De los harapos a la riqueza (3)


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La maldición de Constantino  

Constantino sembró la religión que acababa de descubrir, el Cristianismo, con las semillas de su propia desintegración. Lo que estableció como sólidas fundaciones, al Este y al Oeste, fueron también las causas directas de su disgregación. Como si hubiera estado predestinado, su herencia fue que sus generaciones posteriores estuvieron abocadas al fratricidio y al suicidio. 

Constantino estableció, lo primero, al obispo de Roma con total poder sobre la Europa Occidental. Los papas recibieron de él autoridad judicial, muchas riquezas, control sobre las fuerzas armadas y dominio e influencia políticos. La Iglesia Romana y la Cristiandad adquirieron un “status” inestimable y el acceso más privilegiado y directo al Emperador. En pocas palabras, gracias a Constantino, la Iglesia pasó a ser una monarquía y el obispo de Roma su monarca. 

Para coronar sus esfuerzos, Constantino organizó un concilio general ecuménico de obispos cristianos en el año 325, en Nicea (en lo que hoy es Turquía). El concilio se llamó “ecuménico” porque concernía al todo el “oikumene” (el mundo habitado, tal y como se entendía desde el punto de vista cristiano). Allí, las creencias formales de los cristianos fueron deshechas en fórmulas concretas, conocidas desde entonces como el Credo de Nicea. Más adelante, en uno de sus decretos o cánones, el concilio reconocía cuatro centros principales de Cristiandad: Roma, Alejandría (en Egipto), Antioquía (en Siria) y Jerusalén. Cada uno de estos lugares fue denominado un “patriarcado”, siendo el obispo de Roma el patriarca del Oeste y teniendo preferencia y autoridad sobre los otros tres. La razón de Constantino para esta preferencia fue: “Porque los apóstoles Pedro y Pablo vivieron y murieron en Roma” (y el obispo de Roma era el sucesor de Pedro). 

Mientras el concilio de Nicea estaba en sesión, Constantino eligió un lugar en el Bósforo para establecer la nueva capital de su imperio. Fue un pequeña ciudad griega llamada Bizancio; su posición estratégica era muy importante. A finales del año 330, ya estaba en la mente de Constantino el establecimiento de la “Nueva Roma” y que su obispo sería denominado el “Patriarca de Oriente”. 

Pero el emperador, aunque fue a vivir a Constantinopla, no hizo rey a su nuevo patriarca. En lugar de esto, como hizo el Rey David de Israel unos 1.000 años antes, en el Este, Constantino separó el “estado”, representado por él mismo, de la “iglesia”, que estaba representada por el patriarca, aunque siempre se consideró como dos elementos del mismo organismo y, como David, Constantino se consideraba a sí mismo como quien la divinidad había señalado para asegurar el bienestar material de la Iglesia y salvaguardar la pureza de sus creencias. La relación así establecida entre el emperador de Bizancio y su patriarca en la zona duró unos 1.100 años y 80 emperadores, hasta que Constantinopla y su imperio murieron en el 1453. 

En la “vieja” Roma, sin embargo, el papa continuó como verdadero monarca, incrementando su poder sobre el mundo occidental siglo a siglo. Incluso así, las relaciones entre los patriarcas de Oriente y Occidente, fueron relativamente cordiales o, al menos, correctas. Cuando el papa Marco fue elegido para suceder a Silvestre I en enero del 336, envió noticia escrita de su nombramiento tanto al patriarca de Constantinopla como a los otros patriarcas en Alejandría, Antioquía y Jerusalén. El patriarca de Constantinopla inscribió el nombre de Marco en la lista oficial de patriarca: los Dípticos. Similarmente, cuando aparecía un nuevo patriarca en Constantinopla o en cualquier otro patriarcado, también se enviaba noticia escrita de su nombramiento tanto a Roma como a los otros centros. En la mente de Constantino este pentágono de patriarcados era la parrilla sobre la que el mundo cristiano podía reposar y florecer. El emperador protegería a todos y fomentaría su avance. En la mente de todos se mantuvo que Roma tenía preferencia honorífica y, en pocas palabras, el voto final decisivo en materias de fe y moralidad. Roma mantenía su prestigio. 

Pero todo esto era demasiado militar, demasiado claro y disciplinado. Dentro de los cincuenta años posteriores a la muerte de Constantino, se reunió un segundo concilio ecuménico en Constantinopla, en el año 381. Este concilio revitalizó el “credo de Nicea” y, significativamente, estableció en su Canon III que “el obispo de Constantinopla tendrá preferencia de honor ante el obispo de Roma, porque Constantinopla es la Nueva Roma”. El entonces obispo de Roma, el papa Dámaso I, nunca aceptó el Canon III. Tampoco sus sucesores. Si había una “Nueva Roma”, eso significaría el final de la “Antigua Roma”. Nunca podrían aceptarlo (Solamente unos 800 años después, en 1215, un papa romano aceptaba el Canon III, y eso solamente porque el emperador y patriarca de Constantinopla habían sido depuestos temporalmente y el papa había instalado un arzobispo romano como patriarca de Constantinopla). 

Ya en el 381, el papa de Roma reconocía el claro crecimiento de Constantinopla y había diferencias profundas entre las dos iglesias crecientes, sobre la autoridad única del papa como director de lo temporal. En aquellos tiempos, los papas detentaban (y proclamaban) poder imperial absoluto, completo y supremo sobre todos los hombres; además, un concilio de severos obispos podía declarar al papa como por encima y más allá del alcance de un concilio normal de obispos. 

Pero el patriarca de Constantinopla gobernaba de forma colegiada junto a sus equivalentes en Alejandría, Antioquía y Jerusalén. De hecho, cada uno de ellos encabezaba y dirigía su iglesia nacionalista, añadiendo patriarcas adicionales en Bulgaria, Chipre y allí donde hicieran falta. Cada uno se identificó con las necesidades y los intereses de su propia nación, pero reconociendo al patriarca de Constantinopla con “honor”. El régimen monárquico de Roma entró en conflicto con el sistema colegiado Oriental, ya que los papas romanos exigían mantener la superior autoridad enraizada en el apóstol Pedro. Los orientales clamaban por una fe y creencia únicas y ortodoxas. La autoridad Romana y la Ortodoxa pronto se hicieron enemigos irreconciliables, quedando separadas estas dos partes de la Cristiandad por barreras de lenguaje, cultura, métodos de culto, leyes de conducta y alianzas políticas. 

Un elemento que la maldición de Constantino suministró a ambas partes fue el uso de razones religiosas hipócritas para su ruptura, cuando en realidad ocurrió en función de la política y la economía. La excusa verbal para la ruptura fue la cláusula denominada “filioque”. 

En sus comienzos, los cristianos creían en un solo Dios, lo mismo que musulmanes y judíos. Pero con la diferencia de que los cristianos decían que había tres personas en ese solo Dios. Llamaban a estas personas: el Padre, el Hijo (Cristo) y el Espíritu Santo. Más adelante dijeron que las tres personas eran Dios. Es la Trinidad Cristiana de tres personas en un solo Dios. Discutiendo el origen del Hijo y del Espíritu Santo, los cristianos decían que el Hijo se originó en el Padre (no fue creado por Él) y que el Espíritu Santo se originó (o procedía de) ambos, Padre e Hijo como un solo principio. 

En la Iglesia Romana, o Latina, en respuesta a las preguntas surgidas a raíz de estos dogmas, se estableció que se definía al Espíritu Santo como “procedente del Padre y del Hijo” (en latín “y del Hijo” se expresa con una sola palabra: “filioque”). 

En la Iglesia Oriental, o griega, preferían decir que el Espíritu Santo procedía del Padre a través del Hijo: “dia tou uiou”. 

Puede que parezca ridículo este punto para las mentes actuales. No se trataba de desautorizar a ninguno de aquellos venerables caballeros que disputaban sobre el asunto. Es seguro que las dos Iglesias estaban de acuerdo en que el Hijo se originó en el Padre y que el Espíritu Santo se originó en el Padre y el Hijo. La única discusión estaba en cómo expresarlo mejor

Pero eran hombres insignificantes, motivados por el poder y el dinero, los que usaron esta sutileza teológica literalmente para romper la Iglesia Cristiana en dos partes. 

El primer gran reto para la creencia cristiana generalizada llegó de la mano de un obispo llamado Arius. Mantenía que el Hijo fue una creación del Padre y, por lo tanto, no era Dios. Cuando Constantino reunió a los obispos cristianos en la ciudad de Nicea en el 325, específicamente rechazaron el punto de vista de Arius, declarando un fundamento de la fe que el Hijo fuera Dios y que procedía del Padre en forma misteriosa, sin creación alguna. No hablaron del Espíritu Santo porque no estuvo en discusión, de manera que entonces se mantuvo que el Espíritu Santo fue originado o procedía “dia tou uiou”, es decir a través del Hijo

Además, el concilio de Nicea declaró que no habría ya más discusiones sobre creencias cristianas.

Pero la Iglesia Occidental añadió algo después. En el concilio de obispos en Toledo (España) en el 589, añadieron la cláusula “filioque” para repeler las discusiones sobre que el Hijo no era Dios, puesto que no participó en la creación del Espíritu Santo. “El Espíritu Santo”, establecieron los obispos, “procede del Padre y del Hijo. “Filioque”. Desde entonces, el uso de esta fórmula se extendió a Francia, Italia, Bélgica, Alemania, Inglaterra, Irlanda y Norte de África. La Iglesia Oriental continuó usando la frase “a través de”, “por medio de” mientras los latinos utilizando “filioque”. Ambos pensaban lo mismo, pero ponían un énfasis diferente. 

En el siglo XVIII, Jonathan Swift ridiculizó salvajemente la disputa que nos ocupa comparándola, en “Los Viajes de Gulliver”, con la gente que discute si un huevo debe cascarse por la parte estrecha o la contraria. Esta pequeña o enorme discusión podría haber seguido indefinidamente, buenamente, si no hubiera sido por la arrogancia, celos y codicia que surgen al intentar ser política y militarmente supremos. 

El primer paso que dio Roma en este camino, comenzó con los cambios que se introdujeron en la elección de papa. A los pocos años de la conversión de Constantino, cada elección de papa se convertía en un enfrentamiento amargo y a veces violento. El tiempo de elecciones comenzaba (normalmente) inmediatamente después del fallecimiento del papa. En algunas ocasiones, la agonía y últimos días del papa estaban llenos de disputas entre facciones, nobles y Senado Romano, sacerdotes, diáconos y subdiáconos unidos al pueblo llano contra obispos, candidatos a papa ambiciosos con sus consiguientes familias, parientes y amigos así como los unos contra los otros. Se crearon muchas enemistades, se vertía sangre, se apagaban vidas. Durante la elección del papa Dámaso I en el 366, aparecieron 37 cuerpos arrojados a los alrededores de la Basílica, tras un enfrentamiento entre los seguidores de Dámaso y de su rival Ursino. 

Ahora, muy rara vez un papa era designado por su antecesor. Algunas veces un papa agonizando era obligado a señalar a un sucesor, delante de testigos. Sin embargo, se solía alcanzar un acuerdo de selección entre clérigos, por medio de votación. Rara vez se confirmaba al designado por el papa fallecido. El nombre del candidato elegido se trasladaba a la consideración o ratificación del emperador. A menudo, cuando la comunidad cristiana se reunía para elegir, ya tenían delante al candidato propuesto por el propio emperador. Lo único que podían hacer era aclamar a este candidato como su elegido para ser papa. 

En cualquier caso, desde el año 314 hasta la invención del sistema por cónclave como método oficial de elección, hubo 147 papas. La inmensa mayoría de ellos fueron elegidos por ser sugerencias del emperador de Roma, del rey Godo, del rey Franco, de una facción o familia romana, decisiones tribales Germanas o de algún tirano local italiano. La asamblea de cristianos seguía reuniéndose en estas ocasiones, pero en cada caso su candidato elegido debía ser confirmado o ratificado por algún príncipe o gobernante temporal. 

Cuando los emperadores romanos cayeron en occidente bajo la presión de los bárbaros, los emperadores orientales llenaron un vacío de poder y, durante dos largos periodos, el candidato de Roma debía ser ratificado en Constantinopla.

Los 14 papas desde Silvestre I (314–335) a Simplicio (468–483) fueron elegidos por la asamblea romana, pero ratificados por los emperadores de Constantinopla o directamente impuestos por estos. Uno de los últimos papas ratificados por Constantinopla fue el primer papa con el título de “Grande”. 

Además de los emperadores y papas, un grupo de hombres se iba haciendo cada vez más poderoso en la elección de papa: los Cardenales

El nombre cardenal y sus funciones nacen de la organización más antigua de la iglesia cristiana, empezando por la selección de siete diáconos que llevó a cabo Pedro el Apóstol. Pedro ordenó a su inmediato sucesor en Roma, el papa Linus, que eligiera 25 sacerdotes para que se hicieran cargo de otros tantos templos que ya existían hacia finales del primer siglo d.c. Antes del año 100 ya existían parroquias como las conocemos hoy, excepto en Roma y Alejandría. En su lugar, agrupado alrededor de cada templo o en una sencilla villa o ciudad, había lo que se llamaba el presbiterio (de una palabra griega que significa “predicar”), un conjunto de sacerdotes y diáconos. El presbiterio asistía al obispo de la iglesia local. 

En Roma, en el 107 d.c., el papa Evaristo había establecido 7 regiones administrativas mayores. Ellas constituían su “presbiterio”. Cien años después, el papa Calixto las redujo a seis. Como la iglesia crecía en número y complejidad, estos pasaron a ser obispados dentro de la ciudad. El papa era el obispo de la ciudad y tenía seis obispos para ayudarle a administrar a todo el pueblo. 

Ahora, se establece ya una gran diferencia entre los clérigos que trabajan en iglesias aisladas en el campo y los sacerdotes que lo hacen en las iglesias de las grandes ciudades. La Iglesia comenzaba a ser (y continuó siendo durante siglos) la detentadora de una religión básicamente urbana. Las iglesias de pequeñas poblaciones se miraban como meros “pegotes”, algunas veces atendidas por monjes y sacerdotes (a tiempo compartido) que acudían desde la ciudad. 

Los clérigos de la ciudad capital (Roma) pasaron a llamarse cardenales porque eran el centro y soporte para la Iglesia (como su etimología latina expresa). Los clérigos de ciudad (obispos, sacerdotes, diáconos) eran “ascendidos” a cardenales, cuando pasaban a ocuparse de iglesias de la ciudad. Eran “cardenales”: obispo-cardenal, sacerdote-cardenal, diácono-cardenal. 

En el 366, el papa Julio II fijó el número de estos clérigos-cardenales en 28 (siete por cada una de las cuatro iglesias patriarcales de Roma: San Pedro, San Pablo, San Lorenzo y Santa María la Mayor) y esta regla permaneció en vigor durante casi mil años. 

Al mismo tiempo y ritmo que crecía el poder y la riqueza de los papas de Roma, también lo hacía la influencia de los Cardenales. En lo concerniente a Roma, había un “colegium”, un “colegio profesional” de cardenales. Estos cardenales, establecidos en el Vaticano, trajeron riqueza y prestigio de sus familias o de sus propios ahorros e inversiones. Fuera de Roma la historia era otra. Tierras en propiedad, riqueza monetaria (en metálico), fuerza militar, conexiones familiares y algunas veces lo que se denominó la adquisición de “principados obispales”, conferían mucho poder y con ellos siempre estaban asociadas las grandes fortunas de las tierras en las que habitaban. Por encima de todo ello, los cardenales, desde las tierras que poseían y moraban, también eran los representantes del hombre que dirigía los destinos de toda Europa y el mundo Occidental: el papa de Roma. El primero que proclamó esto fue el papa León I.

 


Toda la documentación utilizada en esta página está basada en la obra "The decline and fall of the roman church" (1981) del escritor y sacerdote Malachi Martin, en la traducción al castellano de Ignacio Solves.