados por el poder y el dinero, los que usaron esta
sutileza teológica literalmente para romper la Iglesia Cristiana en dos
partes.
El primer gran reto
para la creencia cristiana generalizada llegó de la mano de un obispo
llamado Arius. Mantenía que el Hijo fue una creación del Padre y,
por lo tanto, no era Dios. Cuando Constantino reunió a los obispos
cristianos en la ciudad de Nicea en el 325, específicamente rechazaron
el punto de vista de Arius, declarando un fundamento de la fe que el
Hijo fuera Dios y que procedía del Padre en forma misteriosa, sin
creación alguna. No hablaron del Espíritu Santo porque no estuvo en
discusión, de manera que entonces se mantuvo que el Espíritu Santo fue
originado o procedía “dia tou uiou”, es decir a través del Hijo.
Además, el concilio
de Nicea declaró que no habría ya más discusiones sobre creencias
cristianas.
Pero la Iglesia
Occidental añadió algo después. En el concilio de obispos en
Toledo (España) en el 589, añadieron la cláusula “filioque” para repeler
las discusiones sobre que el Hijo no era Dios, puesto que no participó
en la creación del Espíritu Santo. “El Espíritu Santo”, establecieron
los obispos, “procede del Padre y del Hijo. “Filioque”. Desde
entonces, el uso de esta fórmula se extendió a Francia, Italia, Bélgica,
Alemania, Inglaterra, Irlanda y Norte de África. La Iglesia Oriental
continuó usando la frase “a través de”, “por medio de” mientras los
latinos utilizando “filioque”. Ambos pensaban lo mismo, pero ponían un
énfasis diferente.
En el siglo XVIII,
Jonathan Swift ridiculizó salvajemente la disputa que nos ocupa
comparándola, en “Los Viajes de Gulliver”, con la gente que discute si
un huevo debe cascarse por la parte estrecha o la contraria. Esta
pequeña o enorme discusión podría haber seguido indefinidamente,
buenamente, si no hubiera sido por la arrogancia, celos y codicia que
surgen al intentar ser política y militarmente supremos.
El primer paso que
dio Roma en este camino, comenzó con los cambios que se introdujeron en
la elección de papa. A los pocos años de la conversión de Constantino,
cada elección de papa se convertía en un enfrentamiento amargo y a veces
violento. El tiempo de elecciones comenzaba (normalmente) inmediatamente
después del fallecimiento del papa. En algunas ocasiones, la agonía y
últimos días del papa estaban llenos de disputas entre facciones, nobles
y Senado Romano, sacerdotes, diáconos y subdiáconos unidos al pueblo
llano contra obispos, candidatos a papa ambiciosos con sus consiguientes
familias, parientes y amigos así como los unos contra los otros. Se
crearon muchas enemistades, se vertía sangre, se apagaban vidas. Durante
la elección del papa Dámaso I en el 366, aparecieron 37 cuerpos
arrojados a los alrededores de la Basílica, tras un enfrentamiento entre
los seguidores de Dámaso y de su rival Ursino.
Ahora, muy rara vez
un papa era designado por su antecesor. Algunas veces un papa agonizando
era obligado a señalar a un sucesor, delante de testigos. Sin embargo,
se solía alcanzar un acuerdo de selección entre clérigos, por medio de
votación. Rara vez se confirmaba al designado por el papa fallecido. El
nombre del candidato elegido se trasladaba a la consideración o
ratificación del emperador. A menudo, cuando la comunidad cristiana se
reunía para elegir, ya tenían delante al candidato propuesto por el
propio emperador. Lo único que podían hacer era aclamar a este candidato
como su elegido para ser papa.
En cualquier caso,
desde el año 314 hasta la invención del sistema por cónclave como método
oficial de elección, hubo 147 papas. La inmensa mayoría de ellos fueron
elegidos por ser sugerencias del emperador de Roma, del rey Godo, del
rey Franco, de una facción o familia romana, decisiones tribales
Germanas o de algún tirano local italiano. La asamblea de cristianos
seguía reuniéndose en estas ocasiones, pero en cada caso su candidato
elegido debía ser confirmado o ratificado por algún príncipe o
gobernante temporal.
Cuando los
emperadores romanos cayeron en occidente bajo la presión de los
bárbaros, los emperadores orientales llenaron un vacío de poder y,
durante dos largos periodos, el candidato de Roma debía ser ratificado
en Constantinopla.
Los 14 papas desde
Silvestre I (314–335) a Simplicio (468–483) fueron elegidos por la
asamblea romana, pero ratificados por los emperadores de Constantinopla
o directamente impuestos por estos. Uno de los últimos papas ratificados
por Constantinopla fue el primer papa con el título de “Grande”.
Además de los
emperadores y papas, un grupo de hombres se iba haciendo cada vez más
poderoso en la elección de papa: los Cardenales.
El nombre
cardenal y sus funciones nacen de la organización más antigua de la
iglesia cristiana, empezando por la selección de siete diáconos que
llevó a cabo Pedro el Apóstol. Pedro ordenó a su inmediato sucesor en
Roma, el papa Linus, que eligiera 25 sacerdotes para que se hicieran
cargo de otros tantos templos que ya existían hacia finales del primer
siglo d.c. Antes del año 100 ya existían parroquias como las conocemos
hoy, excepto en Roma y Alejandría. En su lugar, agrupado alrededor de
cada templo o en una sencilla villa o ciudad, había lo que se llamaba el
presbiterio (de una palabra griega que significa “predicar”), un
conjunto de sacerdotes y diáconos. El presbiterio asistía al obispo de
la iglesia local.
En Roma, en el 107
d.c., el papa Evaristo había establecido 7 regiones administrativas
mayores. Ellas constituían su “presbiterio”. Cien años después, el papa
Calixto las redujo a seis. Como la iglesia crecía en número y
complejidad, estos pasaron a ser obispados dentro de la ciudad. El papa
era el obispo de la ciudad y tenía seis obispos para ayudarle a
administrar a todo el pueblo.
Ahora, se establece
ya una gran diferencia entre los clérigos que trabajan en iglesias
aisladas en el campo y los sacerdotes que lo hacen en las iglesias de
las grandes ciudades. La Iglesia comenzaba a ser (y continuó siendo
durante siglos) la detentadora de una religión básicamente urbana. Las
iglesias de pequeñas poblaciones se miraban como meros “pegotes”,
algunas veces atendidas por monjes y sacerdotes (a tiempo compartido)
que acudían desde la ciudad.
Los clérigos de la
ciudad capital (Roma) pasaron a llamarse cardenales porque eran
el centro y soporte para la Iglesia (como su etimología latina expresa).
Los clérigos de ciudad (obispos, sacerdotes, diáconos) eran “ascendidos”
a cardenales, cuando pasaban a ocuparse de iglesias de la ciudad. Eran
“cardenales”: obispo-cardenal, sacerdote-cardenal, diácono-cardenal.
En el 366, el papa
Julio II fijó el número de estos clérigos-cardenales en 28 (siete por
cada una de las cuatro iglesias patriarcales de Roma: San Pedro, San
Pablo, San Lorenzo y Santa María la Mayor) y esta regla permaneció en
vigor durante casi mil años.
Al mismo tiempo y
ritmo que crecía el poder y la riqueza de los papas de Roma, también lo
hacía la influencia de los Cardenales. En lo concerniente a Roma, había
un “colegium”, un “colegio profesional” de cardenales. Estos cardenales,
establecidos en el Vaticano, trajeron riqueza y prestigio de sus
familias o de sus propios ahorros e inversiones. Fuera de Roma la
historia era otra. Tierras en propiedad, riqueza monetaria (en
metálico), fuerza militar, conexiones familiares y algunas veces lo que
se denominó la adquisición de “principados obispales”, conferían mucho
poder y con ellos siempre estaban asociadas las grandes fortunas de las
tierras en las que habitaban. Por encima de todo ello, los cardenales,
desde las tierras que poseían y moraban, también eran los representantes
del hombre que dirigía los destinos de toda Europa y el mundo
Occidental: el papa de Roma. El primero que proclamó esto fue el papa
León I.
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